"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

domingo, 19 de junio de 2011

Los Caballeros de la Mesa Camilla (Segunda Parte)



—Sooooo —gritó Urgl al borrico, pero éste no le hizo mucho caso y se metió entre los matorrales.

—Yo te ayudaré —dijo Esmit, y saltando se agarró a la grupa del borrico, viéndose arrastrado por una zarza y golpeado en la espalda con una chumbera. Coceaba el borrico con denuedo rebuznando intensamente.

Para evitar problemas como éste, Urgl, llevaba agarrada al cuello de la bestia un garfio de tres puntas y lo lanzó contra un árbol. Al tensarse la cuerda se encabritó el borrico y ambos guerreros cayeron al suelo, recibiendo numerosas coces y pisotones.

—Algo tendremos que hacer con este mal nacido, no hay forma de que obedezca —dijo Esmit escupiendo sangre y lamentándose del dolor en la cara.

—Todo lo que he probado ha resultado peor. Lo único que funciona es atarle las patas y cargarlo encima.

—Podrías subirlo en una carreta y tirar de ella.

—No lo había pensado.

Una vez en pie y andando hacia el borrico con cierta parsimonia, vieron como éste emprendía de nuevo una alocada huida. Apenas se habían girado los dos para observar el origen de esta inconveniencia, que el garfio enganchó a Esmit por los pies y se lo llevó arrastrando hacia el pinar. Intentaba agarrarse al suelo el bravo guerrero mientras gritaba como un poseso. Urgl corría presuroso detrás de su compañero viendo con espanto los golpes y torceduras que se daba contra los árboles, y su cara de angustia y dolor, que parecía estar rezando a la virgen. Un buen trecho recorrió hasta que consiguió liberar un pie y frenar súbitamente la atropellada carrera golpeando en un árbol con la entrepierna. Un estremecedor alarido resonó en las montañas atemorizando a los lugareños en kilómetros alrededor.

Urgl agarró la cuerda y destrozó un pedrusco enorme sobre la cabeza del borrico, que cayó patitieso con el hocico bien abierto. De un solo tirón extrajo Urgl el ancla. Esmit se desmayó tras manifestar un gemido de dolor intenso. Tenía la cara repleta de arañazos y magulladuras por todo el cuerpo.

En ese momento apareció Igner de la Cloaca, el magnífico, el peleón, que se había subido a un árbol para explorar los alrededores.

—No puedo dejaros solos ni un momento. ¿Será posible que en cualquier momento que me despisto hacéis una trastada?

Por su indumentaria se podía ver que se trataba de un gran guerrero. La cacerola de la cabeza, sin ser muy cómoda e impedirle una buena visión, era muy resistente, y las dos asas eran óptimas para colgar de ellas la longaniza y la botifarra. La chaqueta de piel de culo de cerdo estaba repleta de remiendos de todo tipo, proliferando en exceso los de piel de rata, que con cola y cabeza asemejaba un tumulto de éstas en ansiosa vorágine. Dos gallinas deshuesadas adornaban con sus plumas los hombros, colgando sobre el pecho sus decorativas cabezas.

—Confirmado. Nos hemos perdido.

—Ya te decía yo que no podía ser que el perro supiera el camino —dijo Urgl, que intentaba auscultar el corazón de Esmit—. Siendo tan solo una cría mestiza del perro que trajo el brujo, no sé yo cómo iba a saber el camino.

—No me discutas.

—Si yo no discuto. Y por cierto, ¿ha aparecido el perro?

—Guarda tu cinismo para platicar con la burra.

—¡Mirad allí! —gritó de forma sorpresiva Esmit levantando la cabeza y señalando con el dedo—. ¡El curandero está allí!

Al girarse ambos guerreros pudieron ver con claridad que adonde señalaba Esmit había una cabra. Al volver sus miradas hacia Esmit, Igner dijo:

—Qué dices, mamarracho, si es una cabra.

—Sí, ya veo que allí hay una cabra. Pero yo no digo allí, sino allá —dijo Esmit señalando hacia otro lado.

Allí donde señaló podíase ver con claridad que estaba el burro, aparentemente muerto.
—Allí está el burro —dijo Igner.

—Yo digo más lejos.

Urgl e Igner forzaban la vista para escrutar la pedregosa ladera que se extendía en aquella dirección.

—¿Más lejos que aquel pino que sobresale?

—Sí, más lejos. Allí en el cielo.

Con dificultad en la lejanía podía detectarse la minúscula silueta de un pájaro volando, posiblemente un aguilucho.

En ese instante, mientras Igner consideraba la posibilidad de que aquello fuera el curandero, unos gritos de auxilio llamaron la atención de los formidables caballeros. De repente salió un individuo de detrás de un árbol y cayó frente a Igner completamente exhausto. Igner lo observó con desconfianza y repasó mentalmente la descripción del curandero. Una argolla metálica en el cuello con dos remaches y otra en los pies con tres palmos de cadena enganchada. Rapado al cero, con heridas y chichones en la cabeza. Un tajo en el moflete. En el momento de la huida se llevó una manta gruesa de lana color marrón. El individuo no llevaba ninguna manta. Esto hizo dudar a Igner y mientras cavilaba apareció en el claro del bosque un oso furioso de casi tres metros de alto. La cabeza del oso no la podrían abarcar dos personas con los brazos.

El primero en darse a la fuga fue el burro, reaccionando con inusitada presteza, pero para su desgracia el garfio había encallado en una raíz y todo esfuerzo resultaba baldío. También Esmit reaccionó con rapidez y corriendo despavorido se subió encima del burro, al que sacudía unos buenos azotes e intentaba incentivar al galope sin ningún efecto. El oso, claro, se quedó unos momentos dubitativo pero no tardó en abalanzarse sobre Igner, dándole el tiempo justo para desenvainar su espada y seccionar el cráneo del oso con un certero golpe. Aquella noche cenaron chuletón de oso a la brasa con el curandero.

—Dime, lacayo ingrato, esta medicina tuya, ¿puede curar cualquier enfermedad? —preguntó Igner.

—¿Qué medicina?

—La medicina que es capaz de retornar a su natural turgencia la nalga del Rey.

—Yo no sé nada de medicinas —dijo el curandero atemorizado. Apenas podía pronunciar correctamente de puro miedo a ser devuelto a su miserable celda. Miraba los rostros de aquellos guerreros curtidos devorando la carne frente al fuego. Aquella mirada escrutadora y fija, sin pestañeo ninguno, del que llamaban Igner, a quien nunca había oído nombrar. La quemadura de su rostro le llamó mucho la atención. No sabía el curandero que fue por culpa de una tortilla que Igner se lanzó a la cara con intención de darla la vuelta, y apreció por este signo una notable fortaleza de carácter. Se fijó entonces en la espada de Igner de La Cloaca. Forjada con sus propias manos fueron necesarios los filos de cinco espadas, para crear la que fue la espada más pesada de toda la Edad Media. Era tan pesada que con ella Igner apenas podía pegar dos golpes, y quedaba desriñonado al cargar con ella por una pendiente.. La llevaba colgada a la espalda, lo que exigía quitársela para sentarse.

—Yo solo soy un humilde campesino que había salido a buscar setas. Quería, de paso, llevarle un tarro de alubias blancas a mi prima. De camino fui apresado y llevado frente al Rey, que en la misma carroza se comió las alubias, y parece ser que le gustaron tanto que me tenía encerrado en los calabozos para preparárselas cuando se les antojaban.

—Pues tus alubias son remedio para la dolencia de nuestro rey.

—Pues es raro. Yo las hago fuertes de picante. Tal vez eso...

Se fijó entonces el curandero en el ansia descontrolada de Esmit al comer. Le vio en un momento ingerir casi sin masticar dos gruesos filetes. Urgl torraba la carne.

—Seas brujo o no espero te esmeres en tu cometido de obedecer la voluntad de tu rey, al que recomendaré que te mantenga con media rebanada de pan diaria mientras vivas —dijo Igner de La Cloaca.

Al oír estas palabras no tardó mucho el curandero en salir corriendo como un rayo y adentrarse en el espeso bosque. Igner se quedó atónito pues había ordenado fuera atado por los pies.

—Esmit, ¿no te había dicho yo que atases al curandero por los pies?

—Sí, y así lo hice. Utilicé una hoja de lechuga.

—¿Una hoja de lechuga? ¿No tenias nada más resistente que una hoja de lechuga?
Esmit no contestó y se puso a hacer complicados cálculos numéricos ayudándose con los dedos. No tardó en prorrumpir con un gesto desesperado y salir corriendo hacia el bosque.

—Este chuletón está estupendo —dijo Urgl—. Creo que es la mejor carne que he comido nunca. A las patatas todavía les falta un poco.

—Sí que está buena. Espero que no se le escape a Esmit ese desgraciado. Nadie como Esmit para seguir un rastro de noche en un bosque cerrado como éste. Nunca he puesto en duda su valentía pero me ha sorprendido que con tanto brío saliera a enmendar su error; un error que le podría ocurrir a cualquiera. Comamos y celebremos esta gran hazaña, que matar un oso como éste no es algo que se haga todos los días.

Con la luna llena en el firmamento comían los magníficos caballeros entre tragos de vino jugosa carne, patatas asadas y setas, que cogió Urgl por los alrededores. No tardó en regresar Esmit volviendo a sentarse en su sitio sin mediar palabra.

—¿Y el curandero? —preguntó Igner de La Cloaca.

—Se ha ido corriendo.

—Eso ya le he visto. Pensaba que habías ido tras él.

—No, a mí me ha dado un retortijón y he tenido que salir disparado.
A la mañana siguiente, cuando la gallina que llevaba Urgl en una cesta anticipó el nuevo día, se congregaron en una reunión de los caballeros de la mesa camilla, e Igner les dijo:

—Yo mismo prepararé las alubias picantes que habrán de sanar al Rey.

Toda la corte estaba reunida en palacio para presenciar el momento en que el legendario caballero ofrecería al rey la pócima que pondría remedio a su dolencia. La expectación fue completa cuando al abrirse las puertas de palacio apareció Igner de La Cloaca, con un séquito de monjes y clérigos que habían bendecido la poción.

Esa mañana Igner había estado preparando las alubias procurando que el resultado fuera muy picante. Al menos veinte pimientos rojos picantes, otro tanto de verdes, paprika y guindillas secas a puñados, ajo y pimienta a matar. Todo bien troceado en abundante aceite. A esta cocción le añadió cuatro alubias. Solo con chuparse el dedo Igner sintió un fuerte ardor que se extendía por la garganta. Muy satisfecho con el resultado cogió a Esmit por el cuello y le metió una cucharada en la boca. No tardaron mucho en brotar de sus ojos sendas lagrimas y no había agua capaz de apaciguar la brasa incandescente que parecía tener en la boca. Igner muy satisfecho fue a llevarle la poción al Rey.

Clotildo IV, agonizaba ya en los estertores de la muerte soportando una acuciante artritis y tembleque. Con sus escasas fuerza extendió sus trémulos brazos para alcanzar la cazuela que Igner de La Cloaca, el paladín de la causa cristiana, tendía hacia él. Anhelaba el rey ese cáliz, y en el depositaba su fe. Agarró la cazuela y de un solo trago se metió por el gaznate la sopa explosiva.

La muerte fue casi instantánea. Apenas un ahogado alarido de dolor gritado al cielo, y tal vez sí, una última mirada de reproche antes de convulsionar su enrojecida faz y caer rígido con una expresión de pánico. La guardia del rey cercó a Igner con las lanzas dispuestos a darle muerte. Viéndose en un aprieto, Igner de La Cloaca, zarandeó un poco al Rey y le dio dos buenos puñetazos en el estómago, consiguiendo que el Rey regurgitara gran parte de la sopa y comenzara a solicitar con vehemencia agua. Igner de La Cloaca, con cierta teatralidad, comunicó a todos que el Rey estaba bien.

Peponio II, en nombre de su padre, que ya no se quejaba más de la nalga pero que había quedado convaleciente, manifestó públicamente su gratitud ofreciéndole el ducado de Villa Lentejas y la mano de su sobrina, pero era tal su generosidad que ofreció el ducado a Esmit y a Urgl la mano de la sobrina.

Rafael Homar

http://rafaelhomar.blogspot.com/

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