"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

lunes, 16 de abril de 2012

El manuscrito- fragmento (por Blanca miosi)

Blanca Miosi está arrollando con sus ventas, sobre todo con este libro "El manuscrito", un éxito que incluso sorprende a la autora, como suele pasar muchas veces. Pero sucede que no me extraña. No me extraña que su ágil modo de escribir, además de la facilidad con que engancha a sus incautos lectores por medio de su prosa y su más que interesante argumento, etc, etc, hagan aumentar su éxito más y más. Aparte de no cesar de conseguir fans de este y el otro lado del charco (para los que no la conozcan se trata de una autora sudamericana, concretamente del Perú. Por cierto, que ya es hora de que la conozcáis, por otra parte... Por cortesía de la autora aquí os obsequio con un pequeño fragmento. A disfrutar. (soy un plomo presentando...lo sé).
El manuscrito
Esa mañana, como tantas otras, apenas abrió los ojos Nicholas miró alrededor buscando inspiración. Una maldita buena idea era lo que necesitaba y no se le ocurría nada. Se incorporó de la cama y fue directo al ordenador. Claro que tenía ideas, y muchas; pero no como las que se requerían para hacer una novela que lo llevase a la cima. Un par de novelas sin pena ni gloria era todo lo que había logrado desde la primera vez que pensó que iba a morir de felicidad cuando en una editorial le dijeron: «nos interesa su novela, queremos publicarla». ¡Dios! Lo hubiera hecho gratis, pero se dio con la sorpresa de recibir un adelanto que consideró simbólico, pero una paga al fin… e inesperada. Vio la pantalla y sombreó lo escrito la noche anterior. Inaceptable. Pulsó «Enter» y la hoja volvió a quedar en blanco. Tres años desde aquella primera vez, y seguía sin suceder nada, no había cambiado al mundo. Era uno más del montón. Y lo peor de todo era que tenía varias novelas inéditas que antes le habían parecido fabulosas, pero después de leer el último best seller de Charlie Green, pensó que cada vez estaba más lejos de su sueño. El ambiente de la casa lo asfixiaba. Se puso una chaqueta de cuero sobre la camiseta y salió. Caminó sin rumbo fijo y como si sus piernas estuvieran acostumbradas a hacer siempre el mismo recorrido, fue a dar a su banco del Prospect Park. Se fijó con fastidio en el individuo sentado al otro extremo y lo consideró una invasión a su territorio. El pequeño hombre le sonrió como si lo conociera. Aquello multiplicó su contrariedad. No tenía ánimos para ser amable ni para escuchar a nadie y al parecer el hombre deseaba buscarle conversación. No se equivocó.
—¿Viene siempre por aquí?
—Es mi ruta —respondió cortante, sin corresponder a la sonrisa que asomaba a la cara cuarteada del sujeto. Tenía una voz que no concordaba con su persona.
—¿Hacia dónde?
—¿Hacia dónde qué?
—Usted dijo que era su ruta.
—¡Ah!, hacia ninguna parte.
—Comprendo.
Nicholas dejó de observar los árboles de enfrente y lo miró de reojo. ¿Comprendo? ¿Qué podría comprender?, pensó con mal humor. Le molestaba la gente que pensaba que se las sabía todas. Como los escritores de los manuales de comportamiento o de crecimiento personal. Parecían tener la respuesta para todo. Papanatas. Abrió la boca y la volvió a cerrar. Sería mejor no seguir hablando, tal vez el tipo se fuera y lo dejase en paz. El hombrecillo continuó sentado. Abrió una gran bolsa plástica de color negro de las que se usan para la basura y hurgó en su interior. Extrajo un manuscrito de tapas negras, anillado en un peculiar color verde plateado y lo puso en el banco, en el espacio que quedaba libre entre Nicholas y él.
—¿Sabe qué es esto? —preguntó poniendo la mano en la tapa.
—No.
—Debería saberlo. ¿No es usted un escritor? Nicholas se sentó de lado dándole cara. El hombre había acaparado su atención.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo reconocí. Tengo su segundo libro, vi su foto en la solapa. Buscando el camino a la colina; es una buena novela, pero le falta garra. También he leído algunos de sus artículos en el New York Times.
—Ya no trabajo allí. El individuo hizo un gesto de impotencia, se alzó de hombros y miró al frente, a los árboles que parecían danzar con el viento.
—De modo que usted también escribe —dijo Nicholas, dando una mirada a la tapa del manuscrito. —No. No sería capaz. Yo leo. Y me considero un buen lector.
—¿Y el manuscrito?
—No es mío. Lo encontré junto con unos libros en una caja que recogí hace unos días. Me dedico a la venta de libros usados.
  —¿También vende manuscritos?
—Es la primera vez que me llega uno. La caja pertenecía a un escritor que falleció hace dos meses. Según su viuda, nunca había publicado. Ella necesitaba espacio en la casa y quiso deshacerse de todos los libros; al parecer decidió incluir el manuscrito. Yo compro al peso.
—¿Se refiere a que compra libros por kilo? —preguntó Nicholas, con una sonrisa de incredulidad.
—Sí. Tal vez ella pensó que más papel añadiría peso.
—Usted ya lo leyó, supongo.
—Así es. ¿Quiere echarle un vistazo?
Nicholas miró con desconfianza el manuscrito. Lo tomó, no parecía ser muy grueso, corrió las hojas con el pulgar izquierdo y luego abrió la primera página: «Sin título» decía en el centro. No era nada raro. A él siempre se le ocurrían los títulos al final. Pasó a la siguiente página y leyó el prefacio. Dejó de leer muy a su pesar, se giró hacia el hombrecillo y vio el lugar vacío. Había estado tan absorto en la lectura que no se percató de que se había ido. Dos arrugas cruzaron su frente que muy pronto se transformaron en profundas hendiduras entre las cejas. Acostumbrado como estaba a divagar, se preguntó si de veras lo había visto. No le quedaba la menor duda: tenía el manuscrito en las manos. Lo que acababa de leer le había gustado. Tenía los ingredientes necesarios para despertar la curiosidad desde el inicio. Sintió envidia de que fuera otro el de la idea. Dio una mirada más alrededor; pero solo vio los árboles meciéndose con levedad mientras dejaban caer las últimas hojas de otoño en una mañana calmada, sin los acostumbrados ventarrones que barrían el suelo formando remolinos dorados.
Dejó el banco y, con el manuscrito bajo el brazo, regresó a casa.

Blanca Miosi http://blancamiosiysumundo.blogspot.com.es/

sábado, 7 de abril de 2012

La mirada indiscreta


Aquí va un relato que leí hace tiempo y que me gustó. Su autor se llama Julio César Ramos y, aunque hace años que no veo y no sé de su vida literaria, merece la pena dedicar unos instantes a leer estas lineas.
Porque la locura es maravillosa...

La mirada indiscreta
Ayer no estaba. No sé por qué. Nunca había faltado. Desde que cojo este tren nunca había faltado, siempre había estado ahí. Vamos a ver, lo cojo desde Octubre, desde que empezó el curso para los universitarios. Sí, ella debe ser una universitaria. Yo, en cambio, desde hace ya mucho que voy en este mismo tren, siempre a la misma hora, siempre sentado en el mismo asiento. Desde que estoy con ese psiquiatra tan bueno que les recomendaron. Tiene gracia la forma en que le llamó: "incapacidad comunicativa de tintes psicodepresivos". Me gusta eso de psicodepresivos, siempre me han encantado las palabras difíciles de pronunciar. No sé porque no vino. Tal vez si estaba en el tren y no se sentó en ese asiento. Tal vez un hombre gordo le quitó el asiento en su estación y se tuvo que poner en otro. Pero eso no me sirve de nada. Tiene que estar sentada en ese asiento. Sólo en ése. Es la única forma que las ventanas coincidan en ese punto mágico y la pueda ver un instante. El tiempo justo hasta que avisen la salida de su tren y el mío. Tan sólo un segundo para verla indiferente. A veces con la cabeza inclinada. Cuando sobre el pecho inclinas la melancólica frente, una azucena tronchada me pareces. Ya estoy otra vez con versos en la cabeza. El jodido curacocos se empeña en que lea poesía sin parar. No hago otra cosa. Dice que es bueno aprender como se expresan los sentimientos, que la poesía nos expresa las mil formas de decir algo y eso es lo que yo necesito saber. Es un maldito poeta frustrado y lo paga conmigo. Ahora cada vez que veo o pienso en algo me aparece un verso de esos. Llevo meses y meses que lo único que hago a parte de ir a la consulta es leer poemas. Luego él me dice que le diga qué he leido y de qué iba. Siempre la misma historia. Y por eso se debe forrar el muy capullo, deleitándose con poesía.
Tal vez ya no venga. Sería horrible. Me gusta ver su mejilla pegada contra el cristal. Sin poder oírla. Aunque siempre está callada. Me gusta cuando callas porque estás como ausente y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Puede que ya haya terminado el curso. Pero todavía estamos en invierno, no puede ser. A veces no distingo muy bien unos días de otros, todos son iguales. Tampoco me importa demasiado que los demás sepan que no les entiendo. Puede que esté enferma. No quiero pensarlo. La angustia se abre paso entre mis huesos, remonta por las venas hasta abrirse en la piel. No tengo que preocuparme, seguramente la veré hoy. Ya quedan menos estaciones, las voy contando. Un día de espera para unos segundos. Pero ayer no vino y perdí el día. Ya queda menos. Están anunciando la estación de Nuevos Ministerios. Es la siguiente. También puede que ayer no coincidieran las dos ventanas al cruzarse los trenes. Pero no me puede haber hecho eso el maquinista. Sería una traición a mí que vengo todos los días. Todo está previsto, la parada en el sitio exacta a la hora de siempre, en las ventanas de siempre. Ella siempre se ha sentado ahí, justo en la que coincide con la mía. No sabe que yo la miro, pero siempre se sienta en el mismo sitio, igual que yo. Es fiel a su asiento, como el maquinista en llegar a tiempo y yo a mi ventana. Todos debemos cumplir, porque si no, nada funciona.
Debe de ser universitaria. Pero no sé que universidad será. El tren es con destino a Tres Cantos, lo oigo todos los días. No sé más. No sé qué estudiara. Me da igual si estudia o si va ver un psiquiatra para leerle poesía.
Vaya, se acaba de meter un niño gitano a pedir unas monedas. A veces las monedas en enjambres furiosos taladran y devoran abandonados niños. Me parece que este se va sin ser devorado por nada. No me gusta la gente que pide. Algunos dicen que me falta cordura y yo no ando pidiéndola por ahí a nadie. Entre otras cosas porque mis padres me la comprarían. Lo malo es que lo único que se vende son psiquiatras con mal aliento. No entiendo por qué todos tienen siempre mal aliento. Parece que lo hagan a propósito para que no les dejes decir una palabra y les cuentes que de pequeño le rompiste una mano a tu hermano menor porque te parecía como de chicle. Yo ni siquiera tengo hermano pequeño. A mí no me mires aceituno que voy sin blanca. Me duele este niño hambriento como una grandiosa espina. La verdad es que no me duele lo más mínimo. Me duele un poco la espalda, pero debe de ser por una mala postura. Ya estamos entrando en la estación. Se levantan como siempre los cagaprisas de turno que quieren colocarse los primeros en la puerta. Aquí hay uno que levanta los brazos para coger su abrigo. Daría la cabeza que no se ha duchado. Seguro que huele a sudor bajo la chaqueta. Por las tierras castellanas, polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga. Me parece que no era así. No es que me importe mucho pero ya que me viene a la mente podía venir bien. Este no tiene mucho de caballero, tiene cara de polilla.
Ya queda menos, me parece que ya siento el traquetear especial que hacen las ruedas al entrar. Ya entramos. Ya están aquí las luces blancas después del túnel. Vamos párate maldito, párate ya. ¿Qué pasa?. ¿Por qué no está ya su tren en la vía?... ya entra, menos mal. Pero no queda mucho tiempo. ¡Tranquilos en bajar borregos! Vamos, vamos, que se pare en el sitio exacto. ¡Ahora! Ahí está, reconocería ese pelo y esa nariz hasta en un talgo pendular. Es como un retrato de perfil. Érase una nariz superlativa. ¡No ese no! Es... ¡vaya mierda!, ahora no me viene ninguno a la cabeza. Va con los ojos un poco cerrados, como de sueño. Ni siquiera son las nueve. Ya me voy, ya se pone todo en movimiento y se me escapa su ventana. Ya ha pasado... pero hoy si estaba. No sé por qué ayer no, pero ya me da igual. Todo queda hasta mañana. Todo pasa y todo queda pero lo nuestro es pasar. A buenas horas aparecen versos. Bien, ya me queda poco para llegar al destino. Creo que salimos a la superficie otra vez. Somos como un topo mirando al sol. Venimos de la noche, como ciudadanos perdidos y ancladas en el tiempo. Este es de un amigo mío: Río Ventura. Era un buen chaval, fue a mi clase hasta que dejé el colegio. Escribía bien y siempre me dejaba sus poemas. Me acuerdo que estaba obsesionado con ganar el premio Hiperión de poesía. Se presentaba todos los años, cada vez con mejores poemas. Pero no tenía suerte. Aunque a lo mejor no tuvo suerte cuando lo ganó. Sus padres dijeron que estaba muy tranquilo y contento pero cuando llegó a su casa se metió todas las pastillas para la tensión de su padre. Bueno, le dejo una para aquella noche. Eso y un mensaje que decía: "Lo he conseguido cabrones". Era un buen tipo. Su madre dijo que le bajó el pulso hasta que se le paró el corazón. Yo lo sé porque estaba escuchando al otro lado del teléfono cuando hablaba con mi madre. Me gusta escuchar en los teléfonos aunque no se diga nada interesante. Era un buen amigo. Por eso me fui a su casa con el bate de béisbol y destrocé el coche de su padre. Necesitaba decirles como lo sentía. Creo que no lo entendió porque me puso una denuncia y casi me encierran... pero sé que tú lo hubieses agradecido compañero del alma, tan temprano.
No ha faltado ningún día desde aquel, hace una semana, en que no vino. También es verdad es que yo he faltado un día y no sé si vino. Yo creo que sí vino. Aunque yo no estuviera. No quisieron comprender que tenía que coger mi tren como todos los días. Mira que intenté decírselo. Querían llevarme a no sé que análisis donde la gente tiene sonrisa falsa. Tampoco se salieron con la suya. Me tuvieron que llevar a que me curaran la mano rota. ¡No estaba casi dura la pared!. Mira que les había dicho que tenía que coger el tren. Pero ellos ni caso. Luego dicen que si soy incapaz de expresar sentimientos y sensaciones, que soy como un minusválido. Son unos mierdosos. No me dejaron ir. Pero me da igual, ya queda poco para que lleguemos a la estación y de nuevo estará sentada en su sitio. Siempre se sienta en la misma ventana, como yo. Tal vez ella también tenga su propio psiquiatra. Ya viene. Ya está mi tren parado. Entra el suyo por el túnel justo a su hora. Todo cumpliéndose en un instante. Dije: Todo, completo. ¡Las doce en el reloj!.
Aquí está otra vez. Hoy lleva el jersey granate que tanto me gusta. Hoy... ¡me ha mirado!. ¡Me ha mirado y sonríe!.
Ya no está, ya se han despedido nuestros trenes. No quiero volver a verla. No sé por qué, pero no quiero volver a verla. ¡Maldita sea, por qué tenías que mirarme!

Hoy los días se rompen como si no existiera el tiempo, la mañana no amanece y, el sueño, ya no es el sueño.

Tal vez debería decirle al tipo de la bata blanca que por primera vez he creado mi propio verso... pero no. No le voy a dar la satisfacción de creer que me está curando.

Julio César Ramos