"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

miércoles, 18 de julio de 2012

Katty

Un nuevo relato de Blanca Miosi, que no dejo de tener presente en los últimos tiempos. Por algo será.
He escogido este relato que me emocionó cuando lo leí.

Refrescáos con él.

Katty
Escuchar el sonido de los pajarillos que hacían de cada madrugada un evento familiar, no restaba el temor de encontrarse en un lugar extraño, ni levantarse todos los días cuando la penumbra aún no abandonaba el cielo y sentirse ajeno; ajeno en costumbres, extraño en despertares. ¡Cómo añoraba volverse en la cama y tocar el cuerpo tibio —y a veces demasiado caliente— de su mujer!, gorda ya, a los cincuenta, pero que él veía como cuando por primera vez le abrió la blusa y le subió el sostén porque estaba apurado, porque necesitaba, requería, deseaba, ver cómo eran los senos que lo obsesionaban, de los que sólo podía vislumbrar la punta de los pezones a través de la telas que actuaban como dos murallas infranqueables: la del dichoso sostén que, después se dio cuenta, no sostenía nada, porque sus pechos se alzaban con la misma gracia que dos cúpulas bizantinas; y la de la blusa, siempre cerrada, como si las quisiera resguardar del avance enemigo. Sí, del avance enemigo como el que tarde o temprano habría de enfrentar en aquella guarnición remota.

Dos años destacado con un cuerpo de soldados en un rincón perdido, porque la paga era buena y le habían prometido una jubilación excelente. Donde la única mujer a la vista era la vieja que preparaba los sofritos aderezados con grasa de pollo, a los que él casi se había acostumbrado sin que su estómago se resintiera. La vieja con canas hasta en los bigotes que lo saludaba con un golpe en la mano de su cuchara de palo, enorme y renegrida de tantas malas lavadas, anticipándose a su próximo movimiento: ¡deje eso ahí! Gritaba con su voz gorjeante, parecida a la de los escasos pajarillos que merodeaban por la colina, buscando quién sabe qué de un terreno yermo con sólo dos árboles vetustos.

Pero esa mañana el cucharón de Katty no salió al encuentro de su mano. La cocina estaba vacía. «La vieja no viene hoy ni mañana», le dijeron. Nadie supo dar más información. Esa noche se revolvió en su colchón pensando en ella, en sus golpes, en su voz atiplada y chillona que parecía desbordarse cuando cantaba y que terminaba en los mentados gorjeos de los que ella parecía enorgullecerse. No notó hasta el tercer día que de veras la extrañaba. No a ella. No. Era la presencia de una mujer, aunque fuese vieja, porque las mujeres tenían su propio modo de hacer las cosas, porque los pasos de una mujer, porque los sonidos de las ollas hechos por una mujer, y los golpes dados por una mujer, no tenían nada que ver con los de un hombre. Y hasta ese momento la presencia de una mujer en el campamento había significado un lazo con todas las demás. Con la suya, la que dormía a su lado en casa y a veces estaba tan caliente que golpeaba su espalda con los talones. La vieja Katty representaba todas las mujeres del mundo, y hacía una semana se había ido y él deseaba tenerla cerca, más que nunca, más que cuando su mujer fue por una semana a casa de su madre. Pero pasaban los días y Katty no regresaba.

Una semana que no dormía, y apenas probaba bocado de las latas que el reemplazo, un tipo flaco y escuálido, se afanaba en abrir como un experto. «Esta es comida saludable, libre de gérmenes» «Estas son albóndigas empacadas al vacío», «en estos lugares debemos cuidarnos...» Más de uno lo mandó a la mierda. ¿A quién le importaba cuidarse en ese agujero? Todos estaban de mal humor, el tipo flaco y escuálido se convirtió en blanco de los insultos que se daban a bocajarro. Antes también se los lanzaban a Katty, pero era divertido. Lo hacían a escondidas o entre dientes, y preferían mil veces las porquerías que lograba condimentar la vieja, al antiséptico contenido de las latas. Todos la querían de regreso pero no lo manifestaban, se presentía en sus gestos, en las miradas a un horizonte plano, sin más árboles que los dos que hacían de quién sabe qué para los pájaros. Y quien esperaba con más ansiedad era él. Sentía que si la vieja Katty no regresaba moriría de mengua. La trataría mejor, haría cumplidos a su comida, le rogaría que gorjease… ¿Por qué nadie decía nada? ¿Volvería algún día? Ya las noches no tenían la mansedumbre que precede a la mañana, cuando sabía lo que le esperaba en la cocina. El canto de los pájaros le traía recuerdos de Katty, de sus pasos arrastrando sus sandalias, tan maltratadas como ella, ¿quién era Katty? Por primera vez se hizo la pregunta. ¿De dónde venía?, ¿tendría marido?, ¿hijos?

Ese día, todos se pusieron de acuerdo sin haber hablado. Tácitamente fueron llegando uno a uno al patio y exigieron una explicación: «¿Dónde estaba Katty?» «¡Queremos a Katty!»

«La señora Katty tuvo que ir a acompañar a su marido al hospital. Está tardando en regresar porque él falleció hace dos días. Mañana vuelve»

Silencio absoluto. ¿Katty era una señora? Fue lo primero que le vino a la mente. Era obvio que sí. Miró a los demás y en sus caras descubrió alegría, satisfacción por la respuesta. Todos empezaron a gritar de felicidad. «¡Katty vuelve!» «¡Katty vuelve!», gritaban como locos, y él también lo hacía. ¿Dijeron que mañana? Esa noche sería como las de antes. Casi un preludio amoroso, esperaría la fría madrugada y estaba seguro de que escucharía el horrible gorjeo que esta vez sonaría a himno.

Mansamente extendió la mano cuando vio a Katty con la cuchara de palo. Ella lo miró con sus ojos como carbones y sonrió con tristeza. No le pegó. Bajó la mirada para ocultar las lágrimas que empezaban a asomar. Él entonces bajó la mano y se acercó a ella. La abrazó. Fuerte, como si quisiera traspasarle todos los abrazos de los hombres, y sintió en sus carnes flojas un cuerpo de mujer. Y Katty, la mujer, la madre, la hija, la esposa, la amante, la prostituta, la joven, la anciana, con el gesto milenario de mujer, le acarició el cabello y lo acunó en sus brazos. De pronto, recobró la compostura, sólo por salvar su honor se alejó de él y le dio un golpe duro, más fuerte que nunca, con la cuchara de palo. Agradecido, él bajó la mirada y se fue con el corazón en su lugar. Sintió que todo era como debía ser.


Blanca Miosi
http://blancamiosiysumundo.blogspot.com.es/

martes, 3 de julio de 2012

El último duelo

Aquí subo un texto de un colega que me ha llamado la atención.
Sin más palabras y sin más dilación, aquí va.


El último duelo- de Jesús Valbuena

Cuando vi los datos del reo condenado en aquellos viejos ficheros me di cuenta de la crueldad que se esconde tras cualquier guerra. Eran las siete y cuarto de la mañana y yo acababa de llegar a la prisión, tras desayunar un poco de café negro con un trozo de pan en el cuartel.

–Tu hombre te espera en la 122. Estos dos te acompañarán.– El sargento se quitó la gorra, se pasó la mano por la cabeza despejada y sacó un cigarrillo de su petaca–. No os demoréis que en el frente os aguardan para la hora de la comida.

Cogí la ficha del reo y comencé a caminar por las galerías de la prisión, escoltado por los dos hombres asignados por el sargento. Con la mirada fija en el final de cada corredor, ajeno a los gritos y a los insultos del resto de presos, ajeno al pestilente olor que desprendían aquellos calabozos llenos de miseria, retrocedí en el tiempo para intentar aminorar la importancia que yo le daba a la presencia de Julián Revenga Martínez en mi corta vida, que apenas superaba los veinte años y que hoy me brindaba el cargo de cabo primero en el Ejército Nacional, a las órdenes de Franco.

–Como me excita cada mañana darle matarile a uno de estos hijos de puta –dijo riendo uno de los soldados que me acompañaban en tan ingrata tarea.

–¡Le ordeno que se calle!– le corté.

“Quizás no sea tan ingrata, al fin y al cabo es la vida la que te va colocando en uno u otro lugar. Y a él lo ha puesto en el lado de los malos”, pensé. Mi madre me contó que fue su madre, la de Julián, la que la ayudó en el momento de dar a luz. Era Navidad y la matrona se había ido a pasar unos días con su familia al pueblo de al lado. Fue su madre, la de Julián, la que se encargó de calentar el agua, de preparar toallas y de cortar el cordón cuando salí de las entrañas de mi madre.

Para llegar a la 122 debíamos cruzar el patio. La mañana en la cárcel era más fría que en la calle, si cabe. Los altos muros de la prisión impedían que diera apenas el sol en ese patio. La escarcha y las placas de hielo sobrevivían más días que muchos de los reos que entraban un día por una puerta y salían por la otra, al día siguiente, para ser ejecutados.

Julián llevaba solo tres días entre los muros de Ocaña. Su único pecado era ser hijo del maestro del pueblo, al que habíamos matado los de mi bando, los buenos, nada más proclamarse el levantamiento. Aún recuerdo las tardes que compartimos Julián y yo en su casa, leyendo y escribiendo en los cuadernos de caligrafía que su padre nos proporcionaba. Cada tarde, después de la escuela, nos afanábamos en rellenarlos con una letra redonda y clara. Su madre nos daba para merendar bizcochos con un riquísimo chocolate caliente, aunque aquella mañana quise creer que el chocolate no era más que veneno de rojos. Necesitaba espantar aquellos recuerdos. Yo era cabo del ejército franquista y él no era más que un rojo, como su padre el maestro. Un rojo envenenado, como el chocolate de su madre.

Julián estaba en la cuarta celda después de cruzar el patio. Antes de situarme frente a sus rejas me ajusté bien la gorra, tapando cuanto pude mi cara con la visera. Me eché la capa a los hombros y agarré con fuerza las cinchas de mi fusil. Ya frente a él, pronuncié su nombre con la autoridad que me daba ser cabo en el ejército de Franco. Julián se levantó del suelo y se agarró a los barrotes de su celda. Me sorprendió la dignidad que exhibía debajo de esas ropas sucias, rotas, empapadas en sudor. Julián estaba descalzo. En torno a su pie jugueteaba un pequeño ratón de color pardo, al que apartó de una leve patada.

A nosotros, tras la merienda, nos gustaba salir a jugar fuera. Nos gustaba jugar a los duelos. Con varias tablas de un mueble viejo, Julián y yo construimos un precioso revólver para cada uno. Entonces era precioso, hoy no dejarían de ser cuatro tablas preparadas para la muerte de la inocencia. En el descampado que había frente a su casa nos colocábamos espalda contra espalda. Entonces empezábamos a contar hasta diez. Cada número, un paso. Era una cuenta atrás eterna. Emocionante. Casi tanto como las que se narraban en los libros que nos prestaba su padre en la escuela. Al llegar al número diez, ambos dábamos un giro de 180 grados. Uno frente al otro. Dos niños frente a la muerte. Ahí entraba en juego nuestra imaginación: moría el más lento. Mataba el que menos tardaba en guiñar un ojo. Nuestros párpados eran los gatillos de nuestras armas. Un guiño, una bala. La muerte.

–Sígame, por favor –le dije abriendo las rejas de su celda.

–¡Y tú mírame a la cara, si todavía te quedan cojones! –respondió.

Lo saqué de la celda de un culatazo. Él agachó la cabeza y empezó a andar con las manos a la espalda, sin rechistar. Yo le seguía de cerca. Tras de mí, los dos hombres que me había asignado el sargento. Nuestro desfile por los corredores de la prisión provocó un silencio ensordecedor en todas y cada una de las celdas. Apenas se escuchaban las oraciones que susurraban los reos que rezaban por el alma de Julián.

Cuando uno guiñaba el ojo, el otro caía al suelo, fulminado. La madre de Julián nos solía reñir: “¡Al final os vais a hacer daño!” Nosotros reíamos sin parar y acabábamos a tiros ficticios por el descampado: “¡Pum, pum pum!”

Al cruzar el patio Julián se paró en seco e intentó girarse. Se lo impedí de una patada. Noté como mis botas impactaban con sus huesos, apenas recubiertos de pellejo.

–¡Venga coño! ¡No me lo pongas más difícil!

Seguimos andando hasta alcanzar la puerta de la prisión. Desde allí, caminamos otros dos kilómetros, más o menos, hasta la tapia del cementerio. Mis dos esbirros colocaron a mi amigo de espaldas a la pared y regresaron junto a mí. Les ordené colocarse detrás. Obedecieron, sin más. Agarré el fusil y apunté a Julián, que no dudó en aguantarme la mirada. Como cuando éramos niños.

Empezaba a amanecer. El cielo enrojecía con la aparición de los primeros rayos de sol. Las piernas me temblaban, el dedo índice no atinaba en el gatillo.

–¡Venga! ¡Dispara, valiente! –gritó Julián.

Pero no disparé. Al menos a tiempo. Con la mirada de Julián clavada en mis ojos, yo guiñé el derecho y no disparé hasta que no cayó al suelo. El balazo hizo un pequeño rasguño en la tapia del cementerio. Julián, tumbado en el suelo, no se movía. Como cuando niños, supo fingir muy bien la muerte. Sin embargo, dos disparos rompieron el tenso silencio que ambos manteníamos en nuestro último duelo.

–Señor, me pareció que respiraba. Por eso he decidido rematarlo.

–Volvamos a la cárcel, a ver si hay chocolate caliente –dije yo.
Jesús valbuena