"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

viernes, 24 de febrero de 2012

La mensajera


Desde hace tiempo tengo ganas de leer relatos de una joven escritora que se va haciendo hueco con su buen hacer. Por ahora lo poco que he leído me está atrayendo. Se llama María Martínez, Anxana en su blog que recomiendo encarecidamente, y sus textos vampíricos y fantásticos (lo poco que he leído suyo por ahora) contrastan con la alegría que destila en conversaciones virtuales.
Habrá que seguir conociéndola.



LA MENSAJERA

Despertó de golpe, con el corazón desbocado y la sensación de estar siendo observada. Se llevó una mano al pecho, como si aquel gesto pudiera tranquilizar su agitada respiración. Miró a su alrededor con aire aturdido, intentando recordar donde se encontraba. Parpadeó para aclarar su visión borrosa, y poco a poco reconoció los muebles, las cortinas, la chimenea que calentaba la estancia… Estaba en su habitación.
Arrebujada bajo las mantas trató de volver a dormir, pero una extraña inquietud se alojó en su pecho, un presentimiento, un temor impulsivo que le encogía el estómago.
Un lobo aulló cerca de allí, otros se unieron a él formando un coro siniestro, lastimero. Giró hacia la ventana a tiempo de ver como algo se apartaba del cristal. Se asomó casi con miedo. La luz de la luna se filtraba a través de los jirones de nubes que arrastraba el viento, desde allí el bosque resultaba espectral, cubierto por un manto impoluto de nieve.
Forzó la vista intentando distinguir qué era aquello que se alejaba con dificultad. Parecía una mujer portando un gran fardo bajo el brazo, y se arrastraba como si estuviera muy débil. Abrió la ventana y la llamó, pero fueron los lobos los que respondieron a su grito. Los vio corriendo entre los árboles, acechantes, cada vez más cerca de aquella pobre mujer.
Tomó la lámpara de aceite y salió al pasillo envuelta en una toquilla, la madera fría crujió bajo sus pies. Empujó la puerta y sin hacer ruido penetró en la habitación de su padre. Se movió con cuidado, mientras contenía la respiración, escondiendo sus pasos bajo los ronquidos del hombre; si se despertaba, no la dejaría salir. Cogió la espada y abandonó de puntillas el cuarto.
Sus pies se hundieron en la nieve y con esfuerzo comenzó a avanzar. El vaho de su respiración se condesaba a su alrededor, como una densa nube que parecía cristalizarse por el frío intenso de aquellas horas intempestivas. Usó la espada como bastón y pronto llegó a la primera línea de árboles. El sudor le regaba el cuello, congelándose a lo largo de su piel.
El viento sopló con fuerza enmarañándole el pelo. La nieve se arremolinó a sus pies, borrando las huellas que la mujer iba dejando y también su propio rastro. Avivó el paso, el aire le quemaba los pulmones y cada jadeo se convirtió en una dolorosa punzada en el pecho.
Unos ojos dorados surgieron de la nada como un fogonazo, para volver a desaparecer de la misma forma. Un poco más adelante otro par de ojos la observaban sin ningún disimulo. Gruñidos hambrientos sonaron a su espalda, se giró empuñando la espada, dispuesta a usarla contra aquellas bestias. Lanzó una mirada de advertencia al lobo de pelo negro y éste se encogió gimiendo. Apretó los dientes y le dio la espalda al animal, canturreando un hechizo que la protegiera del peligro.
Se llevó una mano al cuello y echó en falta su amuleto, mal augurio. Intentó no pensar en ello y continuó buscando a la mujer, no podía estar lejos; parecía enferma, a punto de desfallecer.
El murmullo de la corriente del rio flotó hasta sus oídos, acompañado de un extraño chapoteo, un compás rítmico e inquietante al que siguió hipnotizada. La encontró junto a la orilla, arrodillada sobre una piedra lavaba unas telas en las frías aguas.
–¡Mujer! –la llamó, ésta no le contestó.
Se acercó muy despacio y se arrodilló a su lado. Vestía una capa gris con una capucha sobre la cabeza. Intentó verle el rostro, pero la larga melena rubia lo cubría por completo.
–¿Te encuentras bien? –preguntó. De nuevo el silencio por respuesta.
Se inclinó un poco más sobre ella, intentando ver que era aquello que restregaba contra la piedra con tanta dedicación. Palideció al reconocer su vestido, el mismo que había llevado durante todo el día, y mientras intentaba comprender que estaba ocurriendo, el agua se tiñó de rojo. Olía a sangre y la sangre brotaba del vestido.
Una idea aterradora tomó forma en su mente, la leyenda se tornó realidad ante sus ojos. Tragó saliva para aflojar el nudo que le oprimía la garganta. Posó una mano sobre el hombro de la joven y, muy despacio, sujetó la capucha que le cubría la cabeza. La retiró, y una larga melena surgió en cascada hasta el suelo.
De repente la mujer se giró hacia ella y el tiempo quedó suspendido. Ahogó un grito con las manos y se puso en pie, observando con estupor aquel rostro pálido como un cadáver que le devolvía la mirada, un rostro bañado en lágrimas que brotaban de unos ojos enrojecidos por el dolor y el llanto, tan fríos como un lago helado.
La mujer se puso en pie y extendió sus brazos hacia ella, entonces pudo ver el blanco sudario que la capa cubría. Dio un paso atrás alejándose del abrazo fatal de aquel espíritu de la naturaleza. Su instinto la urgía a correr, a alejarse de allí, pero el miedo la tenía paralizada; y mientras sentía el corazón a punto de estallar dentro del pecho, la mensajera de la muerte se elevó en el aire y de su garganta brotó un triste a la vez que hermoso lamento, un gemido lastimero que acabó transformándose en un alarido penetrante que le heló la sangre. Entonces, con la misma gracia con la que se había elevado en el aire, se lanzó a la fría corriente y desapareció bajo las negras aguas del arroyo.
Los lobos surgieron de las sombras en las que se ocultaban y comenzaron a aullar formando un coro macabro. Dio media vuelta y echó a correr, huyendo de aquella pesadilla. Sabía lo que significaba aquella aparición, la muerte la rondaba.
Los pies se le hundían en la nieve, la hojarasca y las ramas caídas que había bajo el hielo crujían a su paso. Aunque ella sólo podía oír el palpitar de su corazón desbocado y como la respiración le silbaba en la garganta. Sentía como si sus pulmones estuvieran llenos de fuego.
Miró en derredor, asegurándose de que los lobos no la seguían…cuando los vio. Tres hombres avanzaban en su dirección. Corrió hacia ellos, tropezando con las piedras y golpeándose con las ramas, pero al reconocerlos se paró en seco. Giró sobre sus talones tratando de huir antes de que la descubrieran, y chocó contra algo que la hizo caer de espaladas. Una mano áspera y fría la agarró por el cuello y tiró de ella hasta ponerla en pie.
–¡Vaya, vaya, mirad lo que acabo de cazar! –dijo Brian O`Connor, hijo del noble que gobernaba aquellas tierras. La miró con desprecio–. Una bruja. La bruja que ha traído la mala suerte, la hambruna y la desdicha a nuestras tierras.
–Yo no provoco esas cosas, sois vos y vuestro libertinaje.
–La mala suerte se instaló en mis tierras con tu llegada, arpía. Llevas el estigma de las hechiceras, al igual que lo llevaba tu madre –le espetó, agarrándola de su cabellera roja como el fuego–. Y ahora la acompañarás al mundo de los muertos, donde tu magia no dañe a mis buenas gentes.
De un zarpazo Brian le rasgó las ropas, ella intentó cubrirse, pero él volvió a golpearla.
Los dos soldados que acompañaban al joven rompieron a reír, mientras posaban sus ojos lascivos en partes de su cuerpo que ningún hombre había visto antes. En segundos la despojaron de su atuendo, desnuda bajo la luna su cuerpo fue mancillado, y bajo el filo de la espada su pecho exhaló el último aliento. Lo arrastraron por la nieve hasta el arroyo y lo hundieron en las aguas heladas atado a una piedra.
Brian O`Connor regresó a su castillo y los días se sucedieron. El invierno dio paso a la primavera, la primavera al verano, y Mabon trajo el otoño. Con el solsticio de invierno llegaron las primeras nieves y el ritual de Yule se celebró. Durante la noche del festival, Brian O`Connor se adentró en el bosque junto al druida y un par de soldados. Debían elegir el árbol sagrado que ardería en el próximo solsticio y regarlo con sangre en un sacrificio. Tras cumplir la ceremonia, Brian se acercó al arroyo para lavar la sangre de sus manos. Un rítmico chapoteo llamó su atención. Tras unos arbustos descubrió a una mujer vestida con una capa gris, lavaba ropa junto a la orilla, la ropa de un bebe.
Regresó a su castillo con una extraña sensación, un presentimiento. Se acostó en el lecho junto a su esposa, pesadillas ocuparon sus sueños. Cerca del amanecer un grito horrendo lo despertó, un gemido lastimero que al oírlo le partió el corazón. Corrió a la ventana y vio como una figura envuelta en una capa gris se alejaba con esfuerzo sobre el manto de nieve. Ese mismo día enterró a su hijo.
A la noche siguiente, aquel aullido premonitorio volvió a helarle la sangre. Abandonó la cama y a través de la ventana vio a la misma mujer perdiéndose entre los árboles. Salió semidesnudo del castillo, corrió descalzo sobre el hielo tras aquel fantasma de otro mundo, pero no lo alcanzó. Regresó a su habitación cansado y afligido, se tumbó junto a su esposa y la abrazó. Notó su cuerpo rígido, frío, ni el más leve palpitar lo agitaba. Ese día la enterró junto a su hijo.
Llegó la noche. Brian se armó con su espada y a lomos de su caballo se adentró en la espesura en busca del espíritu. Los aullidos de los lobos lo seguían en su peregrino viaje, cada vez más cerca, cada vez más hambrientos.
Llegó al río, ató su montura, y con la espada empuñada fue en busca de la banshee, ya no tenía dudas sobre lo que era. La encontró arrodillada en la misma piedra, y con dedicación lavaba una camisa manchada de sangre. El agua se tiñó de rojo hasta que todo el cauce tuvo ese color. Brian reconoció la prenda, era suya. Blandió la espada dispuesto a asestarle un golpe al hada oscura, pero ésta se puso en pie a una velocidad sobrenatural y lo enfrentó, taladrándolo con una mirada llorosa, enrojecida, que reflejaba la mayor de las penas.
La espada resbaló de sus manos y golpeó el suelo con un sonido sordo. Sus ojos desorbitados no parpadeaban, estaban fijos en aquel rostro pálido y cadavérico, enmarcado en una cabellera del color del fuego.
–¡Tú, bruja! –susurró muerto de miedo.
–Bruja –repitió ella con un sonido inquietante–. ¿Sabes qué le ocurre a una bruja cuando escucha el lamento de una banshee, Brian O`Connor? Que no muere, renace, una nueva banshee viene al mundo. Tú me hiciste sufrir y ahora tú sufres, pero el castigo no será sólo para ti. Mis lamentos anunciarán la muerte de todos aquellos a quienes amas. Mi camino se une al de tu familia para siempre, pero tú no podrás verlo. Esta noche te reunirás con tu mujer y tu hijo en el Annwn.
Se elevó en el aire, extendió los brazos como si quisiera abrazarlo y profirió el grito más profundo y desgarrador que jamás hubo escuchado nadie. A continuación se lanzó a las aguas teñidas de sangre y desapareció bajo ellas.
Esa noche, Brian O`Connor murió devorado por una manada de lobos.




María Martínez

http://anxana.blogspot.com/

domingo, 12 de febrero de 2012

El ladrón de compresas (fragmento)


Aquí os dejo un fragmento de "El ladrón de compresas", sugerente título de otra de las novelas con que nos obsequia Sergio G. Ros, infatigable donde los haya.
No necesita más presentación, porque ya se ha hablado de él (y se hablará más) pero el poco tiempo que llevan sus novelas en Amazon está ayudando a valorar positivamente su forma de escribir, rechazada en principio por editoriales al uso. No hay más que ver el tirón de ventas de esta misma novela.
Ale, a leer la angustiosa historia de un secuestro...

El ladrón de compresas

MIÉRCOLES

1
Es curioso; de pequeña me encantaba esconderme en los recovecos de la antigua casona de mi abuela, allá en la sierra. Me fascinaba aquella soledad artificialmente creada, efímera, donde era más consciente de mí misma. Podía “sentirme” rodeada por el silencio y por la oscuridad de mis escondites. Era agradable poder percibir mi propia respiración o el latido de mi corazón.
Pero había algo que me gustaba aún más: el poder que ejercía sobre las personas que me querían. Me ocultaba para infringirles algo de dolor, una especie de venganza infantil provocada por un enfado ocasional cuando era castigada por causas que creía injustas. Entonces disfrutaba. Allí, acurrucada en mi guarida, los escuchaba llamarme, primero en tonos de voz que lindaban el juego o la indiferencia. Después de un rato aquellos timbres derivaban en gritos, tintados de preocupación, de nerviosismo. Se oían pasos agitados, sillas movidas, chirridos de puertas abiertas precipitadamente… pero yo no aparecía: era mi momento estrella. Me sentaba con el rostro apoyado entre los muslos, las piernas rodeadas por los brazos, y trataba de no hacer el más mínimo ruido. Tensaba la cuerda al máximo. Y, cuando el clímax era insostenible, cuando rayaba el llanto o se descolgaban los teléfonos, entonces y sólo entonces, salía de mi escondrijo y corría al encuentro de mis padres, hermanos o abuelos. Durante unos minutos, durante horas quizás, había ejercido un extraño poder sobre ellos. Era dueña de aquella realidad, la creaba y la destruía a mi antojo.

Pero ahora es distinto.

Me llamo Sofía Jiménez, tengo veinte años, y he sido secuestrada.
Mi captor me tiene encerrada en una habitación donde huele a viejo, como si todo el aire estuviera viciado. En cierta manera estoy escondida, oculta de mis padres, de mis hermanos, de mis amigas… de la gente que me quiere, como cuando era pequeña. Salvo que ahora, no puedo oír sus gritos, ni sus pasos, aunque sé que me estarán buscando. Por eso digo que es curioso, estoy oculta al igual que cuando era una niña pero la situación es bien distinta. Porque aunque pueda escuchar mi respiración y el ritmo de los latidos de mi corazón, he perdido el control. He perdido el poder. Aunque oyera gritar mi nombre no podría salir de mi escondite y correr hacia ellos. No, no podría.
Sólo me queda llorar.
Tampoco sé exactamente el tiempo que ha pasado desde que me secuestró, creo que cuatro días, quizás tres.
Estoy unida a la pared por una cadena.
Es una cadena gruesa, pesada, metálica. Muere en un grillete que me está haciendo polvo la muñeca derecha. Ese cabrón ha calculado la distancia hasta la puerta, y aunque me estire no puedo llegar, es imposible. Ni siquiera alcanzo el único mobiliario que hay, situado en el lateral de la habitación cerca de la puerta que está en la esquina izquierda, una silla y una vieja mesa de escritorio, casi tan viejos como el cuadro que está clavado en la pared de enfrente, iluminado por la bombilla solitaria que cuelga sin gracia del techo y que crepita de cuando en cuando. El cuadro refleja una antigua tabla periódica. Tampoco le presto mucha atención, siempre he odiado la química. Para mí es de locos creer en los electrones, los átomos y todo eso. Es casi una cuestión de fe, y no soy muy creyente, pero me lo estoy planteando. Entre llanto y llanto me da por rezar, aunque sólo me sepa el Padrenuestro, el antiguo, ése que habla de los deudores.
Entonces reparo en una cosa. Estoy casi desnuda, en ropa interior. No recuerdo cómo ocurrió, pero ese fulano tuvo que quitarme la ropa. Debió ocurrir cuando estaba inconsciente. Al menos, podría haber estado depilada, el vello rizado asoma por los laterales de mis bragas, unas bragas marrones feísimas, por cierto. “Eres gilipollas” ―me digo a mí misma― sólo a ti se te ocurre pensar en la depilación en una situación como ésta. Y me río, es una risa histérica, desesperada y triste. Triste porque nadie puede escucharla.
Y de repente vuelvo a coger el hilo de mi pensamiento original, justo antes de que se me fuera la pinza, cosa que me ocurre a menudo. Mis pantalones y mi suéter están ahí mismo, sobre el respaldo de esa silla polvorienta. Se me ocurre una idea, aunque sé que es imposible que el tipo que me ha secuestrado no haya reparado en ella. “Tonta, no puede ser tan necio” ―me digo. Sin embargo, mi pecho se inflama con la esperanza. Me levanto y camino hasta tensar al máximo la cadena. Estoy descalza y la puta cadena pesa, y mucho. Nada, que no llego. Con el brazo derecho extendido, levanto mi pierna izquierda y la despliego con las puntas de los dedos intentando llegar a la silla. Por poco, casi. Descanso un poco y lo vuelvo a intentar. Una, dos, tres veces. Me tiemblan los hombros, los brazos, la pierna de apoyo…todo. No sé cuanto tiempo estoy así, en esa postura incómoda. Pero al final acabo en el suelo, llorando, exhausta.
Después de un rato, cuando se han secado las lágrimas, me levanto, miro hacia la silla con rabia y lo intento de nuevo, alargo la pierna izquierda, agitando mis deditos con las uñas pintadas de rosa y entonces lo consigo. Logro acariciar los vaqueros, y aprieto los dedos aferrando la tela de mis pantalones. Y temblando los sacudo, levemente de arriba hacia abajo. Nada. Aprieto los dientes y vuelvo a hacerlo. Otra vez. Sintiendo un fuerte dolor en la parte de atrás del muslo soy capaz de lograr una sacudida más fuerte. Y entonces ocurre. Y no puedo creerlo.
Mi teléfono móvil ha caído de uno de los bolsillos. Está ahí mismo. Ha quedado entre el respaldo y el asiento de la silla.
Las siguientes horas las paso forzando al máximo mi cuerpo. Me reprocho una y otra vez mi falta de forma. He perdido la elasticidad, esa maravillosa elasticidad que tenía cuando era pequeña, cuando mis padres me llevaban a las competiciones infantiles de gimnasia rítmica, maquillada como a mí me gustaba, con colores chillones que convertían mi rostro en la cara de una pantera. Y a pesar del dolor, sonrío. Siento el sudor que perla mi frente y toda mi piel. Y estiro, estiro hasta que no puedo más. Llego al límite, hasta al punto donde creo que voy a desmayarme. Y sin saber cómo, lo noto. Siento el frío tacto del teléfonol entre los dedos de mi pie izquierdo. Con sumo cuidado, convulsionada por el dolor, intento traerlo hacia mí. Va a ser difícil, he metido el pie por el hueco que hay entre el posabrazos y el culo del asiento, toda mi pierna tiembla descontroladamente, la rodilla de la pierna de apoyo, la derecha, gime de dolor. Pero lo estoy consiguiendo, poco a poco. Casi está. Entonces ocurre lo peor.
Pasos que se acercan.
Quiero gritar, deseo gritar. El terror me invade, el pie se descontrola y tropieza contra el posabrazos. El móvil está a punto de caer y aprieto mi dedo gordo, lo cierro contra los otros dedos lo más fuerte que puedo. Miles de pensamientos se pasan por mi cabeza en menos de un segundo. El último es la monda: me reprendo a mí misma por no tomar clases de pintura para minusválidos, esos que se ven en reportajes de la tele haciendo cosas impensables con los dedos de los pies.
Los pasos se hacen más fuertes. Se acerca. Estoy totalmente fuera de mí. Empiezo a apretar con el dedo gordo los botones del móvil intentando acertar al de llamada, pero es muy pequeño. Mi uña se clava en el botón central, creo. Aprieto, aprieto… el pie se ha liberado del maldito posabrazos, acerco el aparato hacia mí, y continúo pulsando por el camino. No lo hago de manera consciente, es una mezcla de los escalofríos provocados por el miedo y los temblores derivados del dolor. El móvil hace ruidos, se activan cosas. ¿Estará llamando? No oigo la línea, sólo los pasos.
Y de repente la puerta se abre, y el móvil cae al suelo.
Él se acerca; es un tipo corpulento, grande. Lleva un verdugo en la cabeza, de esos que sólo dejan ver los ojos y la boca. Recoge el móvil del suelo y frunce los labios mientras pulsa los botones. Supongo que quiere comprobar si he conseguido llamar a algún sitio. Sin decir nada avanza, estira su brazo hacia mi cara y por un momento pienso que va a golpearme. Percibo el espray con el que rocía mi rostro.
Todo se hace oscuro.

Sergio G. Ross

http://elalmaimpresa.blogspot.com/
http://www.amazon.es/compresas-detectives-cargada-suspense-ebook/dp/B005Z4RV7G

lunes, 6 de febrero de 2012

El enigma de los vencidos (fragmento)


Armando Rodera se encuentra en plena ascensión.
Hace pocos días se anunció que Ediciones B ha elegido esta novela suya, "El enigma de los vencidos" para su formato digital, B de books, lo que, unido a la extraordinaria trayectoria que lleva en Amazon junto a su otra novela "El color de la maldad", lo hacen escalar puestos como si de una bala se tratase. Y pienso que lo merece,a pesar de haber leído poco suyo. Además, la próxima primavera la propia El enigma de los vencidosserá impresa en papel...
Y ya para colmo, resulta que nos hemos cruzado por los pasillos del insti en una época pasada...así que, en fin, no puedo dejar de dedicarle esta entrada, vaya.

Aquí os dejo este intrigante fragmento, con prosa ágil y bien escrito. Un cafetito y a leer.

El enigma de los vencidos

No pude discernir bien lo que allí se nos mostraba. Un engendro mecánico, con multitud de partes diferentes casi incomprensibles, se plantó delante de nuestros ojos. Sólo al exhibirse en todo su esplendor pudimos contemplarlo con más calma. Se trataba de una especie de tablero primigenio, rectangular, que ocupaba prácticamente la mitad de la maqueta original. Era algo extraño. Se asemejaba a un juego de mesa, y pudimos distinguir unos caminos pintados, con casillas de diferentes tamaños y colores, en plan juego de la oca pero muchísimo más complicado. En algunas casillas se veían pequeñas maquetas a escala asemejándose a edificios antiguos. En ambos laterales se apreciaba también una suerte de túnel donde se encontraban dos bolas metálicas, a imagen y semejanza de las máquinas de petacos que tanto gustaban a los niños.
En el centro mismo del tablero había surgido una pieza muy extraña que no supe descifrar en ese momento. De la misma brotó una pequeña caja que quedó a nuestra merced en pocos segundos. Desde luego aquel cacharro era un prodigio mecánico, digno del mejor ingeniero, y nos había dejado completamente alucinados.
La cajita estaba forrada de una tela muy suave, en color azul. La abrí lentamente sin saber bien a qué me enfrentaba, aunque necesitaba averiguarlo. Los chavales se habían quedado mudos y me dejaron hacer, temerosos del resultado por sus gestos nerviosos. En el interior de la caja me topé con dos dados muy pulidos, uno de color violeta, y el otro amarillo con vetas rojizas. Estaban pulcramente tallados, en un material que no supe discernir a simple vista, pero que brillaba una barbaridad. Al tacto eran suaves pero a la vez daban la sensación de ser duros y fuertes. Tenían seis caras, como todos los dados, pero con una diferencia con los considerados normales. En una cara no había nada serigrafiado, se encontraba en blanco, mientras en las demás caras distinguí los números desde el uno hasta el cinco, siempre con puntitos de color negro marcados en la superficie.
Al lado de los dados hallé dos fichas con sus mismos colores. O en ese momento intuí que eran fichas, debido a la similitud que había creído encontrar entre el artilugio y un juego de mesa tradicional, aunque como ustedes pueden comprender sólo era un parecido razonable. Las fichas, por así llamarlas, se asemejaban a dos animales mitológicos, aunque no era capaz de encontrarle sentido alguno a aquellas formas infrahumanas.
Me fijé más detenidamente en el supuesto tablero y noté que tenía dos salidas, cada una pintada con los mismos colores hallados en las restantes piezas. Era sumamente curioso; me fijé que si partíamos de cualquiera de las dos salidas habría que pasar por el resto de casillas de las que podrían denominarse principales, esas más grandes con una maqueta en su interior, antes de llegar al destino, al final de aquel ingenio.
Dicho final era una casilla más grande que las demás, de color verde azulado.
Albergaba algo parecido a un sarcófago, tallado a mano, que se encontraba al lado de un signo rarísimo grabado en la superficie. Reparé entonces en dicho signo, una especie de clave de sol deformada. Se encontraba también dibujado en la tapa de la cajita recién abierta y en algunas otras partes del tablero. Esas coincidencias me chocaron bastante.
Los túneles laterales discurrían por el exterior del tablero, paralelos a él. Noté que seguían dos direcciones y desembocaban en una pequeña abertura situada junto a las dos supuestas salidas. Dos pequeñas bolas de acero esperaban al llegar a esa altura, dispuestas a empezar el juego, o eso me pareció en ese instante.
Pude apreciar entonces que en el interior de la pequeña caja se encontraba un documento doblado. Era una hoja de un papel especial, de alto gramaje y color hueso, muy deteriorada por el tiempo. Tenía palabras escritas pero no las podía leer en aquellas condiciones. Quizás después de todo pudiéramos comprender de qué iba todo aquello que nos tenía completamente ensimismados, casi sin percatarnos del tiempo transcurrido. El mismo signo ya descrito aparecía como marca de agua en la hoja que tenía entre mis manos. Acerqué la linterna y comencé a leer:
“EL ENIGMA DE LOS VENCIDOS:
Reglas:
1 – Cada jugador tomará una ficha y se encaminará a su salida correspondiente, dispuestos a comenzar el juego según el orden que dictaminen los dados, lanzados de manera conjunta para dilucidar el primero en salir. Como comprobarán, el número de jugadores es dos.
2 — Posteriormente se apretará el botón que se encuentra en la parte inferior izquierda del tablero para que las dos bolas metálicas se coloquen en su posición natural, paralelas pero por debajo de las fichas dispuestas en el tablero.
3 – Comienza la partida el jugador que haya sacado más puntuación al tirar ambos dados. En la siguiente tirada ya sólo se procederá con el dado correspondiente a su color.
4 – El dado sólo se puede tirar en el habitáculo específicamente destinado para ello, que se encuentra en la parte frontal del tablero. Si por cualquier motivo el dado sale fuera de dicha zona, habrá que repetir la jugada.
5 – Una vez lanzado el dado se avanzarán tantas casillas como marque su numeración, entre una y cinco en cada caso. Como habrán podido comprobar, la mayoría de las casillas son neutras, no ocurrirá nada, y sólo al caer en algunas de las principales tiene motivo este juego.
6 — Cuando el jugador caiga en una de dichas casillas, decoradas con diferentes motivos arquitectónicos, se le mostrará inmediatamente lo que tiene que hacer a continuación. Sólo avanzaremos que el jugador tendrá que efectuar una prueba para poder avanzar a la siguiente casilla. En caso contrario quedará atascado en esa posición sin poder continuar el juego.
7 – Si no se siguen estas premisas el juego no podrá terminarse, es imposible concluirlo sin cumplir las reglas. Para llegar al final y solucionar el enigma correspondiente tiene que encontrarse tanto la ficha en superficie como la bolita de acero por debajo, en paralelo. Y ésta no se mueve si no se cumple lo anterior.
Hay que seguir los pasos y resolver las distintas pruebas. El dado no funcionará si no se ha pasado una prueba, y sí, podremos mover la ficha con la mano a otra casilla, pero el resto del juego no se activará. Incluso podría bloquearse y
desaparecer igual que llegó.
8 – Sólo si se siguen todas las instrucciones podrá llevarse a cabo esta pequeña aventura. Como verán se encuentran dentro de un pequeño mapa del centro de Madrid, así que el conocimiento de dicha zona ayudará a solucionar los enigmas.
9 – Este juego fue inventado para salvaguardar ciertos secretos que ahora pueden salir a la luz. Sólo usted, jugador avezado, podrá solucionarlo con paciencia, sabiduría y algo de suerte. Si es así, enhorabuena, porque habrá conseguido desentrañar el misterio y devolver todo a su situación natural.

En Madrid, a 25 de julio de 1957. “

No podía creérmelo, aunque lo tuviera delante. Volví a leer punto por punto el texto, todavía sorprendido. Los niños me miraban de hito en hito, sin decir nada, pendientes de mi reacción. Les leí el contenido, mientras sus ojos centelleaban y la boca se les abría de puro asombro.
Decidimos averiguar algo más sobre el juego, por lo que estudiamos detenidamente la maqueta con cuidado de no tocar ningún mecanismo inapropiado. Si hurgábamos
demasiado era posible que pudiera desaparecer de la misma manera que había llegado hasta nosotros, casi como por arte de magia. Al agacharme noté que en la parte inferior del soporte de la maqueta había una especie de resalto; el mismo que había pulsado accidentalmente Rubén, justo en el momento en que la locomotora principal circulaba por la marca ya descrita. Quizás ese era el modo de comenzar la partida, tendríamos que investigarlo a fondo.

Armando Rodera Blasco
http://vivenciasdeunescritornovel.blogspot.com/
http://www.elenigmadelosvencidos.es/