"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

jueves, 25 de julio de 2013

Frases de la novela "La leyenda del bosque que nunca existió"

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Aquí tienes diez frases para ello:


““Permanecieron mirándose inalterables, mientras el silencio del lugar los cautivaba. Entonces aconteció algo que solo lo vivió Dédalo. Duró un instante, aunque para su mente no fue tal: las plantas comenzaron a crecer a su alrededor, de un modo rapidísimo, y en breve se encontraron rodeados de un espeso bosque que los envolvía con su verde manto. No se atisbaba el sol y los pájaros revoloteaban sobre ellos.
—Eres mago —afirmó ella al fin, rompiendo el hechizo. Todo desapareció tal y como había llegado.””

“”Pronto notó que algo le tocaba y cerró los ojos. Los pelillos de la nuca se le erizaron. Un brazo arrugado y con la piel a tiras se posó en su hombro. Y después otro en la espalda, y otro más. Una gran cantidad de extremidades infrahumanas comenzó a agarrarle entre lamentos y quejidos de ultratumba. Ahora sentía el frío tacto de la muerte.””

“”El burro se giró y le lanzó una coz en un brazo que lo hizo voltear y a punto estuvo de nuevo de caer al vacío.
—Animal de bellota… —Se repuso el hombretón ayudado por su compañero, quien logró agarrar por fin a la bestia—. Yo era luchador en mis tiempos, te vas a enterar ahora. —Y le arreó un puñetazo en el morro que lo dejó tendido en el suelo, inconsciente, tal era su fuerza.””



““Comenzó evocando un día, ya lejano, cuando una parte de los cimientos de la nueva construcción del noble cedió, aplastando a unos pobres trabajadores que, según el médico de Egirno, “sanarían con unas cuantas sangrías y algo de reposo”. Y efectivamente poco después se vio que el reposo fue eterno para todos ellos. “”

“”Espoleó su cabalgadura y lanzó un grito de guerra al más puro estilo visigodo. Fue directo a Mérinton, abriéndose paso entre los que comenzaban a saltarle encima desde todos los lados, y de modo raudo los fue esquivando fijos los ojos en su desconcertado combatiente.””

“”El gran astro emergió lentamente ante el joven que se encontraba con los brazos extendidos y el cabello al viento. A sus pies se precipitaba el desfiladero, en su punto más profundo. La brisa se transformó en un vendaval aullador que elevó lejos los susurros del Hechizo más poderoso pronunciado alguna vez en aquellas tierras de nadie y, a la vez, tierra de todos.””


“”—Algo enorme, monstruoso, de largos y afilados colmillos sedientos de sangre, y con una piel correosa y repulsiva. Todo fue muy rápido, no pudimos ver más — masculló como pudo uno de los guardias del mercader, que se desangraba con un salvaje mordisco en el cuello. Después murió en los brazos del enano.””


“”—Necesito que hagas algo por mí —comentaba ella en sus recuerdos, sentada al borde de un pozo en el patio impregnado de aroma a flores primaverales. Colores carmesís alternaban con salpicaduras turquesas y dorados pétalos. Un caprichoso colorido pensado al más mínimo detalle a pesar del falso desorden. Una caótica y vistosa anarquía organizada. Todo para ella…””


“”Se precipitó una nueva descarga, iluminando esta vez el interior del bosque.
—¡No, Etzel! ¡Nadie tiene la culpa! ¡Destruirás su hogar!, ¡tu casa!
—Quiero tu sangre… —dijo el anciano, y abrió de golpe los ojos mientras alzaba su mano derecha con forma de garra y le señalaba al cuerpo.””


“”—¡¡Tabernero!! —gritó nada más entrar y golpear con la puerta al que se hallaba sentado cerca de la salida: cayó de cabeza sobre la mesa de al lado—. ¡Venga esa bazofia de vino para refrescar mi bravo y sediento gaznate o haré puré este tugurio de mala muerte con mi espada!
Se hizo el silencio.
—Ja, este es el listo que faltaba —soltó Orosio, que no podía permanecer callado.””


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jueves, 18 de julio de 2013

Esto no es Hansel y Gretel- de Marta Querol

La estupenda Marta Querol nos enseña esta versión epistolar de un conocido cuento. ¿Te atreves a comerte el chocolate de la casita?

Esto no es Hansel y Gretel

Primera carta
No sé quién eres, pero espero que si encuentras esta carta, nos ayudes. Mi padre es leñador
y vivimos junto a un bosque muy grande. También tengo un hermano, más pequeño que yo,
Hänsel. Bueno, y hay una mujer que debería ser mi madre, pero no lo es. Por cierto, yo me
llamo Gretel. Las cosas están muy mal en casa. Bueno, y en todas partes, por lo que dicen.
Nosotros hace días que no tenemos casi nada para comer. A mi padre lo veo preocupado;
dice que no gana ni para el pan de cada día. Anoche no se podía dormir (¿por el calor? ¿O te
diste cuenta de que tu padre no podía dormir?). Es que la cabaña es pequeña y se oye todo.
Le decía a mi madrastra que no sabía que iba a ser de nosotros, que no quedaba nada para
darnos de comer.
Ella le contestó que lo mejor era llevarnos al bosque, encender un fuego, darnos un
pedacito de pan y luego dejarnos allí solos mientras ellos se van al trabajo. Así seguro que
nos perderíamos, y se librarían de nosotros.
Mi padre es bueno, y eso le pareció horrible. Él no nos quiere dejar allí, porque sabe
que se nos comerían las fieras. Pero ahora manda esa bruja. Le ha dicho que tiene que
hacerlo, o nos moriremos de hambre los cuatro. Le insistió mucho. Incluso le dijo que fuera
aserrando las tablas para los ataúdes. Tengo miedo. Mi padre, al final, ha accedido por ella.
Mi hermano también está muy asustado, porque lo ha escuchado todo, igual que yo.
Me ha dicho que no esté triste, que él me sacará de esta. Es muy listo. Cuando por fin se han
dormido, ha salido al patio por la puerta trasera, y aprovechando que el brillo de la luna
iluminaba unos guijarros blancos que estaban en el suelo, ha recogido un montón hasta
llenarse los bolsillos.
Dice que no nos abandonarán, que esté tranquila, que el encontrará el camino de
vuelta. Yo he preferido escribirlo en esta carta y meterla en un frasco de compota, por si
alguien la encuentra (la carta). Nos buscarás, ¿verdad? Gretel.

Segunda carta

Mi hermano tenía razón. A las primeras luces del día, antes aún de que saliera el sol, nuestra
madrastra nos despertó de malos modos, diciendo que había que ir al bosque por leña. Nos
dio un pedacito de pan, y nos dijo que podíamos comérnoslo a partir de mediodía. Lo tuve
que guardar yo bajo mi delantal, junto al tarro en que metí mi carta, porque Hänsel llevaba
los bolsillos llenos de piedras. Caminamos hasta el bosque. A cada ratito de andar, mi
hermano se detenía para volverse a mirar hacia la casa. Mi padre le reñía por que se quedaba
rezagado. “¡Atención y piernas vivas!”, le decía.
Cómo Hansel es muy listo, (¿ya lo había dicho?), se inventó que miraba un gatito
blanco, que desde el tejado le decía adiós, pero en realidad no miraba el gato, sino que iba
echando blancas piedrecitas a lo largo del camino. Nuestra madrastra le reprendió, y yo
aproveché para dejar el tarro con mi primera carta en el camino.
Cuando estuvimos en medio del bosque, mi padre nos mandó a por leña. “Para hacer
fuego y que no tuviéramos frío”, dijo. Preparamos una gran hoguera, y cuando ya ardió con
llama viva, nuestra madrastra nos mandó a descansar junto al fuego “porque se iban a cortar
leña”. ¡Con toda la que habíamos cortado nosotros! Dijo que cuándo terminaran, volverían a
por nosotros. Nos sentamos junto al fuego, y al mediodía, cada uno nos comimos nuestro
pedacito de pan. Aún estábamos tranquilos, porque oíamos claramente el ruido de los
hachazos, y eso era que padre estaba cerca. Pero lo que creímos que eran hachazos, era en
realidad una rama que habían atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el
tronco. Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, nos quedamos dormidos. Cuando
despertamos ya era noche cerrada. Me eché a llorar. No sabía cómo saldríamos del bosque.
Pero Hänsel me consoló, y me aseguró que cuando brillara la luna, encontraríamos el
camino.
Cuando la luna estuvo alta en el cielo, me agarró de la mano, y gracias a las
piedrecitas que relucían como la plata, fuimos siguiendo la ruta. Tardamos un montón.
Tuvimos que andar toda la noche, y llegamos a casa al amanecer. De camino, recogí mi tarro,
ya que al fin no nos íbamos a perder.
Cuando llamamos a la puerta, nuestra madrastra encima nos regañó, como si nos
hubiéramos quedado allí porque sí. Padre se alegró. Yo creo que le remordía la conciencia
por habernos abandonado. Él no es malo, ¿sabes? No puede serlo. Ahora todo está mejor,
pero seguimos con miedo. Por eso escribo.

Tercera carta

Hemos pasado una época tranquila. Ya ni me acordaba de mi tarro. Pero el hambre ha
vuelto, y la historia se repite. He oído a mi madrastra, mientras estaba en la cama, que le
decía a padre que sólo quedaba media hogaza de pan, y sanseacabó. Otra vez la solución es
deshacerse de nosotros. Nos van a llevar al bosque, pero ahora más adentro, para que no
podamos encontrar el camino.
Padre se ha opuesto al principio, pero ella ni le ha escuchado. Nunca lo hace. Yo
sabía que terminaría por ceder a lo que ella quería. Ya lo hizo una vez, y ahora era más difícil
negarse. Hansel quería salir a por piedrecitas, cómo cuando la primera carta, pero nos han
cerrado la puerta de atrás. Estamos perdidos, aunque mi hermano diga que Dios nos
ayudará. Si encuentras el tarro con las cartas, avisa a alguien para que nos busque. Tengo
mucho miedo. Gretel
………..
Ese día nos despertó temprano, nos dio un pedacito de pan, más pequeño aún que la vez
anterior. Camino del bosque, Hänsel iba desmigando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de
trecho en trecho, dejaba caer pedacitos en el suelo. Padre, nervioso, le empujaba para que
siguiera. Debía tener prisa. Mi hermano volvió a sus excusas. Ahora en lugar de un gato era
una paloma. Pero sólo servían para irritar a nuestra madrastra.
Sembró de migas todo el camino, y yo dejé este tarro, el mismo que ya dejara, y que
ahora encontraron ustedes.
La madrastra nos condujo aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca
habíamos estado. Se repitió el ritual, igual que la vez anterior. La hoguera, la siesta y su viaje a
Nunca Jamás para coger leña y desaparecer.
Casi no comimos. Hänsel había esparcido su pan por el camino y tuvimos que partir
el poco que yo tenía. Despertamos de la siesta al anochecer. Hänsel estaba convencido de
que volveríamos a encontrar el camino gracias a las miguitas de pan. Pero no encontramos ni
una sola. Se las habían comido los pájaros de aquel horrible bosque. Aun así, intentamos
encontrar el camino, pero fue imposible.
Después de un día y medio dando vueltas sin rumbo, y muertos de hambre como
estábamos —hágase cuenta de que sólo habíamos comido unos pocos frutos silvestres
recogidos del suelo y mi trozo de pan—, nos echamos a descansar al pie de un árbol y nos
quedamos dormidos de puro agotamiento.

A la mañana siguiente reanudamos la marcha, pero cada vez nos adentrábamos más
en el bosque. Ya ni hablábamos para conservar el poco aliento que nos quedaba. Tampoco
nos mirábamos, porque en los ojos del otro veíamos el miedo a la muerte cercana.
Fue, creo, hacia mediodía que vimos un hermoso pajarillo, blanco como la nieve,
posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que nos detuvimos a escucharlo.
¿Qué más nos daba ya, si no íbamos a ninguna parte? Cuando hubo terminado, abrió sus alas
y emprendió el vuelo. Parecía una señal, tan blanco, tan bello… lo seguimos. Así llegamos
hasta el lugar en que me han encontrado. Aquí, antes había una casa.
Estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar. Sí,
no les miento. Era un sueño, con el hambre que habíamos pasado.
Hansel se emocionó, y se lanzó a comer, empezando por un pedacito del tejado; yo,
probé los cristales de la ventana. Eran de azúcar, y me supieron a gloria.
Pero enseguida escuchamos una voz suave que procedía del interior: «¿Será acaso la
ratita la que roe mi casita?» Medio idos cómo estábamos, sólo se nos ocurrió decir: «Es el
viento, es el viento que sopla violento», en lugar de salir corriendo. Seguimos comiendo,
ávidos. Devorábamos a dos carrillos cuando la puerta se abrió bruscamente, y salió una
mujer viejísima, que se apoyaba en una muleta. Lo recuerdo cómo si fuera hoy. Nos
asustamos hasta el punto de atragantarnos y soltar lo que teníamos en las manos; pero
aquella vieja nos invitó a entrar, hospitalaria.
Nos cogió de la mano, y nos sentó a la mesa, donde había servida una apetitosa
comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. ¡Imagínese, con el hambre que
habíamos pasado! Después nos llevó a dos camitas con ropas blancas, y nos acostamos en
ellas. Estábamos convencidos de que habíamos llegado al cielo. El pájaro blanco, la señal…
La vieja parecía ser muy buena y amable, pero, pronto descubrimos que en realidad,
era una bruja que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con
el único objeto de atraerlos. Cuando uno caía en su poder, lo mataba, lo guisaba y se lo
comía.
Tenía los ojos rojizos y era muy corta de vista; pero, en cambio, su olfato era muy
fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos sintió nuestra presencia y nos
preparó aquella trampa. Nos acostamos confiados.
A la mañana siguiente, muy temprano, y mientras aún dormíamos, agarró a Hänsel
con su mano seca, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró detrás de una reja.
Entonces vino a despertarme a mí, gritando y sacudiéndome con brusquedad.

Quería que fuera a por agua y guisara para mi hermano. Tenía que engordarlo para…
comérselo. Todavía me estremezco al recordarlo.
Lloré amargamente, pero en vano. Tuve que cumplir los mandatos de la bruja.
Mientras a mi hermano le servía comidas exquisitas, yo no recibía más que cáscaras de
cangrejo.
Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:
—Hänsel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordo.
Pero Hänsel, que no sé si ya se lo he dicho pero era muy listo, en vez del dedo,
sacaba un huesecito, y la vieja, que apenas se veía, pensaba que era realmente su dedo. Claro
que se extrañaba de que siguiera igual de flaco, pero la trampa coló. Cuando, al cabo de
cuatro semanas, vio que Hänsel continuaba sin engordar, perdió la paciencia y no quiso
aguardar más tiempo. Decidió comérselo gordo o flaco.
Fui a por agua, con las lágrimas rodando por mis mejillas. «¡Dios mío, ayúdanos!”,
rogaba. Casi prefería que nos hubiesen devorado las fieras del bosque; así habríamos muerto
juntos. Yo era una niña muy romántica, entonces.
A la vieja bruja no le ablandaron mis llantos.
Por la madrugada, tuve que salir a llenar de agua el caldero y encender fuego. Quería
cocer pan, para acompañar, supongo, y había encendido el gigantesco horno. Salían grandes
llamas.
“Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan”, me ordenó. Le vi relamerse
de gusto mientras me lo decía. Estaba claro, que si mi hermano era el primer plato, yo iba ser
el segundo. Pensé rápido. Me hice la tonta, cómo si no supiera como entrar, y ella se brindó
a enseñármelo.
Metió la cabeza en el horno, y la empujé con todas mis fuerzas. Cayó en el interior y,
cerrando la puerta de hierro, corrí el cerrojo. Le aseguro que todavía puedo oír sus gritos por
las noches. Eché a correr, para dejar de oírla y sacar a Hansel del establo donde estaba
encerrado. “¡Estamos salvados!”, gritaba el pobre sin parar, “¡ya está muerta la bruja!”.
Nuestra alegría era inmensa, pero entonces caí en la cuenta. Seguíamos perdidos. Nadie nos
había encontrado. Y quedaba poca comida. Con la bruja muerta, la casa de bizcocho y
chocolate se convirtió en un amasijo de ruinas inmundas, estás que usted ve ahora, sin nada
en ella para comer. Encontramos estas cajas. Están llenas de perlas y piedras preciosas. De
poco nos sirvieron. No se podían comer.

El horno había enmudecido. Nos miramos, y yo le hice un gesto a mi hermano,
señalando la portezuela que lo cerraba. Le juro que él no quería, pero era la única solución en
ese momento.
Mi hermano nunca lo superó. Se dedicó a vagar por el bosque, buscando un camino a casa,
pero siempre terminaba aquí.
Aprendimos a cazar, y gracias a eso sobrevivimos. Pero él… bueno, siguiendo a un pato,
enajenado como estaba, se empeñó en que podría cruzar el río subido en él.
Le intenté disuadir, pero fue inútil, y en un mal paso, el pato se escabulló y
el cayó,… abriéndose la cabeza.
¿Y dice que fue mi padre el que mandó a buscarnos tras morir aquella horrible mujer
que se decía nuestra madrastra? Pues dígale que no quiero verle nunca más. Era malo ¿se lo
había dicho ya? Y después de… ¿cuánto tiempo ha dicho?
Todo esto es mío ahora, el oro, las perlas... Me lo he ganado.
A mi pobre hermano… no lo busque. Es duro sobrevivir en el bosque.
¿Me dará mi tarro de recuerdo?

Marta Querol
http://www.martaquerol.es/

martes, 9 de julio de 2013

Los restos del abuelo- de Boris Rudeiko

Primer relato del verano que pongo en el blog: Los restos del abuelo, de un escritor amante de los cuentos y antologías varias. Lo poco que he leído de Manuel Navarro, alias Boris Rudeiko en bastante de lo que he leído suyo en foros, denota, como poco, calidad literaria y cultura. Guste o no, lo anterior es innegable.

Sea pues, aquí lo dejo, un relato curioso y probablemente con visos de verdad (o verosímil, al menos) y perteneciente a la novela publicada "Otras cosas que no te conté" del mismo autor.


Los restos del abuelo

El abuelo murió de un infarto un día de febrero de 1941. Había ido a La Alberca de Segura, un pueblecito de la provincia de Jaén, a comprar ganado. Mientras tomaba un plato de lentejas en la pensión donde se hospedaba, sintió una opresión en el pecho, mareos y dolor en el brazo izquierdo. El mesonero acudió a socorrerlo y al comprobar su estado llamó al veterinario. No porque mi abuelo fuera un animal, claro, sino porque el médico que tenía que sustituir al titular del pueblo, que murió de cirrosis, no se había incorporado aún a su nuevo destino. El veterinario, que estaba ayudando a parir a una vaca en una finca situada a una media hora en coche del lugar donde padecía mi abuelo, dejó la vaca a medio alumbrar ante la porfía del posadero. Pese a la prisa que se dio, cuando llegó mi abuelo estaba medio muerto. Le masajeó el pecho con las dos manos, una sobre la otra, le practicó el boca a boca y lo llevó, al fin, en un coche de punto al hospital más cercano, en la ciudad de Jaén. Al ingresar en el servicio de Urgencias, el abuelo estaba más blanco y frío que el mármol de Novelda. Así que el doctor que lo atendió dijo que lo único que se podía hacer por él era la autopsia.

A mi abuela, que lloró y suspiró profundamente cuando le dieron la noticia por teléfono, le entró un hipo que le duró dos semanas, a pesar de la cantidad de agua que bebió aguantando la respiración. Como los trámites administrativos y el coste del viaje eran descomunales para sus escasos recursos económicos, se negó en redondo a trasladar el cuerpo a su ciudad natal y decidió que lo enterraran en el cementerio de Jaén.

Cada año, el Día de Todos los Santos, mi abuela acompañada por mi madre, que tenía a la sazón doce años, tomaban un autobús hasta Jaén. Nada más llegar las dos se dirigían al cementerio, limpiaban la lápida, dejaban un ramo de flores frescas en el suelo, junto a la colmena de nichos, y después de rezar un rosario volvían a casa.

En uno de aquellos viajes mi abuela conoció a Fidel Cuartel, un militar retirado, que perdió un ojo en la batalla del Ebro y a su mujer en un viaje a Palma de Mallorca. Según su versión de los hechos, ella se cayó del barco por el costado de estribor después de vomitar toda la cena, pero mi madre, no sé si por la manía que le tenía a Fidel o porque la historia de la caída al mar no le resultó convincente, pensaba que había sido él quien la había empujado para deshacerse de ella. Fidel Cuartel, que era natural de Jaén, iba también al cementerio cada año, el Día de Todos los Santos. Había hecho construir un panteón de granito y mármol para su difunta esposa, aun cuando el cuerpo de ella habría sido devorado por los peces. Mi madre pensaba que erigió la ostentosa tumba para aliviar sus remordimientos.

Pasados diez años de la muerte del abuelo, este, o lo que quedara de él —es decir, los huesos— debía ser trasladado a una fosa común del mismo cementerio de Jaén, como estipulaba la ley, y así se lo comunicaron a mi abuela por carta certificada por si disponía otra cosa. Ella decidió recuperar los restos y trasladarlos al pueblo para enterrarlos en el panteón familiar, como debía haber hecho cuando murió el abuelo. Tomó el autobús, acompañada como siempre por mi madre, y metió los huesos del abuelo en una maleta de madera de pino que hizo el camino de vuelta en la baca. Nadie conocía el contenido de aquella maleta excepto mi abuela, mi madre y el enterrador de Jaén, que accedió a tal compostura a cambio de unos billetes. Ni siquiera Fidel Cuartel, que se carteaba con mi abuela y la visitaba a menudo, estaba informado de aquel viaje de las dos mujeres y los huesos de mi abuelo.
El autobús fue dejando pasajeros en cada parada a lo largo del camino. Otros subían y se acomodaban en los asientos libres. Mi madre y mi abuela rezaban un rosario tras otro por el alma del difunto abuelo, pues era lo que mandaba el largo luto, y para rogarle a Dios que nadie descubriera el contenido de la maleta de madera de pino. Cuando llegaron al pueblo, después de horas de caminos polvorientos y paradas interminables, marcharon a casa con la susodicha valija. La dejaron en el sótano hasta que hablaron con Don Alejo, el párroco, quien no exigió ningún requisito; les indicó que fueran a ver directamente al sepulturero. Este, un hombre amable a pesar de su desagradable oficio, les propuso que le llevaran la maleta cuando ellas quisieran, que él se ocuparía de todo.

Los restos del abuelo recibieron, al fin, cristiana sepultura en el panteón familiar, donde los bisabuelos ya se habrían convertido en polvo.

Ese mismo día apareció en la casa una mujer, portando una maleta de madera de pino exactamente igual a la que trajeron mi abuela y mi madre en la baca del autobús. Llevaba una etiqueta con el nombre de la abuela y su dirección. Aquella mujer reclamaba la suya, que contenía los restos de su marido. Mi abuela le explicó la situación y ella, una mujer de ojos negros, delgada como una niña, derramó una lágrima y dijo que estaba bien, que después de tanto tiempo mejor se llevaba de nuevo los restos de mi abuelo para enterrarlos en su cementerio, como si fueran los de su propio esposo, y prometió llevarle flores cada año por Todos los Santos. Mi abuela le dijo que haría lo mismo. Y la mujer de ojos negros y cuerpo de niña se marchó con su maleta.

Considerando que después de diez años había guardado el luto debido y cumplido con sus obligaciones cristianas, mi abuela se casó por la Iglesia con Fidel Cuartel. El exmilitar gastó un dineral en la celebración y en el viaje de novios. Según decía mi madre, había heredado una ingente fortuna de su mujer y por eso y porque no la quería la había arrojado al mar Mediterráneo.

Mi abuela tuvo un niño, mi tío Fidel. Dos años después nací yo. Mi madre nos cuidó a los dos como si fuéramos hermanos, mientras la abuela dilapidaba la fortuna de Fidel en viajes al extranjero, ropa, joyas y cruceros, desoyendo los consejos de mi madre de que no subiera a un barco con su nuevo esposo. La abuela decía que quien tenía que llevar cuidado era él, no fuera a caer por la borda.

Fidel no murió en el mar, sino en la cama, de una larga enfermedad. Mi abuela lo enterró en el panteón familiar y, como el cuerpo de su primer marido ya estaba siendo llorado por otra viuda y por el segundo había derramado abundantes lágrimas durante su enfermedad y disponía de su fortuna, no encontró motivos ni tiempo para dejar flores el Día de Todos los Santos, ni a uno ni a otro. Según las malas lenguas, que la señalaron como responsable de la enfermedad fatal de Fidel, murió en alta mar mientras cenaba con su nuevo acompañante, dueño de una cadena de supermercados. Mi tío Fidel y yo crecimos ignorando la complicada saga familiar de viudos y viudas, entremezclados en la vida y en la muerte, pero no nos faltó dinero para disfrutar de los mejores colegios privados.


Manuel Navarro Seva. Relato perteneciente a la novela "Otras cosas que no te conté"
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