"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

domingo, 18 de diciembre de 2011

El despertar (relato navideño...más o menos)



Como llegamos a estas señaladas fechas, he decidido publicar un relato de hace ya años y que supuso un cambio en la temática de mis historias. Por eso le tengo algo de cariño. Espero que lo disfrutéis.
Y celebréis o no, creáis o no creáis, Feliz Navidad, naturalmente.


El despertar

Él era joven y atractivo. Se trataba de un chico de una actividad incesante. Y también alegre. Al menos hasta el accidente.
A partir de entonces fue decayendo poco a poco según se iba dando cuenta de su estado. Porque había quedado en una especie de "ceguera" casi permanente. Y todo por un accidente de coche en un viernes de madrugada.
Su compañero, el que conducía, había bebido un poco, quizás demasiado. Él no: confió como otras veces en quien no debía hacerlo. No pensaba que los reflejos le fallasen justo en aquel instante. Afortunadamente ninguno murió, ni siquiera el ciclista agredido; pero él se llevó la peor parte y se dañó la cabeza, además de sufrir una lesión en el sistema nervioso que lo dejó ciego. O al menos casi, ya que todavía distinguía las formas y a veces algo más.
De este modo, por culpa de una noche, dejó de vivir. Se tumbaba en la cama e intentaba fijar la vista en aquellos posters de sus deportistas favoritos, o en aquél de Darth Vader que tanto le gustaba, y recordaba los extraordinarios partidos de fútbol con los amiguetes y en general todos los deportes que había practicado, pues era un atleta nato. De manera habitual concluía esta práctica en tristeza y autocompasión, sin conseguir más que borrones. Siempre igual.
Amaneció un día como otro cualquiera. Sus hermanos y hermanas se levantaron pronto y desayunaron, tras las discusiones habituales por conseguir un puesto en el solicitado cuarto de baño. También, de modo invariable, los gemelos impusieron su criterio y se encerraron los dos juntos un buen rato ante las protestas de sus hermanos. El desayuno fue visto y no visto, ya que el autobús no esperaba, y todos desaparecieron trotando por las escaleras, revolucionando en un tris el vecindario.
Después su madre bajó a comprar tras conducirlo hasta la cocina y dejar preparadas unas galletas y un tazón de leche. El silencio volvió a reinar en la casa. Se escuchaba el "tic tac" del antiquísimo reloj de pared, (un reloj que el abuelo había traído de a saber qué lugar en un remoto tiempo, aunque todavía funcionaba) y el ronroneo del gato, que se restregaba incansablemente contra sus piernas mientras suplicaba el alimento como todas las mañanas a esa misma hora.
El muchacho se acercó a trompicones al frigorífico y extrajo el bote de comida del animal. Lo observó unos instantes. Escudriñaba las letras mayores, aunque pronto desistió. Se cansaba mucho y parecía perder algo más de visión por momentos.
"Todo lo que no se usa se atrofia" le decía en otro tiempo su abuelo. Los médicos no andaban tan optimistas y pensaban que poco podría ejercitar ya la vista. Por lo menos, en esta época. Además, se informó a sus padres de que se encontraba en peligro de un aumento de la ceguera, y nada podían hacer excepto someterlo a una nueva operación que a esas alturas no era recomendable, no hasta que transcurriese cierto tiempo. El panorama no era muy positivo, la verdad.
Aparte del gato, el abuelo se encontraba en la habitación del fondo, con sus facultades mermadas por la muerte de su esposa. Ahora era como un "niño viejo" al que había que cuidar y dedicar la atención, algo que recaía en la madre, quien pasaba por una época de estrés por el cúmulo de desgracias recientes.
El abuelo. Él, que había viajado por el mundo y visto y vivido multitud de experiencias que en otro tiempo le permitían ser el "consejero" de la gente que le rodeaba, ahora no podía ni siquiera comer sólo. Así es la vida, aunque como él mismo decía cuando notaba que su mal se acercaba: "Que me quiten lo bailao".
El joven se dirigió hasta la sala de estar apoyándose en los quicios de las puertas. "Dentro de poco, a vender cupones, eah." se dijo riéndose de su desgracia.
Cogió una revista e intentó fijar los ojos en las enormes letras de la portada. Se la aproximó a la cara y después la fue alejando de manera pausada, siguiéndola con la mirada. Esta operación la había repetido desde varios meses atrás, como le habían aconsejado, aunque sus avances eran más bien escasos. Quizás esto último se debiera a la poca motivación, ya que- pensaba él- nada iba a cambiar en su vida hacerlo o no, y en esto los médicos tenían parte de culpa. Sólo uno de ellos había apuntado que no cesase nunca de intentar observarlo todo, y así evitar que su invidencia avanzase; al menos mantendría lo que veía.
Retiró a los pocos minutos la revista y se dirigió al servicio. De camino, tropezó primero con una puerta y después con el pobre gato, quien le seguía como una sombra al ser la única atracción que le ofrecería la mañana, por lo menos hasta echar el siguiente sueñecillo al lado de la estufa. El chico cayó despotricando contra el animal y éste huyó asustado lo más deprisa que pudo tras el sillón.
La agresividad le había aumentado. Se sentía un inútil. No podía realizar nada bien, y lo que antes se trataba de rutina ahora se le convertía en un mundo. En estas ocasiones se daba cuenta de lo valioso que había perdido, como suele ocurrir siempre que se deja de poseer algo. Todo por beber demasiado, no cesaba de repetirse esto último; y sin embargo no guardaba rencor a nadie. Aquello había sido un fallo como otro cualquiera, un error que había costado caro. Llegó al servicio más pesimista por momentos y se miró al espejo ovalado que abarcaba media pared. Continuó sin verse. Bajó los ojos, se lavó la cara y la frotó con fuerza por la rabia que sentía ahora más viva.
"No quiero ser un ciego, no quiero serlo" se repetía en cada restregón. "Soy un mierda".
Se escuchó un golpe. El abuelo. Un golpe sordo, de caída. Y después un lamento.
El muchacho se levantó de sopetón y actuó enseguida. Salió del servicio y esquivó hábilmente al gato, que erizó el lomo al verle avanzar hacia él de un modo poco corriente. Iba rápido y decidido. Al instante llegó a la habitación y encontró al abuelo intentando levantarse del suelo, sin éxito. Sin dudar lo elevó con sus fuertes brazos y lo sentó en la cama, reprendiéndole el que no le hubiese avisado.
"Cuando quieras ir al servicio otra vez, me lo dices, ¿vale, abuelo?".
Este no dijo nada. Sólo lo miró a los ojos y, muy despacio, fue esbozando una sonrisa como hacía años, una sonrisa expresiva e inteligente.
El chico lo observó aturdido. No había captado esa expresión desde antes de su enfermedad. Pero lo más extraño fue que él lo vio claro. Su ansia por salvar a quien apreciaba de verdad le hizo olvidar su mal. Se quedó quieto, mientras aquella sonrisa le penetraba y le abría al mundo, y un torrente de alegría inundaba su ser, a pesar de la ceguera.
Y el gato, subido en la cama entre ambos, miró con sus grandes ojos verdes aquella inusual escena, sin cesar de balancear el rabito.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Vocación truncada


Os dejo un más que interesante relato corto de Marta Querol, para todos los fans de ella que le piden algo más que sus novelas. Que se vea que escribe de un modo que engancha y atrapa.

Vocación truncada

Llevaba una hora en la calle pasando frío, y nada. Ni un cliente había parado. «Maldito frío», se dijo. Si no fuera porque le fastidiaba el negocio, se habría enfundado en el anorak acolchado que se había comprado la semana anterior. ¡Qué calentito era! Se estremeció. Una ráfaga helada se abrazó a las muchas partes de su anatomía que quedaban al descubierto. «Mejor», se dijo. El frío hacía más evidentes sus encantos bajo aquella miniblusa transparente. Observó ambos lados de la calzada. Solo un par de compañeras adornaban la acera opuesta.
Miró el reloj y se encendió un cigarrillo. Mantuvo las manos resguardando la llama para calentarlas todo el tiempo que pudo. Sus manos... Las contempló. Eran perfectas: delgadas y finas. Nunca imaginó que terminarían estirando, temblorosas, el bajo de una falda de cuero para tratar de paliar la crudeza de las noches en la calle.
Tan solo seis años antes tenía un futuro prometedor por delante. Buena estudiante, sacó nota para entrar en medicina. Quería ser cirujano. Su madre no podía pagarle la carrera, pero ella le dijo que trabajaría. Lo intentó. Bien sabe Dios que lo intentó. Pero lo más que consiguió fue recibir la atención de algún que otro profesor al que no le pasaba desapercibido su atractivo. Tal vez pudiera sacarle partido, pensó entonces. Decidió, para evitar riesgos, limitar su clientela al personal del Campus. Hizo unas sugerentes tarjetas con su número de móvil y las puso en la ventanilla de los coches que aparcaban allí. No le importaba que la reconocieran. A fin de cuentas, quien requiriera sus servicios tampoco lo iba a pregonar.
Le fue bien desde el principio, incluso mejoraron sus notas en alguna asignatura; pero el dinero no le alcanzaba. El sueldo de su madre daba para poco más que para mantener a sus cuatro hermanos. Ella quería vivir, además de estudiar; quería ganar más y con los asiduos del Campus era insuficiente.
Uno de los clientes habituales controlaba la Farmacia, y no le costó mucho hacerse con sus llaves y sacar una copia. Tan pronto la tuvo, comenzó a hacer visitas clandestinas al laboratorio. Sabía bien qué buscar. Más difícil fue encontrar compradores, pero varias tardes en un Ciber visitando páginas de venta de fármacos ilegales le dieron la pauta a seguir. Era arriesgado, tenía que entregar las dosis en persona, pero resultó ser más rentable que las visitas a la pensión y menos desagradable. La morfina y los derivados de la benzodiazepina tenían una clientela fiel. Procuraba sustraer productos diferentes cada vez, en pequeñas cantidades. Tomaba sus precauciones, usando guantes de latex, vigilaba que no la viera nadie. Era rápida; había llegado a controlar la organización de aquella pequeña botica.
Pero no tardaron en dar con ella. La pillaron entregando dos cajas de Rohypnol a una mujer madura que resultó ser agente de policía. Aparte de la sentencia que le cayó, la expulsaron de la Facultad cuando le quedaba poco para titularse. ¡Con el futuro que tenía! Era cirujana de vocación, y había acabado de puta por necesidad…
Sus pensamientos se interrumpieron al verse deslumbrada por los faros de un coche. Esbozó su mejor sonrisa y sacó pecho. Seguía erizado. Rogó para que aquel vehículo que rodaba con esa lentitud característica de quien está revisando la mercancía, se detuviera frente a ella. O paraba, o se volvía a casa antes de pillar una pulmonía.
Se detuvo.
El propietario del vehículo resultó ser un hombre joven. Treinta y tantos. «Buena pieza para esta noche», se dijo contenta. No le costó nada cerrar el trato, aunque le regateó.
«Qué tiempos», se dijo, «que hasta un polvo está de saldo». Pero aceptó. ¿Cómo lo iba a dejar pasar?
Se dirigieron a la pensión sin apenas hablarse, salvo para darle la dirección y preguntarle un nombre por el que llamarle. Sabía que casi nunca era el auténtico, pero le facilitaba el trabajo.
―Juanjo. Me llamo Juanjo ―respondió el hombre sin mirarla―. ¿Y tú?
―Mónica ―le contestó ella, convencida de que por una vez no se habían inventado el nombre. ¿A quién se le ocurre decir que se llama Juanjo, si no es así? Sonrió. Parecía ingenuo y esos eran los más fáciles.
En quince minutos estaban en la puerta de la pensión. Situada en un lugar apartado y de apariencia cutre, tenía unas habitaciones impensables en un sitio así, donde destacaba la inmensa cama y una bañera estupenda. El dueño cobraba la habitación y un “suplemento”, que Rosario, que es como en realidad se llamaba, pagaba encantada. Aquel sitio le traía suerte. Nunca llevaba a sus clientes a casa, por las muchas complicaciones que eso conllevaba. No quería hacer sufrir a su madre, que bastante había pasado ya.
Durante el viaje había entrado en calor. Miró sus manos; habían dejado de temblar.
A Juanjo le apremiaba la necesidad, pero ella lo convenció para relajarse con un baño de espuma y una copa. Le iba a costar lo mismo y disfrutaría más, le argumentó, risueña.
Lo desnudó con mimo. Estaba en forma. Salió un momento para dejar la ropa de Juanjo en la habitación y, de paso, inspeccionarle la cartera. Los vivarachos ojos de una niña de tres o cuatro años la saludaron desde los brazos de una mujer morena, algo gruesa y no muy agraciada. Rosario volvió a sonreír.
Regresó al baño. A Juanjo los ojos le brillaban, mientras mantenía en la mano la copa que Rosario le había dado. Estaba casi vacía.
―¡Qué rápido! No me has esperado ―le dijo mimosa―. Empieza la cuenta atrás… ―canturreó―. Diez… Nueve… ―se fue desabrochando la minúscula blusa mientras él la observaba embobado― Ocho… Siete… ―su blusa cayó al suelo con la misma lentitud que contaba― Seis… Cinco… ―estaba a punto de caer su falda cuando lo que cayó fue la copa que Juanjo mantenía en la mano, haciéndose añicos.
―¡Joder, que tío más torpe! ―exclamó Rosario, mientras quitaba el tapón de la bañera―. Ahora tendré que recoger los cristales.
Aseo como pudo el lugar para moverse sin riesgos, cogió su teléfono y marcó.
―Tengo uno… ¡Y yo qué sé!, pues treinta y tantos, supongo... Es estupendo, de lo mejorcito… De acuerdo, en una hora lo tendrás disponible. No te retrases como la última vez, y trae el dinero.
Cuando colgó, sacó su maletín, la pequeña nevera portátil, el hielo que guardaba en el congelador del minibar, se lavó las manos y miró el reloj para controlar el tiempo del que disponía hasta que despertara. Sus ojos brillaron. Quien le iba a decir a ella, después de todo lo pasado, que terminaría ejerciendo la cirugía.


Marta Querol Benèch

www.martaquerol.es

martes, 6 de diciembre de 2011

La solución del sauce


El sauce había consumido todos los cartuchos. Sólo le quedaba una cosa, pero para ello debía moverse, y hacía tiempo que no lo entrenaba (cuando era muy joven se trasladó unos centímetros, como le dijo su padre, pero de eso ya casi ni se acordaba). Esa noche decidió volver a intentarlo. Cenó fuerte y, cuando el último viandante se hubo marchado y el silencio invadía el parque, trató de elevar primero una raíz. Tardó más de una hora en sacarla a la superficie, y otra más en mover la otra fuera del lago. Arrastraba un fango horrible y pesado, pero no le importaba: lo había conseguido. Las demás raíces salieron más fácilmente, y el frescor de la noche se le introdujo por los resquicios inferiores, produciéndole temblores. Solo faltaba cruzar la calle y ponerse a la fila que diariamente se arremolinaba al otro lado. Allí debía encontrarse la solución, puesto que todo el mundo se pasaba las horas muertas uno detrás de otro: la cola del paro.
-Ea-se dijo plantándose ante la puerta del INEM cuando todavía no habían abierto sus puertas- Seguro que aquí encuentro el remedio a mis problemas.