"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

martes, 29 de noviembre de 2011

El hombre bueno que supo hablar (extracto)

Si de algo ha servido siempre este blog ha sido el hecho de mostrar escritos que, en mi humilde e inexperto parecer, merecen la pena ser leídos. Simplemente lo que a mí me apetece leer o creo que hay que dar una oportunidad. En este caso es un colega que últimamente voy descubriendo y que me asombra por su versatilidad. Su nombre es Alberto Lominchar y tiene ya varias novelas publicadas en formato virtual, aparte de ser un apasionado de la poesía. Humor, historia, versos, crítica, etc, etc. Lo que he conseguido leer de él vale la pena (repito que personalmente, como siempre hago)
En este caso aquí os dejo el principio de una novela titulada "El hombre bueno que supo hablar", texto repleto de humor a raudales que te atrapa desde el primer momento. Si dudáis de estas palabras no tenéis más que dedicar unos pocos minutos y comprobaréis que no os engaño.
Allá va.


"EL HOMBRE BUENO QUE SUPO HABLAR" (fragmento)

CAPÍTULO ÚNICO: UN GRAN HOMBRE.

Mi abuelo era un hombre extraordinario.

FIN

(Al terminar la novela he mandado el manuscrito a mi editor, Don
Pedro Mota del Pliego. Éste a su vez me ha remitido por correo su
parecer acerca de ella: Piensa que indudablemente demuestro ser un
escritor de talento, pero que la obra carece de “detalles”. Su consejo
editorial, formado por dos gallinas, un pollino, tres ovejas y seis
gorrinos –todos ellos gente ilustrada y competente- le ha expuesto,
tras un exhaustivo análisis de mi trabajo, que la novela tiene
“fuerza”, pero que ganaría mucho si diera más datos sobre la vida de
mi abuelo. “Datos, detalles...” pienso yo. ¿Así que es eso? ¿De eso se
trata? ¿Para editar una novela hay que explicar a fondo las andanzas
de sus personajes? ¡Dónde vamos a ir a parar! Ahora que, es normal,
vivimos en la sociedad del “culebrón”, así que, por lógica, la gente
demanda conocer las interioridades de los protagonistas de cada
historia. La sociedad del morbo...En fin, D. Pedro me ha
transmitido que sin más información mi librito no verá la imprenta.
Bien; habiéndoseme presentado un argumento tan contundente
–con buenas razones a mí se me lleva a cualquier lado- no me
queda más remedio que contar en profundidad –para deleite de los
cotillas- los alucinantes avatares del existir de mi egregio pariente.

CAPÍTULO II: EL ARBUSTO GENEALÓGICO.
Antes de empezar por el comienzo, me gustaría contar una
anécdota reveladora de la personalidad del abuelo. Era yo aún muy
niño – tendría apenas unos veintisiete años y poca experiencia en la
vida- cuando D. Orlando me llevó al cuarto de los trastos, rincón
sagrado de su casa. La estancia estaba repleta de esos objetos
absurdos e inservibles que los mayores suelen guardar sin un
propósito definido: Dinosaurios, bombas atómicas sin explotar y
totalmente caducadas, algún masai recuerdo de una excursión por
el África, una o dos pirámides del Antiguo Egipto... Me llevó, digo,
a ése su lugar dilecto y una vez allí nos sentamos en el suelo
polvoriento y repleto de arañitas del tamaño de rinocerontes. Antes
había sacado de un vetusto baúl un álbum de fotos sucio y ajado.
Juntos empezamos a repasar las instantáneas: Tatarabuelos,
bisabuelos, abuelos del abuelo, fotos del abuelo mismo...En un

momento dado, D. Orlando interrumpió sus explicaciones y,
mirándome fijamente, repletos los ojos de orgullo, me dijo:
- Nieto mío: has de saber que nuestros antepasados han sido,
durante toda su trayectoria, gente admirada y respetada, auténticos
prohombres y promujeres de la sociedad que les tocó vivir: Unos
fueron piratas, otros –como mi padre- contrabandistas. Tuvimos
también algún magnífico tahúr, varios chamarileros...Vamos, la flor
y nata de su tiempo. Sin embargo, y aunque tenían motivos por
sus méritos para ser soberbios y engreídos, ninguno de ellos dejó
que el éxito se le subiera a la cabeza. Recuerda, pues, esto, nieto:
Nuestra familia siempre ha sido y debe seguir siendo una familia
modesta. Es por ello por lo que, durante generaciones, rehusamos
referirnos a nuestro linaje como “el árbol genealógico”. Nos gusta
llamarlo, simplemente, nuestro “arbusto familiar”, en honor a esa
modestia que nos caracteriza. Aprende, pequeño, esta lección y que
ella te acompañe en la vida.”

Así lo hice; Ahora intento conducirme siempre por la senda de la
humildad-aunque esté llena de brozas y matojos- . En ella empiezo,
ya sí, la verdadera e increíble historia de mi abuelo.

CAPÍTULO III: EL PRIMER NACIMIENTO.
En la época del abuelo la mayoría de las personas no nacía como en
la actualidad. En realidad, muchos individuos venían al mundo
siendo ya adultos, con dos carreras universitarias y vestidos con traje
de gala. El nacimiento era un evento social de primera magnitud,
sólo comparable al día de la primera baja laboral, que también era
muy celebrado por aquellos tiempos. El abuelo nació por vez
primera el veinte de Mayo de hace chorrocientos años. Sus
progenitores: don Obdulio y doña Eulalia. El parto fue sencillo y
enseguida llegó Orlandito, un ejemplar sanote de veintitrés años
con las carreras de ingeniería y filosofía debajo de su lustroso brazo.
La familia no pudo por menos que quedar admirada ante ese
mocetón que lucía un frac deslumbrante al llegar a este mundo.

Todo iba la mar de bien, de miedo, hasta el funesto día en que don
Obdulio se acercó al registro civil para dar de alta a la criatura en la
nómina del planeta. El buen hombre, robusto y grandote, con unas
barbas luengas y pobladas –algunos decían que de pigmeos,
habladurías por otra parte- que se le iban enredando entre las
piernas, llegó al recinto funcionarial ufano y orgulloso. Tras una
pequeña rebusca de ventanillas que tan sólo le llevó unas cuantas
horas, don Obdulio se encontró frente a la adecuada. Esperó
pacientemente su turno y llegado el momento comentó al
encargado:
- ¡Buenos días! Vengo a inscribir a mi hijo en el registro.
- ¡Ya! ¿Nombre y apellidos?
- Orlando. Orlando Penacho del Roble.
- ... del Roble. ¿Fecha de nacimiento?
- Veinte de Mayo del presente año.
- Veinte de Mayo... Veamos las actas registrales de turnos para
nacimientos...-El funcionario se encasquilló bien los lentes y con
soltura se puso a ojear los mamotretos. De repente, posó un dedo
en una de las páginas y soltó:
- Pero, oiga, si su hijo se ha adelantado; ¡debía de haber nacido el
veintisiete de Mayo!
El bisabuelo barruntaba que no podía ser cosa fácil el dar solución a
una cuestión de papeleo como ésta, pero aun así, en tono ingenuo,
comentó:
- Estooo... ¿y qué importancia tiene eso, buen hombre?
- ¿Que qué importancia tiene? ¿Es que se cree usted que en este país
se puede nacer cuando a uno le dé la gana? ¡Menudo desorden
entonces!
- Bueno... Pero estando la criatura ya en circulación... Que digo yo
que...
- ¡No, señor mío! –contestó indignado el del tenderete- Aquí hay
que seguir unas normas que no nos podemos saltar.
- ¿Y si pasamos por debajo de ellas? –preguntó el bisabuelo, por
quitarle tensión al asunto.
- ¡He dicho que no! El chaval tendrá que volver dentro de su madre
y nacer el día que le corresponde.
El bisabuelo Obdulio comprendió que había chocado con el alto y
tupido muro funcionarial y que, ante eso, poco se podía hacer.
Regresó a casa desolado para anunciar que el nene debería volver a
nacer el día veintisiete, como era de ley.

CAPÍTULO IV: EL SEGUNDO NACIMIENTO.
Mucha gente suele afirmar que segundas partes nunca fueron
buenas. Ahora, en el caso de mi abuelo es evidente que ese dicho se
cumplió. Como ya hemos narrado anteriormente, don Obdulio no
pudo formalizar el primer nacimiento de su hijo y, habiéndolo dado
por nulo –cual salto de longitud- el funcionario correspondiente,
tuvo que regresar al hogar y explicar la mala nueva a doña Eulalia.
Así pues, llegado el día veintisiete de Mayo el parto se tuvo que
repetir y esta vez con nefastas consecuencias. Si el primer
alumbramiento fue un éxito –exceptuando su faceta burocrática-,
el segundo resultó todo lo contrario: De éste la bisabuela Eulalia
tuvo, como sucede en la actualidad, un bebé mondo y lirondo. El
hecho fue toda una rareza, es cierto, pero de vez en cuando se
daban casos así. El abuelo resultó ser un niño pequeño, no un
jovenzuelo apuesto con sus dos licenciaturas y su trajecito de altos
vuelos. Lloraba, se hacía sus cositas encima y no había cristo que
razonara con él. El palo fue, como puede comprenderse, enorme
para sus progenitores. Las visitas encontraban al niño gracioso y
“muy espabilado para su edad” (todo ello entre risitas sofocadas e
ironías muy poco disimuladas), pero a espaldas de los bisabuelos
desataban sus desvergonzadas lenguas recreándose en la desgracia
familiar. A este nacimiento, como era de esperar, un funcionario
orondo y repantigado no puso ninguna objeción.

CAPÍTULO V: DON OBDULIO Y DOÑA EULALIA.
Hacemos aquí un breve receso en la historia del abuelo Orlando
para explicar quiénes eran y cómo se conocieron los queridos
bisabuelos. Don Obdulio, como ya hemos dicho, era un hombre
fortote, enérgico y de grandes barbas. Éstas fueron su orgullo, su
seña de identidad... ¡y le venían de miedo para su trabajo! Y es que
el bisabuelo ejercía el viejo y noble arte del contrabando, oficio para
atletas y virtuosos de la técnica; Para atletas porque el buen señor
debía recorrer leguas y leguas a través de montes y valles cualquiera
que fuera el clima (tornados, tsunamis, lluvias de meteoritos,
huracanes fuerza 9´5...) y para virtuosos de la técnica, ya que había
que demostrar una habilidad y pericia fuera de todo orden con
objeto de engañar a los sagacísimos agentes de la ley. Don Obdulio
poseía ambas cualidades y pasaba controles y fronteras
desapercibido cual nazareno en Semana Santa. Hacía su “excursión”,
se proveía de la mercancía necesaria (televisores, excavadoras,
tabaco ruso, tambores y tambores de detergente “limpiol”, árboles
de exóticas especies...) y la camuflaba bajo sus tupidas barbas. Así
mismo, utilizaba un amplísimo gabán con más de un millón de
bolsillos donde cobijar los más extraños trastos. De esta guisa, y
abultando treinta veces su tamaño natural –ya de por sí enorme-,
se presentaba de vuelta en la aduana. Allí ya era conocido y el
encargado aduanero le saludaba:
- ¡A la paz de Dios, Don Obdulio!
- ¡Con el espíritu protector de los funcionarios de fronteras, Simón!
- ¡Qué barbaridad, Don Obdulio! ¡Si cada día que pasa está usted
más relleno! Como no se cuide, su profesión va a acabar con su
salud –y es que el aduanero estaba creído que el bisabuelo trabajaba
en la prueba y control de calidad de colchones, una labor muy
demandada en aquella época (¡váyase a saber por qué!)-.
-¡Qué se le va a hacer, Simón! Ya sabes que me debo a mi labor... ¡Y
yo soy un profesional!
Había que reconocer que el bisabuelo fue enormemente bueno en
lo suyo y así le fue concedido varias veces el premio de “Traficante
del año”. También ejerció de presidente del gremio de
“conseguidores” (de esta forma les gustaba a ellos llamarse) durante
varias legislaturas. Desde luego, todo un personaje Don Obdulio.
En cuanto a Doña Eulalia, decir que fue mujer circense, en el
sentido literal de la palabra. Trabajaba en el mayor espectáculo del
mundo desde muy joven y el bisabuelo la conoció en una de sus
actuaciones. Por si no lo he mencionado antes, Doña Eulalia tenía
dos especialidades: El funambulismo –ese eterno caminar por la
delgada línea recta aunque ligeramente combada- y el trapecio –los
vestigios evolutivos que nos recuerdan nuestra procedencia
simiesca-. Fue una tarde en la que el bisabuelo se había acercado en
“viaje de negocios” al país vecino y, haciendo tiempo para que su
contacto le trajera las “provisiones”, decidió comprar un billete para
ese evento que pone un “¡oh!” permanente –e hilillos de baba- en
la boca del que lo observa. Don Obdulio devoró cada actuación con
ansia infantil, pero no fue hasta el número de funambulismo que
finalmente se le desencajó la mandíbula: El suceso lo produjo una
joven y arrebatadora gimnasta que parecía volar de rama en rama
–perdón, de trapecio en trapecio- con una gracia y una sutileza
absolutamente fuera de este mundo. En el punto álgido del evento,
Doña Eulalia –“Eulalita voladora”, por entonces- dio setenta y
cuatro volteretas antes de intentar alcanzar la barra de sujeción,
pero un inesperado mareo le hizo fallar su último giro y cayó entre
el público, justo en los brazos de Don Obdulio. La mirada entre los
dos lo dijo todo y el bisabuelo camufló a la artista en sus barbas con
presteza. Como el tema de los papeles del pasaporte estaba aún peor
que ahora, Don Obdulio decidió pasar a Doña Eulalia de
contrabando por la ya conocida aduana.
- ¿Qué hay, Don Obdulio? –preguntó Simón, el aduanero.
- Poca cosa, Simoncito –contestó Don Obdulio-. A propósito, que
sepa usted que me caso y está invitado a la boda.
- Pues que sea enhorabuena y gracias por el convite. ¡Ah! Y
descuide, no faltaré.
En esos momentos, entre las vellosidades faciales del bisabuelo, la
trapecista apenas podía contener una inocente sonrisilla.
Pasó el tiempo y, aunque ya casada, Doña Eulalia nunca abandonó
su afición por el circo y durante las “visitas turísticas” de Don
Obdulio ella utilizaba la casa como pista central: Saltaba de lámpara
a lámpara dentro del hogar o entre las cuerdas del tendedero del
patio para practicar con el trapecio. El funambulismo lo
rememoraba en las barandillas de los balcones: Los viandantes
observaban su actuación, la aplaudían y le pedían bises. Y es que el
veneno de la farándula cala muy hondo; ¡Qué se lo dijeran a Doña
Eulalia!


Alberto Lominchar Pacheco
http://erratico.bubok.es/

sábado, 12 de noviembre de 2011

El Valle del Demonio


Ahí os dejo un fragmento escogido de una de las últimas novelas publicadas de Sergio G. Ross, un chico que últimamente no para de publicar, y se merece una atención, la verdad. La novela promete misterio e inquietud o si no leedlo.


El Valle del Demonio (fragmento)

Aparte del morral de piel, el viejo había traído una bolsa de plástico consigo, una de buena calidad, resistente.
Antes de que Pedro se fuera, la había descargado del coche.
La bolsa pesaba bastante, así que la dejó apoyada contra la pared de la casa donde habían almorzado. Luego se santiguó y fue hacia la ermita, campo a través, sorteando las ortigas y mirando bien dónde pisaba, ya que el sendero que conducía hacia ella se había difuminado con la maleza y la falta de tránsito.
De lejos, la antigua capilla no parecía tan deteriorada, pero al acercarse pudo ver los trozos de pared caídos, el techo hundido, y la gran puerta carcomida, cerrada. El sencillo campanario, de un blanco impoluto, era lo único que parecía intacto.
Se acercó hasta la entrada evocando las veces que había estado allí cuando era niño, antes de que todo se descontrolase. Por aquellos tiempos, él debía rondar los diez u once años, todavía no se había construido la iglesia del poblado de Los Girasoles. Los vecinos subían por el sendero que llegaba desde la carretera hasta la base del monte, en una peregrinación que se repetía todos los domingos, hiciese el tiempo que hiciese.
El niño que era Antonio tardó poco en darse cuenta de que la gente de los dos poblados (el de arriba se llamaba “Los Tomillos”) mantenía cierta tirantez, cierta tensión, que era palpable como el frío en invierno. La gente de arriba, del monte, era sumamente reservada, de una religiosidad extrema y extraña. Los hombres llevaban barba, aunque fueran jóvenes, y vestían siempre de negro. Todos parecían conocerse la Biblia de carrerilla. Las mujeres sin excepción cubrían sus cabellos con pañoletas, y nunca hablaban con desconocidos. Muy rara vez con los hombres del otro pueblo.
Las malas lenguas decían que las gentes de ese poblado se casaban entre ellas. Los hermanos con las hermanas, y cosas así. Para Antonio, por aquel entonces la palabra “casarse” sonaba muy distante, se imaginaba que estar casado sólo llegaba cuando uno era viejo. Si se ponía a pensar, sus padres siempre habían sido personas maduras. En los tiempos de la posguerra civil española, tiempos duros, los hombres y mujeres perdían pronto las pinceladas de juventud. La piel curtida, las manos callosas y los cabellos canos eran señales inequívocas de la forma de vida, la forma de ganarse el pan.
Los vecinos de los Girasoles procuraban no subir mucho a la base del monte, sólo para cazar o los domingos para ir a misa. Nadie hablaba abiertamente de ello, y cuando lo hacían, procuraban que ningún niño lo oyera.
Había algo siniestro en ese silencio.
“Si te portas mal te dejaré sólo en el poblado de arriba”.
Fuese cual fuese la auténtica razón, no tardaron mucho en empezar a construir una pequeña iglesia en el poblado de los Girasoles, y con el pasar de los años, se fue perdiendo la poca conexión con los de arriba. Como mucho, el pastor de cabras, el panadero, o pequeños intercambios de productos: queso, y algunas cosas que los de Los Tomillos hacían realmente bien: jabones, sombreros y trajes. Las mujeres del extraño poblado eran consumadas costureras.
Clac.
Una rama se partió bajo la bota del viejo. Dejó de pensar en el pasado y se concentró en el presente. Miró a través de la puerta carcomida. Los bancos de madera estaban llenos de polvo y vegetación, alguna viga de madera del techo obstruyendo el paso, y al fondo, el sitial con una Biblia mohosa. Y el olor a humedad putrefacta.
¿Qué esperabas, viejo? ¿Un grupo de feligreses vestidos de negro rezando?
Suspiró.
Dejó atrás la ermita, bordeándola hasta llegar al recinto trasero. Un cementerio de estacas y cruces apretadas. Sólo unas pocas estaban grabadas con nombres, el resto eran anónimas. Había vegetación por doquier, una frondosa higuera y unos palmitos. Pasó una pierna por encima de la verja astillada y caminó por entre la hierba y las lápidas sin nombre.
La de su hermano pequeño estaba en la octava fila, empezando por el sur.
Padre Nuestro que estás en El Cielo…
La turba bajo sus botas estaba descolorida por el sol. Al pie de la estaca, antaño una cruz cuya tabla horizontal se había perdido, una fila de incansables hormigas arrastraban los restos de un escarabajo. Antonio cayó de rodillas, temblando, entrelazando sus dedos y cerrando los ojos con fuerza.
Santificado sea tu nombre…
¿Cuánto tiempo había pasado?

……..

4:20 a.m.
La Fábrica nunca dormía.
Quizá sus sonidos cambiaban, sus tuberías crujían de un modo distinto, al igual que las chapas de metal que la forraban. Algunas veces eran los cambios que los hombres provocaban en su interior, abriendo y cerrando válvulas, aumentando o disminuyendo la cantidad de producto que circulaba por sus venas. Otras veces, dependía del frío de la noche o del calor de la mañana.
El metal se comportaba de forma curiosa con la temperatura.
Pero no siempre era así. Cuando la gente tenía sueño, cuando los operadores se refugiaban en las casetas a dormitar y ella estaba prácticamente sola… Cuando nadie caminaba por sus pasarelas y los ojos no se fijaban en sus manómetros, ni en los ruidos de sus bombas, la Fábrica se liberaba del yugo de los hombres. Crujía a su antojo, y se desperezaba como un niño travieso.
Un ser vivo, que sudaba por los poros de su piel, que no eran otros que las purgas de sus líneas, con sus propios olores, pestilentes y nauseabundos. Y como ser vivo, tenía sentimientos.
Si estaba triste, los motores giraban más despacio, y si estaba alegre era capaz de dar más brío a los ventiladores y a los filtros rotativos.
Ahora era distinto. Estaba enfadada, realmente disgustada con los hombres.
Él le había dicho que ellos pensaban traicionarla, que estaban tramando desconectar la corriente que alimentaba sus órganos. Luego traerían máquinas que la cortarían a trozos, desmembrándola para siempre, demoliendo sus cimientos.
Estaba tan desquiciada que no se paraba a preguntarse cómo Él sabía esas cosas. Tampoco quién le había enseñado a hablar su lenguaje.
Pero lo cierto es que allí estaba, subido en su nueva torre, en lo más alto, con apariencia de mujer voluptuosa, siseando, murmurando, con aquella voz seductora e irresistible.




Sergio G. Ross
http://elalmaimpresa.blogspot.com

sábado, 5 de noviembre de 2011

Aventuras de un opositor en apuros


Sólo queda una semana.
Ya no sé ni cuántos meses llevo en el mismo sitio, escuchando lo mismo por la ventana abierta y viendo los mismos dibujos de la pared. Me encuentro en un zulo, vamos.
“La Dirección General de producción Agropecuaria se encarga de la intervención de los mercados alimentarios” Uff, se me quedó al fin en la cabeza.
Es que una oposición es algo de lo más ingrato y solitario, aunque tengas el apoyo de la familia. Todos los días lo mismo, ya sea en casa o en la biblioteca donde, por cierto, a veces hay más marcha que en cualquier otro lugar. Por ejemplo en el mes de agosto a las cinco de la tarde, con los estudiantes que se presentan en septiembre y que se acaban de dar cuenta de los pocos días que les quedan después de pasarse un verano sin dar golpe. A veces hay hasta peleas por un sitio, incluso con amenazas escritas en los apuntes del vecino si te ha movido el libro unos centímetros cuando aprovechaste para ir al servicio en un instante de debilidad.
Mi mente vuela como las aves, pensando en lo bien que estaría yo en la calle, tomando unas copitas o viendo la luz del sol únicamente (mi piel luce como la de un vampiro). Hace un día de miedo, vamos, y yo aquí.
No, otra vez no. Concentración, que ya queda menos. Como la rama Tuk a la que se refería Tolkien en su libro, cargada de fuerza y valentía, contrastando con el lado débil y cobarde de los Bolsón, me reprendo a mí mismo. Me conformaré con la ventana abierta, única relación con el mundo externo.
Parece mentira en ese sentido, pero sin darte cuenta puedes analizar la vida de los demás en su rutina si quieres, trazando un calendario y horario cual entrenado espía: los niños del quinto se van a clase a las nueve en punto, como un reloj, con su padre aullando tras ellos para mantenerlos dentro “de la raya” (expresión suya); o el otro vecino, ya jubilado, con su paseo matutino a comprar el periódico y para aprovechar-ahora que no nos oye- a fumarse un par de cigarrillos escondido detrás de una viga que hay a la salida del portal; o la pareja que discute cada dos días con sus portazos incluidos, con su lenguaje –el de ella por lo menos élfico o swahili, no sé- incomprensible para todo bicho viviente, aunque creo que son de un barrio de Parla.
Vaya, el vecino ha puesto la música, qué bien. Es verdad, este también. Es un rapero o hiphopero (perdón mi incultura en este sentido) que abre la ventana con la música a todo trapo, no precisamente clásica, y da unos cuantos berridos cuando se despierta, entre las cinco y seis de la tarde. El otro día mi mujer le pilló en la ventana emocionado, dando giros a lo Michael Jackson a la par que tendía unos gallumbos. Qué visión.
Por suerte parece que se tiene que ir y la música se detiene pronto, incluso antes de que mi dolor de cabeza me haga cerrar la ventana y el contacto con el exterior. Bien, podré seguir escuchando de fondo a Billie Holliday. Tengo un acopio de cintas y cds de toda clase y condición, para acompañarme en mis días solitarios. New age o Chilout, como quieras llamarlo, jazz de todo tipo, clásica, o hasta flamenco, etc. Música no precisamente de disco pero que me relaja y abstrae sin, por el contrario, distraerme en los últimos días de suplicio. De vez en cuando mi cabeza piensa en todo lo que voy a realizar una vez termine, salga bien o mal, aunque la mitad se me olvidará probablemente minutos después. Parece mentira la actividad cerebral que se genera en estas épocas, la capacidad de retención, atención y velocidad que la necesidad te proporciona. Si tuviese tiempo escribiría un libro en un santiamén, pienso.

Bueno, parece que hoy me ha cundido. Más o menos me miré lo que tenía planeado, que ya es bastante. Hay días en que uno no está para nada por diversos motivos, y otros sí se tiene la cabeza dispuesta, pero asuntos ajenos al examen- últimamente mi hija y su nuevo novio nos trae de cabeza- se interponen y rompen el día perfecto (para estudiar, claro, si es que se puede hablar de “días perfectos”). Si hubiese decidido opositar hace años…pero en fin, uno piensa en hacer de todo cuando termina la carrera menos en seguir estudiando…Como se suele decir, la vida te lleva por otros derroteros.

-¡¡Cago`n Dios y la puta Virgen!!- suelta una melodiosa voz que engalana la tarde.
Este es el vecino que faltaba, se me había olvidado, triste de mí. Hay un hombre, jubilado o en paro, no lo sé, que ameniza los instantes sublimes con estas estupendas y armoniosas frases, dulces como la empalagosa miel de azahar. Da igual la hora. Lo mismo a las ocho de la mañana como a la una de la madrugada lo he escuchado en su terraza. Primero un golpe y después un taco, no hay variación. De vez en cuando saco la cabeza por la ventana, a ver si atino a descubrir en qué piso es, ya que nunca lo he visto. Pero estar está, como las meigas. Y si me olvido, cada cierto tiempo me recordará su presencia. Deduzco que está construyendo algo. Pero qué algo, digo yo. Porque le escucho desde hace tres largos años ya. Creo que El Escorial se edificó en menos tiempo…

En estas me encuentro cuando un súbito piar se acerca a mi ventana y pasan volando dos golondrinas en vuelo rasante, una detrás de otra. Ah, ya van a intentarlo otra vez. El otro día descubrí que existe un nido a un metro por encima de una de mis ventanas. Está claro que les gusta el lugar y no me importaría que criasen, aunque lo veo difícil. Pero cosas más complejas se han conseguido, como sacarse oposiciones.
En fin, que me dejo de tonterías y creo que voy a darle otro repaso, que hace falta.
A ver, la Dirección General de producción agropecuaria se encargaba de…¡maldita sea!