"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

sábado, 26 de febrero de 2011

El Ave del Paraíso


Álvaro De las Casas miraba el cielo. ¿Era el final del intrincado viaje?

Apoyado contra el recién aparecido muro de piedra que se alzaba por sorpresa en medio de la selva, respiraba de forma entrecortada. La Pirámide. Al fin. Era cierto, después de todo. Pero ya tarde.
Solo, abandonado por aquellos indígenas que le habían secundado en su inútil búsqueda. ¡Por Castilla! ¡Por Su Majestad! La esperanza se había marchado junto a aquella india, aquel magnífico ser que había deseado como a ninguna otra mujer.

Dejó su incómodo casco y se recostó pesadamente, agotado, mientras los mosquitos continuaban acribillándole con saña, pues de nada le servía su armadura contra este mal de la foresta, sin duda el peor de todos.
Un paraíso que su hueste había viciado y saqueado. ¿Para qué? Un mundo tan diferente y, sin embargo, tan igual. Un vergel con oportunidades desaprovechadas. En poco tiempo conseguiríamos cambiarlo todo, si no destruirlo.
Por eso huyó.

La Máscara. ¿Leyenda también? Se encontraba en el interior de aquella mole gigantesca cuya entrada se ocultaba entre lianas enmarañadas del trópico. ¿O se trataba de otra invención despiadada y sin sentido como la deseada Fuente de la Juventud?
La necesidad le había empujado a atravesar la mar océana y enrolarse en aquella expedición. Nuevas tierras, muchas promesas incumplidas, el oro, ese maldito sueño dorado…
Un rayo de luz golpeó de súbito su oscura barba, tan negra como su desánimo. No merecía la pena. Ese oro (maldito) le quemaría como en otras ocasiones. Impuestos, mujeres, derroche, y volver a empezar, si antes no había sucumbido asesinado por otros.
“¡Pero si ya he llegado!”, se animó. “¡Un esfuerzo más y el Ídolo y la Máscara serán míos!”
Rico. Sí, el más rico del cementerio. Con una herida emponzoñada que no había dejado que curasen a pesar de la insistencia de su amada no podía llegar muy lejos.
“Un momento”, pensó entonces. “¿Qué es lo que acabo de decir? ¿Amada?”
¿Eso era? ¿Nada de riquezas? ¿Ese era el tesoro? ¿Lo había tenido delante todo ese tiempo?

Comenzó a llover de improviso, con furia. Allí era así, por impulsos, no existía el término medio. O todo o nada. Como la pasión.
Se levantó, sonrió sin saber por qué, en su desvarío, y la cabeza le empezó a dar vueltas. Todo giraba. Su casa en Toledo, sus cerdos, el navío, el cielo azul, las palmeras, los indios, los caníbales, la barbarie, la codicia, el oro…siempre el oro.
Cayó y su armadura salió despedida. Una figura le aguardaba a pocos metros, entre la neblina.
- ¡María! ¡Tú eres el tesoro, ya lo entiendo!- dijo extendiendo su mano hacia la aparición, que sonreía con luz propia.
Tomó su brazo, y al instante se transformó en una rama. Quedó quieto, abrazándola, mientras su alocada risa se fundía en la soledad y la lluvia, de pronto, desaparecía como sus sueños.

Un dulce piar comenzó a oírse, monótono y acompasado, junto al caer de las gotas que resbalaban sobre la tierra desde las enormes hojas del intenso verde forestal. El fluir del tiempo. Ya estaba en el cielo, sin duda.
Abrió los ojos por última vez y observó un pajarillo multicolor que le analizaba curioso desde su elevada rama. Una pequeña y puntiaguda cresta le engalanaba la cabeza.
Comenzó entonces a tararear una melodía que había escuchado a los indígenas, sin dejar de fijar su mente en aquella diminuta figura colorida, hasta que las Sombras lo rodearon, alargando su manto, lentamente pero de manera inexorable. Bien, así debía ser.
No merecía la pena luchar. No merecían conquistar nada, él no merecía conseguirlo.
Y las voces lo acunaron, en su camino postrero, más allá de todo y de todos. Donde nace la luz y brotan las tinieblas, donde el mar baña las costas del olvido.
Y, al final, el agua en sus labios, unos bellos y oscuros ojos que lo observaban cargados de amor.
- ¿María? ¿Eres tú?
- Lo soy, ven conmigo.

martes, 22 de febrero de 2011

¡Deusvolt!


Lo siguiente que os voy a presentar es un relato de uno de los más activos blogeros que he encontrado hasta el momento. Sergio G Ross- o Deusvolt como se le conoce en los foros- es una figura volcada en múltiples actividades literarias, como tertulias, colaboraciones varias con revistas como la que edita digitalmente el foro www.prosofagos.com , de gran calidad por otra parte, colaboraciones en páginas de crítica, etc…Tiene además varias novelas escritas, todavía no publicadas, y está esperando como muchos otros que alguien fije sus ojos en alguno de sus manuscritos.
Aunque lo mejor es, para mí, la generosidad para con otros de sus compañeros, ya que siempre que puede los apoya de un modo u otro, anunciando sus libros, escritos, entrevistas, etc. Da gusto encontrarse personas así en este mundo tan competitivo y, sin ninguna duda, se merece lo mejor. Espero que pronto se le reconozca su labor de una forma o de otra.
Estoy seguro de que le llegará el momento.

Por cierto, hablando de su generosidad, aprovecho para avisaros de la presentación de la novela "El final del ave fénix" de Marta Querol el día 23 de febrero en el real Casino de Murcia. El acto será presentado por Patrick Ericson y el mismo Sergio G. Ross, y contará por supuesto con la autora.
Más información en www.martaquerol.es y http://elalmaimpresa.blogspot.com

Y, sin más preambulos, ahí os va el relato...



Recuerda


Se levanta con el ánimo sombrío.
Vestida solo con una camiseta de tirantes, se acerca al cristal de la ventana. Ladea la cortina con una mano y se queda mirando la placita de enfrente, presidida por una palmera curvada, con sus hojas verdes colgando, impertérritas, sin que una brizna de viento las acose. De fondo, se escuchan los chillidos de las cotorras que viven en la copa y que comienzan un nuevo día entre los mortales.
La luz del amanecer hace su aparición rompiendo la enredadera de sombras. Suspira; todavía nota el latido desbocado que se originó en los sueños de los que acaba de huir. Durante un instante, el cristal le devuelve parte de su reflejo: los pechos caídos, las caderas ensanchadas, las raíces negras, los ojos cercados de arrugas. La mano tiembla en la tela de la cortina. Desde atrás, ahogando el estruendo de las cotorras, le llegan los ronquidos de Pedro, entrecortados, rotundos. Yace ocupando casi toda la cama; su reflejo no puede ser más desalentador: gordo, flácido, velludo. Otrora fue un hombre apuesto, musculoso, coqueto.
Piensa: el tiempo lo cura todo, hasta las ganas de hacer deporte.
Antes de ir al lavabo ojea de nuevo la plaza.


Durante la mañana, el ánimo no mejora. El jaleo que arman sus compañeras, correteando por los pasillos de la oficina, mascando chicle, aporreando los teclados y gritando para entenderse por teléfono, le recuerda a las cotorras de la palmera. En cierta forma, parte de ella sigue allí, en esa plaza de ladrillos apretados.
Antes de comer, la jefa la llama a su despacho: mala señal. No se equivoca, después de todo siempre fue buena intuyendo cosas. El discurso comienza sin paliativos, con la consiguiente mención a la crisis. Mientras escucha no puede dejar de mirarle las uñas; necesitan una manicura urgente. Recibe la noticia sin pestañear; podría haber sido peor, al menos le dan a elegir: reducción de jornada con pérdida de seiscientos euros (la mitad de su sueldo) o la calle. Contesta que se lo pensará, se levanta y sale del despacho sin despedirse; sabe que en parte ha decepcionado a su jefa, seguro que esperaba otro tipo de reacción: lagrimeos, lloros, pataleos… lucha. El placer subyugante de la humillación. Pero hoy no es día para luchar.

Vuelve a casa caminando, siguiendo el recorrido que seguramente “él” hacía todas aquellas tardes hasta la placita. Pasa junto al mercado de frutas, compra una manzana que parece sacada de una película de dibujos animados y la muerde mientras contempla el paisaje. Algunos hombres la observan, pero ya no levanta la misma expectación que antaño. Ha perdido parte de ese poder magnético, casi animal, que hacía girarse las barbillas y recibir pescozones a los hombres casados.
Cuando alcanza la placita, de la manzana sólo queda el corazón; la tira en una papelera. Quizá todavía pueda salvarse el día: lo bueno de que Pedro esté desempleado es que no tienen que rendir cuentas a nadie; pueden coger el coche e irse al pueblecito en la sierra donde se encerraron un fin de semana, siendo novios, e hicieron el amor sin parar.
Se detiene junto a la palmera, protegiéndose del sol. Mira hacia lo alto, contando los pisos de su edificio para poder calcular qué ventanas corresponden al suyo. Se da cuenta de que, por primera vez, está mirando desde la misma posición desde la que él la observaba todos los días, durante aquel año en el que le hizo aquella promesa de amor.
La ventana de su dormitorio tiene las cortinas abiertas. Sólo dura un instante pero puede ver a una mujer desnuda, de grandes pechos, asomándose al cristal y que cierra las cortinas. Se queda sin aliento; parpadea. Trata de recomponer la imagen en su memoria. Siente que el corazón le oprime la garganta, traga saliva: cree reconocer a la chica. Podría ser la dependienta de la zapatería que hay en el bajo comercial. Sí, se dice, es ella.
Su mano busca el tronco de la palmera. Primero lo roza levemente, luego, descansa parte de su peso apoyando el hombro. Es un tronco rugoso, curtido con capas y capas que han crecido las unas sobre las otras, como viejas cicatrices.
Se asombra de que no pueda llorar. En cambio, siente un enorme vacío que se abre paso en su interior, a corte limpio entre las entrañas.
En algún momento descubre la inscripción en la corteza del tronco: J., 15 de septiembre de 1993.
¿Qué habrá sido de él?
Invadida por la desazón, cruza la calle; un coche tiene que frenar en seco para no atropellarla. Luego se adentra en un callejón pronunciado, de adoquines húmedos, apretando el paso y sin mirar hacia atrás, ni escuchar el claxon que la increpa.
Piensa: no quiero que las cortinas vuelvan a abrirse.
Tarda como cinco minutos en llegar a la estación; compra un billete. Durante el trayecto en autobús permanece abstraída, con la vista clavada en la ventanilla, ajena al discurrir de asfalto, de edificios primero, y campos de cultivo después. Atraviesan un puerto de montaña donde se ven los únicos atisbos de bosque en kilómetros. ¡Qué hermoso sería vivir en una casita, allá, en medio de la naturaleza, con alguien que te ame de verdad!
Se baja en la última parada, una estación que bulle de actividad. Hasta donde alcanza la vista, los bancos parecen ocupados por personas que llevan su equipaje a cuestas como si arrastrasen toda su vida en su interior. El murmullo que levantan resulta una jerigonza de babel imposible de interpretar. A trompicones, por pura intuición, consigue salvar los pasillos repletos, y salir fuera. Hasta el aire le parece distinto. El ruido de los coches la desvela de sus pensamientos; las colas se hacen interminables en los semáforos, los conductores protestan, los peatones tratan de cruzar la calle por dónde se les antoja, algunos niños se escapan de las manos que los retienen, el vendedor de cupones, que se busca la vida entre los vehículos, grita con estridente voz por encima de los cláxones.
Reanuda su marcha a grandes zancadas por la estrecha acera, sorteando a la gente, a sus hijos, a sus perros, a los carritos de la compra. Todo resulta paradójico para una persona que trabaja a jornada completa, de lunes a viernes, encerrada en una oficina. Se le descubre un mundo nuevo, palpitante de vitalidad. Eléctrico.
Cuando lleva varios minutos caminando, siente dolor en los talones y en los dedos de los pies. Por mucho que pasen los años no termina de acostumbrarse a los zapatos de tacón. No es el calzado más adecuado para caminar, pero tampoco lo tenía planeado. Piensa: qué estoy haciendo. Se detiene; duda. Pregunta una dirección a un anciano que espera junto a una marquesina. El anciano le indica el camino con amabilidad, sin dejar de sonreír. Tiene esa clase de sonrisas surcadas de arrugas que inspiran confianza.
Por fin, llega a un parque en cuyo centro hay una fuente de piedra blanca, atestada de palomas. El parque está rodeado de jardines salpicados de rosales, donde un césped recién cortado brilla bajo el cénit solar. Huele a hierba. Los aspersores lanzan finos chorros de agua, y las gotas son arrastradas al capricho de la brisa.
Encuentra un banco libre, a la sombra. El resto de bancos están ocupados por universitarios y hombres y mujeres con traje que almuerzan tomando el fresco. Es un lugar agradable, una especie de oasis en medio de la vorágine semanal.
Alza la vista. Comprueba el número en el portal del edificio que tiene ante sí: es el número que buscaba. Barre con la mirada los balcones de los pisos, uno a uno, hasta posarse en el sexto. No logra saber con exactitud cuál será el suyo. Solo estuvo una vez aquí, hace ya dos décadas. Ni tan siquiera puede saber si seguirá viviendo en el mismo sitio.
Pasa el tiempo, el sol pierde fuerza. Los usuarios de los bancos son reemplazados por otros, desaparecen los hombres y mujeres de traje, también los universitarios, llegan amas de casa y ancianos que se anticipan a la salida de los colegios en busca de los nietos, luego vuelven con los niños a dar cuenta de la merienda y a dar de comer a las palomas. Es como un oleaje de sonidos: silencio, brisa, jolgorio, arrullo de palomas; otra vez silencio, brisa, jolgorio, arrullo de palomas. Ella permanece ajena a todo. Incluso al tono de su teléfono móvil que suena varias veces en el interior del bolso.
Caída ya la tarde siente frío; las farolas se encienden.
Entonces repara en una figura que aparece en el balcón. Observa las volutas de humo que se pierden en el cielo nebuloso. La silueta del hombre ha ganado volumen y ha perdido gracilidad, pero los gestos y la pose siguen siendo los mismos.
Sonríe tratando, a pesar de la distancia, de escudriñar las añoradas facciones que un día fueron suyas.
Minutos después, un niño sale al balcón. El hombre le alborota el cabello, apaga el cigarrillo y vuelven dentro.
Ella se levanta, sacude los pies, y regresa a la estación de autobuses.
Ya no siente frío.
Le reconforta pensar que, una vez, alguien, la amó de verdad.

Sergio G. Ross




http://elalmaimpresa.blogspot.com (un interesante blog que aconsejo que visites)

http://www.llegirencasdincendi.com (página de crítica literaria donde colabora habitualmente)

www.prosofagos.com (foro para cuya revista digital también colabora y donde podéis hallar varios relatos suyos)

domingo, 13 de febrero de 2011

Montse de Paz o cuando la calidad se hizo mujer



Hace más o menos un año me decidí a publicar una novela corta que tengo escrita desde hace tiempo ya, y que en principio ni estaba concebida como novela, ni tenía en mente publicar nada (salvo si acaso algún relato). Por ello comencé a pulular por varios foros, hasta que me topé con bibliotecasvirtuales.com. Entre otros comentarios, me llamó la atención una sección que había inaugurado una tal Elisabet Parés y donde compartía sus experiencias iniciales en el oscuro mundo de la publicación. Fue fulminante. Me enganché de tal modo que no pude dejar de leer los más de cien mensajes que ella y otros más habían dejado.
Un buen día, le mandé un correo electrónico. Lo envié antes de terminar de devorar todos los mensajes del foro, por lo que no sabía que por aquel entonces Elisabet ya había logrado publicar su primera novela de ficción. Eso me cortó, aunque lo mejor fue que, pocos días después…me contestó. Ese simple hecho le hizo escalar posiciones en el concepto que ya me había forjado de ella. Y a ese siguieron otros mensajes, siempre amable y atenta.

Ahora Montse de Paz, o Elisabet en los foros virtuales, acaba de ganar el Premio Minotauro en su VIII edición. ¡Y pensar que a punto estuve de enviar mi triste manuscrito! Risa me da ahora que lo pienso.
Según Fernando Delgado, miembro del jurado del concurso, “en Montse hay mucha literatura, pero no mal entendida, sino verdaderamente literaria, porque utiliza la palabra precisa y un lenguaje sencillo".
Llevo leyendo cuentos, relatos varios y simples mensajes que denotan lo que comenta Delgado: lenguaje preciso, directo y a la vez poético. Aunque sin dejar de lado un entusiasmo y energía que transmite al lector, animándole a continuar con su lectura.
Da la casualidad de que hace pocos días colgué en este blog un texto de Montse, y varios meses atrás otro más, aparte de un video que un fan colgó en youtube sobre una de sus novelas anteriores (abajo del blog). Aconsejo que les echéis un vistazo para tener una muestra de su calidad literaria.
Antes de concluir me alegra decir que no me sorprende este premio. No hay que ser un lince para augurar una más que excelente trayectoria en franca ascensión. Como anuncio en la breve biografía que expongo a continuación, Montse posee, además, calidad humana, con años de voluntariado a sus espaldas. Una persona como hay pocas.


Montse de Paz Toldrá nació en Lérida en 1970. Licenciada en Filología Inglesa, trabaja y colabora con organizaciones humanitarias desde hace más de veinte años. Su afición literaria arranca de la infancia y se ha nutrido con las experiencias adquiridas en su labor social y profesional. Redactora y directora de dos revistas, ha elaborado guiones para programas de radio sobre valores humanos, e imparte charlas sobre solidaridad y voluntariado. También colabora con algunas publicaciones escribiendo artículos de opinión y forma parte de la redacción de la revista literaria virtual Prosofagia. En la actualidad reside en Barcelona donde es co-directora de la Fundación ARSIS.

PD: el libro ganador se llama “Ciudad sin estrellas” y saldrá a la venta en marzo de este año. Hay que ahorrar ya mismo…

http://comollegarapublicar.blogspot.com

lunes, 7 de febrero de 2011

La rata

Ahí va otro relato de un crack de la escritura. Yo diría que si este hombre no publica es porque no quiere. No sé lo que están esperando las editoriales, la verdad...



La verdad: clarificadora, odiada y deseada. En ocasiones surge de improviso y, cuando lo hace, al incrédulo lo convierte en creyente, al ciego le devuelve la vista y al soberbio la prudencia.

Lo que voy a contar, aunque increíble, es mi verdad.

De camino a casa, después de varios meses de ausencia, sufrí el desfallecimiento de mi transporte. Mi coche, compañero de muchos años, acabó su vida en la cuneta de una carretera solitaria a altas horas de la noche, y cerca de un bosque para mí desconocido.

La oscuridad me obligó a buscar una linterna. Su luz fue breve, pero antes de morir, quizás en solidaridad con mi viejo amigo, me mostró el camino hacia una maravillosa casa colonial que, sin saber cómo, descubrí rodeada por abedules, castaños y una gran variedad de árboles pináceos.

Me dirigí hacia ella creyéndola la salvación a mi desgracia. A medida que me acercaba mi admiración iba en aumento. Unas lámparas de petróleo iluminaban su porche sostenido por cuatro fabulosas columnas.

La puerta, de madera noble bien pulida, albergaba dos grandes aldabas que la embellecían. Al sonido seco y solemne del metal se respondió con la apertura de la entrada. Ni un alma salió a recibirme. Con prudencia entré dando voces para darme a conocer. Ninguna respuesta.

Su interior, apenas iluminado, mostraba una mansión digna de un terrateniente. En el lado derecho distinguí una ancha y elegante escalera. A la izquierda una puerta de doble hoja, abierta de par en par, albergaba una biblioteca apenas iluminada por el resplandor de una gran chimenea.

—¿Hay alguien aquí? —volví a gritar.

Observé junto a la escalera una mesita con un quinqué y un teléfono. Me acerqué, y levantando el auricular comprobé que tenía línea, e hice la llamada para mi rescate. En una hoja de papel, pues no quise ser descortés, escribí mi disculpa y mi agradecimiento por el uso del teléfono.

Pensé que el quinqué serviría para iluminarme el camino de vuelta. Avivé la llama y, al dirigirme a la salida, vi un gran marco en una de las paredes. Al acercarme levanté la lámpara. Una enorme rata peluda me miraba fijamente. La luz hacía brillar sus ojos de forma espeluznante. Abrió la boca, y presa del miedo salí corriendo sin reparar que dejaba las puertas de la casa abiertas.

Corrí y corrí hasta que mis pulmones, necesitados de una buena bocanada de aire, me hicieron parar. Entonces pude comprobar que la infesta rata no me seguía. Miré dónde me encontraba y descubrí que me había perdido. Cogiendo como referencia la casa, que había abandonado precipitadamente, me orienté lo mejor posible dirigiéndome al lugar donde creía se encontraba mi fallecido transporte.

No podía quitarme de la cabeza la horrible imagen de la rata mirándome fijamente a los ojos, amenazante, dispuesta a saltar sobre mí. Con el vello erizado por el recuerdo continué caminando hasta que vi mi coche. Cuando faltaban unos dos metros para llegar pude distinguir en el cristal del parabrisas la enorme rata. Quedé paralizado. Horrorizado solté la lámpara que, al precipitarse contra el suelo, desparramó el líquido de su interior. En pocos segundos se produjo un incendio que me rodeó.

El fuego elevó sus tentáculos y pude verla con claridad. Su largo y puntiagudo hocico mostraba unos dientes enormes. Las uñas de sus garras, bien afiladas, estaban preparadas para rasgar la carne de su presa. Sus ojos se inundaron de sangre. Por su boca se deslizaba un débil hilo de saliva que, viscosa, tardaba en caer. El miedo me obligó a respirar profundamente el humo y me desmayé.

Cuando desperté apenas pude distinguir figura alguna debido a las vendas que cubrían mi rostro. Intenté llevarme las manos a la cara pero la voz dulce de una enfermera, y el dolor de las quemaduras, me hicieron desistir. Se me informó que me iban a quitar las vendas de la cabeza.

Con una gran excitación, que intentaba disimular, fui notando cómo desenrollaban, sin prisas, la fina tela. Cuando apenas quedaba una vuelta quise abrir los ojos, pero me reprimí. El médico me indicó que los abriera despacio.

—Hay mucha oscuridad —dije.

—No se preocupe, hemos dejado la habitación a oscuras. ¿Ve esta luz?

La luz de una linterna lápiz me buscaba uno ojo y luego el otro.

—Sí, la veo.

—Bien —aseveró el doctor—, vamos a encender una lámpara que iluminará el fondo de la habitación donde hay un sillón, ¿puede decirme de qué color es?

Una luz muy suave iluminó la pared que tenía en frente, y apoyada en ella había, efectivamente, un sillón.

—Negro, es de color negro.

Ante la alegría manifestada por la enfermera giré la cabeza sonriendo. Cuando de repente todo se tornó negro y perdí el sentido.

Cuando recobré el conocimiento pude comprobar que me encontraba en una habitación blanca, iluminada por el sol que entraba a través de una ventana, y vi el sillón negro. Observé que seguía cubierto de vendas por todo el cuerpo, incluidas mis manos. En la mesita que tenía al lado había un pequeño espejo. Con gran esfuerzo logré cogerlo y depositarlo sobre mi pecho. Con miedo por descubrir horribles cicatrices en mi cara fui levantándolo poco a poco.

Un grito desgarrador salió de mi garganta inundando toda la planta del hospital. Me faltaba el aire, mi respiración profunda acompañaba a los fuertes latidos de mi corazón que, acelerados, luchaban por escapar. Mi pecho se convulsionaba, mi visión se nubló, y acto seguido sentí una gran paz como nunca había imaginado.

En la lejanía pude oír al doctor y a la enfermera decir:

—Hora de la muerte las diez y media.

—¡Pobrecita rata! ¡Lástima!.

—Sí, señora comadreja —concluyó el doctor Panda—, lástima.

La verdad. Clarificadora. En ocasiones surge de improviso y, mostrándonos tal y como somos, nos arrebata lo que más queremos

(Mención de Honor en el Primer Concurso de la revista digital "Prosófagos"
Jesús García

http://luzypapel.blogspot.com

miércoles, 2 de febrero de 2011

Censura

Para reanudar tras estos parones obligados, aquí os dejo un relato que he rescatado de una colega de la que se está oyendo (y se oirá) en el futuro. Más que por la calidad literaria, que la tiene, por lo que cuenta. Es, cuanto menos, curioso, y da que pensar. Espero que alguna vez me explique si hay algo de verdad o no.


Censura


Estoy asustada. E indignada. No sé qué pensar...

Jamás pensé que escribir sería tan arriesgado.

Desde hace días he venido recibiendo extraños mensajes en mi buzón. Los he desdeñado, no es la primera vez que me llegan mensajes de ese género (algunos hasta de la CIA). Te dicen algo así como que te han “pinchado” el e-mail y te están rastreando, porque han descubierto que tus actividades en la red incurren en la ilegalidad… Un amigo me dijo que no son más que hoaxes o engañabobos. La verdad es que los envié directamente a la papelera y no hice caso.

Lo malo ha sido cuando he recibido esa llamada… Era por la mañana, temprano. Aún me tiemblan las manos sobre el teclado, mientras escribo esto.

-¿Señorita Elisabet?

He parpadeado unos instantes, perpleja. Nadie entre mis amigos y conocidos sabe que “Elisabet” es mi nick en los foros virtuales… y ninguno de mis colegas de los foros sabe mi número de teléfono. Así que he pensado que debía ser un error.

-Perdone, me parece que se equivoca.
-No, no. Escuche, ¿no es usted Elisabet, tal como está registrada en Bibliotecas Virtuales, Sedice.com, Letras escondidas o Ababolia?
Me he quedado sin palabras, con el corazón en la garganta. ¿Cómo pueden saberlo? La voz era masculina, correcta y neutral.
-¿De qué se trata? –he preguntado, con el tono más frío e indiferente que he podido. Cautelosa.
-Verá, señorita Elisabet… ¿O es señora? –el hombre de la voz ha esperado un instante en vano, no he respondido-. Verá. Desde hace un tiempo, estamos monitoreando el tráfico virtual que corre por diversos espacios muy concurridos. Pertenecemos a la policía cibernética. ¿Ha oído hablar de nosotros?
Una broma, he pensado. Maldita sea.
-Oiga, si esto es una broma de mal gusto, voy a colgar.
-No. No, por favor. Le ruego que atienda. El asunto es grave, le afecta directamente a usted y a muchas más personas. De modo que le pido que me escuche con atención.
Con el corazón entre los dientes, he tragado saliva.
-Mire, no sé ni cómo han dado ustedes con este teléfono, ni por qué me llaman. En realidad…
-En realidad, señorita Elisabet, sabemos que su nombre no es éste. Su verdadero nombres es… –y lo ha dicho-. Su documento de identidad es… Vive en… -ha dicho mi dirección con escalofriante exactitud-. Y tenemos su teléfono, como ve. ¿Se convence ahora de que ésta es una llamada seria?
Ahora sí que he tenido que agarrarme a los brazos de la silla.
-¿Cómo sé que esto no es un engaño? -me he resistido, aún.
Me ha parecido que la voz sonreía, comprensiva.
-Disculpe, me presentaré. Soy el agente Alvarez, del cuerpo de policía cibernética. Como puede suponer, Alvarez es también un nick… Lo hacemos por seguridad. Pero puede usted llamar a la Dirección General de Policía. Pida que le pasen con nuestro departamento y pregunte por mí… En seguida sabrán de quién se trata.
El capullo sabe que no llamaré. ¿O será cierto?
-Pero, ¿cuál es el motivo de su llamada? ¿Por qué me están vigilando?
-Verá, Elisabet. Tenemos su IP localizada –mierda, la IP… pueden ver todo, “todo” lo que hago en mi PC...-. También hemos intervenido sus cuentas de correo, tanto la personal como la de Hotmail. Seguimos a diario sus mensajes y todo cuanto cuelga en los diferentes blogs y portales a los cuales está subscrita. Hemos estado monitorizando sus posts en los foros. Un equipo de expertos ha analizado sus escritos, así como las respuestas que recibe y las intervenciones de otros participantes en los foros. Hacemos esto, Elisabet, cuando detectamos anomalías o ítems de riesgo.
-De… ¿riesgo?
-Es una forma de hablar. En nuestra jerga, los ítems de riesgo son aquel material y contenidos que, de forma explícita o implícita, hacen apología de la violencia, la pornografía, el terrorismo, el sexo u otras formas de delincuencia digital…
-Pero, ¡oiga! Yo… yo sólo participo en unos foros literarios. Soy una ciudadana honesta. Si tanto saben, sabrán que no tengo un solo antecedente penal… Nunca he visitado una página pornográfica, ¡lo juro! Ni me he descargado material de esa índole… Ni siquiera sé cómo descargar canciones, ni películas. ¡Jamás lo he hecho! Si en mi equipo hay algo sospechoso, puede ser por los dichosos popups, que se descargan solos, o algún virus, algún gusano…
De nuevo la voz ha sonreído. Maldita sea, ¿quiere ser amable, después de amilanarme de ese modo?
-No se trata de eso, Elisabet, sino de lo que usted escribe. Hemos detectado alarmantes indicios de contenido erótico, violento y sexista en sus escritos. Nuestra experta en delitos de género ha señalado varios aspectos muy delicados…
Entonces he saltado. De pronto, mi temor se ha convertido en indignación. ¿En qué siglo vivimos?
-Señor… Alvarez. Agente Alvarez. ¿Usted ha leído todo lo que la gente cuelga por ahí? ¿Se ha leído en serio mis escritos? ¡Eso es… es ridículo! Toda la literatura está llena de violencia, de sexo, de conflictos de género… ¿Dónde está la libertad de expresión? ¿Es que ahora van a implantar de nuevo la censura?
Él ha continuado, como si no me hubiera oído.
-Y no sólo eso. También existe un evidente riesgo de corrupción de menores…
-¿Qué? ¡Eso es una locura! ¿De qué me habla?
-Le hablo, Elisabet, de que en esos foros hay muchos participantes que son menores de edad. ¿No lo sabe? Hay chicos y chicas de doce, catorce, dieciséis años… Esos contenidos pueden afectar gravemente su integridad emocional.
Dios mío. No puede ser… Yo que siempre me he preocupado por la educación de los niños, de los jóvenes… ¿Cómo puede tacharme de corruptora de menores? Ese hombre me quiere hacer sentir culpable. Lo sé.
-Agente, usted no sabe lo precoces que son los adolescentes de hoy… Sí, claro que lo sabe. Están muy preparados, han visto mucho mundo y nada les escandaliza. ¡Nos dan cien vueltas a los adultos!
-Eso no quita que sean menores –ha respondido Alvarez, impertérrito.
-Pero, oiga… ¿Qué se supone que debo hacer? ¿No escribir? ¿Colgar cuentos de la abuelita, o canciones de cuna? ¿No se da cuenta de que la literatura…?
-Elisabet, lo siento, pero no puede utilizar la literatura para fines poco éticos y delictivos. Ahí acaba la libertad, como usted dice. Es lo que estoy intentando hacerle comprender.
¿Comprender? ¡Ahora sí que no comprendo nada!
-Agente, ¡usted no tiene ni idea! No confundamos las cosas. La literatura es eso… literatura. Me parece que es usted el que mezcla ficción y realidad.
-Ese es uno de los riesgos que tienen escritos como los suyos. Que los lectores puedan tomárselos al pie de la letra. ¿Comprende ahora por qué es tan peligroso que cuelgue en la red según qué relatos?
Mi temperatura ha ido en aumento. Creo que el agente Alvarez ha podido ver humo saliendo de su auricular.
-Mire. No sé a dónde quiere ir a parar. ¡Sigo sin entenderlo! Estamos en un mundo libre. Existe la libertad de expresión. La literatura, siempre, ¿me oye?, siempre, ha estado repleta de toda clase de aberraciones. Lea usted la Ilíada y la Odisea. Encontrará todo el machismo, el sexismo y la violencia gratuita que quiera… ¡y son obras cumbre de la literatura universal! Ya que me va de moral… ¡lea la Biblia! Le aseguro que no es un cuento de monjas para niños. Lea Shakespeare, lea Cervantes, lea cualquier clásico… La literatura es como la vida misma, feroz, engañosa, cruel, conflictiva y sangrienta… Pero es apasionante. Y es bella, ¿sabe? Es bella, y por eso nunca, ¡nunca! deja de enseñarnos cosas. ¡Me parece que no tiene ni idea de lo que habla! Es más, cada vez estoy más convencida de que esto tiene que ser una broma de pésimo gusto…
He tomado aliento. El agente ha vuelto a sonreír. Ahora lo he oído.
-Lamentablemente, no es así. No crea que no la comprendo, no… Pero, sintiéndolo mucho, debo avisarla –pausa-. Las normas de seguridad digital cada vez serán más estrictas. La estamos vigilando. No vamos a permitirle que siga publicando ciertos contenidos. En cuanto salte la alarma de riesgo, tenga por seguro que sus textos serán borrados automáticamente. Recibirá usted un aviso.
No puedo creérmelo. No puedo. De nuevo he sentido frío.
-Si reincide, volveremos a advertirla. A la tercera vez, sus cuentas de correo serán bloqueadas y usted no podrá acceder a Internet. Tendrá que pedir un permiso al juez. Recibirá en su casa la notificación oportuna. Y su actividad en la red será constantemente supervisada.
Me he quedado aturdida, como si me hubieran aporreado.
-Oiga… Me está diciendo…
-Le estoy diciendo que tenga cuidado con lo que publica. A partir de ahora, deberá evitar todo contenido que roce esos aspectos de riesgo. Usted puede escribir cuanto quiera… pero deberá imponerse unas restricciones.
-De acuerdo –mi voz ha salido pequeñita y delgada, como un hilo.
-No la volveré a molestar, señorita –me ha dicho Alvarez, ahora todo gentileza, como si se disculpara-. A menos que nos veamos obligados a ello. Era nuestro deber comunicárselo.
Ya. Ahora me viene de chico bueno. Después del sustazo.
-Bien… Gracias. Me doy por avisada.
Clic. He colgado, despacio.
De pronto, he sentido como si me hubieran chupado la sangre. Débil. Cansada. Muy triste.

Aún me tiemblan los dedos sobre el teclado.

Elisabet Parés