"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

martes, 4 de agosto de 2015

Revientatumbas-de Alberto Lominchar


Si existe un autor que ama la Historia y, en especial, la de España del siglo XIX ese es Alberto Lominchar. Poeta hasta la médula, crítico y algo revolucionario, Alberto no es un escritor conocido, aunque lo que hace, lo hace realmente bien.
En este interesante relato con título de lo más sugerente nos plantea la historia de Gumersindo Robles, un alma descarriada de la Villa de Madrid, y su desventurada incursión a un lugar al que nunca debió ir...


REVIENTATUMBAS

—¿Qué es eso? –pregunté a Nicomedes.
—¿Qué diablos sé yo? —replicó mi compañero.
—¡Pues alumbra, recontra, que no habremos de quedarnos con la duda!
— ¡Alumbra y ve tú, Gumersindo, que prefiero vegetar en la ignorancia y conservar en buena hora mi pellejo! —dijo el pusilánime.
Así que tuve que armarme de valor y proceder a acercarme al lugar de donde parecía provenir el sonido. Al poner luz al asunto, tan sólo resultó ser un osario, un triste montón de huesos apilados que, un momento antes, había colapsado de improviso.
—¿Qué? —interrogó Gumersindo.
—Las reliquias de otros tiempos, que no soportan la humillación de las montoneras y han decidido separarse y tirar cada cual por su lugar.
Esta aclaración no pareció lo suficientemente prosaica para la mollera de mi compadre, así que tuve que expresarme en términos más pedestres, acordes con sus magras entendederas. Una vez lo hubo asimilado, no se le ocurrió otra cosa que espetar:
—Pues esto es un mal augurio, Gumersindo, un mal augurio. Con este presagio de mal agüero, lo más sensato sería no meterle mano a este sinvergüenza.
—De eso nada, compadre. Una anécdota que no infundiría temor a una vieja no ha de privarme del placer de saquear a conciencia los restos de este pajarraco.
Y así levantamos la lujosa lápida, cavamos la tierra que cubría el sepulcro, descendimos inmisericordes sobre la caja y la descerrajamos con la palanqueta, acción ésta última que hubo de costarnos arduo esfuerzo, como si el condenado chivato de alguna manera estuviera haciendo fuerza desde dentro, dificultándonos la labor que con tanta pericia y pulcritud habíamos llevado a cabo en innúmeras ocasiones. Saltó al fin la tapa por los aires, y, aplicando el haz de luz de la linterna sobre los despojos, pudimos contemplar el macabro espectáculo: El rostro del chivato, descarnado, aparecía dotado de una mueca grotesca y horrible, a semejanza de una sonrisa torcida y malévola.
— ¡Carajo, qué mala pinta tiene el menda! —exclamó Nicomedes.
— ¡No la ha de tener, zopenco! —repliqué yo—. Habrá que verte a ti en este trance… Pero déjate de comentarios y mira, mira que tesoros nos tenía reservados este endemoniado.
Efectivamente: Acompañando al traje de gala del Santo Oficio, un ajuar compuesto de reloj de oro, condecoraciones, cadenas y un soberbio bastón se presentaba a nuestra vista con lujuriosa ostentación. Para rematar el cuadro, de la huesuda falange del anular derecho del menda refulgía un anillo coronado de una magnífica piedra: La noche no podía resultar más provechosa. Pero, claro, había un detalle que resultaría preludio al dicho ése de que poco dura la alegría en la casa del pobre:
— Oye, Gumersindo. Fíjate —soltó Nicomedes— Tiene un pergamino cosido al pecho del traje. Y algo hay escrito…
Y es que con la emoción del descubrimiento –y con el brillo del oro, ¡qué diablos!- no habíamos reparado de primeras en ese hecho.
— ¡Aparta, mendrugo, que tú no sabes leer! —le solté, no sin antes haberle propinado un soberbio empujón.
Y dicho lo cual arranqué sin miramientos el legajo del pecho de la momia, aplicándome a leerlo en alta voz a la somera luz del hachón que mi compadre sostenía.
-“Despreciable y mísero mortal; Deplorable detritus, hez inmunda, poso bastardo de esta inicua sociedad: Si tu ignorante osadía y tu codicia han sido tamañas que te han llevado hasta mi último refugio, sirvan estas líneas como postrera advertencia: Guárdate de pretender enajenar las reliquias de este humilde siervo del Señor, de este hermano del Santo Oficio que te anda vigilando desde el Cielo. Medita y sopesa el crimen que vas a cometer, y retira tus manos pecadoras de mis terrenales galardones. Hazlo, detestable engendro, o atente a las consecuencias.”
— ¡Hola! —exclamé yo, al terminar de leer la jaculatoria— ¡Pues sí que nos las desea buenas el muy respetable señor!
— ¡No te chancees, Gumersindo! —acertó a articular Nicomedes, lívido como un ánima en pena—. Mira que a mí estas cosas me imponen respeto…
— ¿Respeto? Miedo y pánico, Nicomedes, querrás decir miedo y pánico —le espeté, indignado por ver temblón como un cachorrillo a un hombre acostumbrado a reventar mausoleos y expoliar sus cadáveres—. Pues contigo o sin ti —le advertí con firmeza— yo pienso dejar tieso a su “santísima”, aunque sólo sea por reírme de estas amenazantes supercherías dignas de fábula para asustar octogenarias.
Dicho esto, comencé a guardar en un zurrón las resultas de tan provechosa jornada. Después tuve que rematar el re-enterramiento solo y por mi cuenta, ya que el pusilánime de Nicomedes no quiso saber nada sobre el asunto en cuestión y se escabulló a la carrera, linterna en mano, trastabillándose con cruces, túmulos y montoneras de huesos, que parecían haberse conjurado para frenar aquella alocada y ridícula fuga. Regresé a casa tan ufano con mi botín, en un camino sin más incidencias que las que tuvimos en el camino de ida –sólo que sin la compañía del colega desertor-. Entré en el catre, y me sumergí en un sueño profundo y reparador, pensando en los pingües beneficios que me habría de reportar aquella jornada de trabajo tan intensamente productiva. Al levantarme, dirigí mis pasos a la covacha de Peláez, mi perista de cabecera, hombre amable y correctísimo en el trato, pero ladrón, intrigante y abusivo a partes iguales en lo tocante a las negociaciones. Sobradamente confiado en las posibilidades que ofrecía mi botín, no reparé en la rastrera condición del perista, que hubo de atrincherarse en dar un mísero puñado de reales por el opulento contenido de un saco repleto de tesoros, fruto de una noche de ardua labor. Él no cedió. Yo no di mi brazo a torcer. Él se enrocó. Yo no me bajé de mi metafórico burro: Aquel enorme desencuentro hubo de salvarme la vida.
Pasé ese día entero sopesando las posibilidades que me ofrecía el mercado para colocar mis recién adquiridas posesiones y, juzgándolo como más oportuno, decidí finalmente plantear mis vacilaciones al modorro de Morfeo. Así pues, cansado de divagar, penetré en mi humilde yacija de trabajador por cuenta propia y, no bien tomé posición horizontal, quedé temporalmente fuera de este mundo. Recuerdo que, tras un periodo de sueño reparador, un frío húmedo y desagradable comenzó a adueñarse de mí. En lo que me pareció un estado de inquietante duermevela, creí distinguir unas pisadas cansinas, como de pies que se arrastran lenta, pero inexorablemente. Yo pugnaba por abrir los ojos, pero mis esfuerzos resultaron estériles. Un olor a azufre, un aroma acre y repulsivo pareció extenderse por mi sueño. Los pasos se acercaban sigilosos hacia mi lecho y entré en paroxismo, desesperado pero incapaz de despertar. Sentí sobre mí un aliento gélido y putrefacto, y unas manos que operaban una extraña ocupación sobre mi pecho.
Me desperté gritando. El vocerío atrajo a mi madre hacia mi desastrada y mísera habitación. Tras tratar de apaciguarme –y conseguirlo, en efecto-, reparó en algo en lo que yo, en mi azoramiento, no había reparado: Sobre mi camisón sucio y ajado, en pleno pecho, un pergamino cosido campaba a sus anchas. Como mi “veneranda” no posee el don de la lectura, arranqué con ansiedad el escrito, dejando un escasamente estético boquete en mi prenda. El texto, escrito en tinta roja y que desprendía un hedor a cabrito quemado, venía a ser breve pero contundente. Decía así:
“Escoria humana; Pecador inmundo: No has sido capaz de refrenar tu codicia, ni de respetar las advertencias de un difunto. No dilates lo que debes hacer, pues el tiempo ya corre en tu contra: ¡¡Devuélveme lo que es mío!!”
— ¿Pero qué significa esto, hijo? —preguntó mi madre.
Todavía en pugna con mi angustia, sólo acerté a balbucear:
— No… no…. No se preocupe usted, madre. Esto ha sido cosa de Nicomedes, que hubo de colarse en casa para gastarme esta chanza de mala baba. ¡Ya sabe lo bromista que es el pollo!

Alberto Lominchar (fragmento de "Revientatumbas", relato perteneciente a la antología "Leyendas de la cavernas profunda" que puedes descargar donando sólo 1€ para Save The Children. ¿ Dónde? Pues aquí )



Alberto Lominchar (breve biografía)

Nació en Aranjuez (Madrid) el 24 de Abril de 1973. Es maestro y licenciado en Filología Inglesa.
En el plano literario, ha publicado dos poemarios:
Errático Albor (2006)
Ante tanta indiferencia (2011) (puedes obtenerlo aquí )
También es autor de dos novelas, de corte radicalmente diferente:
El hombre bueno que supo hablar (2009), obra de humor surrealista, ácido y crítico con la sociedad. Puedes conseguirlo aquí
Numancia contra el tirano (2011), novela histórica en homenaje a José de Espronceda, y que bucea en el periodo más desconocido de la vida del genial vate: Su primera juventud. Consíguelo aquí
En la actualidad, se encuentra en preparación de una segunda novela dedicada a José de Espronceda, que pretende ser una continuación de la ya mencionada Numancia contra el tirano.