"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

jueves, 8 de diciembre de 2011

Vocación truncada


Os dejo un más que interesante relato corto de Marta Querol, para todos los fans de ella que le piden algo más que sus novelas. Que se vea que escribe de un modo que engancha y atrapa.

Vocación truncada

Llevaba una hora en la calle pasando frío, y nada. Ni un cliente había parado. «Maldito frío», se dijo. Si no fuera porque le fastidiaba el negocio, se habría enfundado en el anorak acolchado que se había comprado la semana anterior. ¡Qué calentito era! Se estremeció. Una ráfaga helada se abrazó a las muchas partes de su anatomía que quedaban al descubierto. «Mejor», se dijo. El frío hacía más evidentes sus encantos bajo aquella miniblusa transparente. Observó ambos lados de la calzada. Solo un par de compañeras adornaban la acera opuesta.
Miró el reloj y se encendió un cigarrillo. Mantuvo las manos resguardando la llama para calentarlas todo el tiempo que pudo. Sus manos... Las contempló. Eran perfectas: delgadas y finas. Nunca imaginó que terminarían estirando, temblorosas, el bajo de una falda de cuero para tratar de paliar la crudeza de las noches en la calle.
Tan solo seis años antes tenía un futuro prometedor por delante. Buena estudiante, sacó nota para entrar en medicina. Quería ser cirujano. Su madre no podía pagarle la carrera, pero ella le dijo que trabajaría. Lo intentó. Bien sabe Dios que lo intentó. Pero lo más que consiguió fue recibir la atención de algún que otro profesor al que no le pasaba desapercibido su atractivo. Tal vez pudiera sacarle partido, pensó entonces. Decidió, para evitar riesgos, limitar su clientela al personal del Campus. Hizo unas sugerentes tarjetas con su número de móvil y las puso en la ventanilla de los coches que aparcaban allí. No le importaba que la reconocieran. A fin de cuentas, quien requiriera sus servicios tampoco lo iba a pregonar.
Le fue bien desde el principio, incluso mejoraron sus notas en alguna asignatura; pero el dinero no le alcanzaba. El sueldo de su madre daba para poco más que para mantener a sus cuatro hermanos. Ella quería vivir, además de estudiar; quería ganar más y con los asiduos del Campus era insuficiente.
Uno de los clientes habituales controlaba la Farmacia, y no le costó mucho hacerse con sus llaves y sacar una copia. Tan pronto la tuvo, comenzó a hacer visitas clandestinas al laboratorio. Sabía bien qué buscar. Más difícil fue encontrar compradores, pero varias tardes en un Ciber visitando páginas de venta de fármacos ilegales le dieron la pauta a seguir. Era arriesgado, tenía que entregar las dosis en persona, pero resultó ser más rentable que las visitas a la pensión y menos desagradable. La morfina y los derivados de la benzodiazepina tenían una clientela fiel. Procuraba sustraer productos diferentes cada vez, en pequeñas cantidades. Tomaba sus precauciones, usando guantes de latex, vigilaba que no la viera nadie. Era rápida; había llegado a controlar la organización de aquella pequeña botica.
Pero no tardaron en dar con ella. La pillaron entregando dos cajas de Rohypnol a una mujer madura que resultó ser agente de policía. Aparte de la sentencia que le cayó, la expulsaron de la Facultad cuando le quedaba poco para titularse. ¡Con el futuro que tenía! Era cirujana de vocación, y había acabado de puta por necesidad…
Sus pensamientos se interrumpieron al verse deslumbrada por los faros de un coche. Esbozó su mejor sonrisa y sacó pecho. Seguía erizado. Rogó para que aquel vehículo que rodaba con esa lentitud característica de quien está revisando la mercancía, se detuviera frente a ella. O paraba, o se volvía a casa antes de pillar una pulmonía.
Se detuvo.
El propietario del vehículo resultó ser un hombre joven. Treinta y tantos. «Buena pieza para esta noche», se dijo contenta. No le costó nada cerrar el trato, aunque le regateó.
«Qué tiempos», se dijo, «que hasta un polvo está de saldo». Pero aceptó. ¿Cómo lo iba a dejar pasar?
Se dirigieron a la pensión sin apenas hablarse, salvo para darle la dirección y preguntarle un nombre por el que llamarle. Sabía que casi nunca era el auténtico, pero le facilitaba el trabajo.
―Juanjo. Me llamo Juanjo ―respondió el hombre sin mirarla―. ¿Y tú?
―Mónica ―le contestó ella, convencida de que por una vez no se habían inventado el nombre. ¿A quién se le ocurre decir que se llama Juanjo, si no es así? Sonrió. Parecía ingenuo y esos eran los más fáciles.
En quince minutos estaban en la puerta de la pensión. Situada en un lugar apartado y de apariencia cutre, tenía unas habitaciones impensables en un sitio así, donde destacaba la inmensa cama y una bañera estupenda. El dueño cobraba la habitación y un “suplemento”, que Rosario, que es como en realidad se llamaba, pagaba encantada. Aquel sitio le traía suerte. Nunca llevaba a sus clientes a casa, por las muchas complicaciones que eso conllevaba. No quería hacer sufrir a su madre, que bastante había pasado ya.
Durante el viaje había entrado en calor. Miró sus manos; habían dejado de temblar.
A Juanjo le apremiaba la necesidad, pero ella lo convenció para relajarse con un baño de espuma y una copa. Le iba a costar lo mismo y disfrutaría más, le argumentó, risueña.
Lo desnudó con mimo. Estaba en forma. Salió un momento para dejar la ropa de Juanjo en la habitación y, de paso, inspeccionarle la cartera. Los vivarachos ojos de una niña de tres o cuatro años la saludaron desde los brazos de una mujer morena, algo gruesa y no muy agraciada. Rosario volvió a sonreír.
Regresó al baño. A Juanjo los ojos le brillaban, mientras mantenía en la mano la copa que Rosario le había dado. Estaba casi vacía.
―¡Qué rápido! No me has esperado ―le dijo mimosa―. Empieza la cuenta atrás… ―canturreó―. Diez… Nueve… ―se fue desabrochando la minúscula blusa mientras él la observaba embobado― Ocho… Siete… ―su blusa cayó al suelo con la misma lentitud que contaba― Seis… Cinco… ―estaba a punto de caer su falda cuando lo que cayó fue la copa que Juanjo mantenía en la mano, haciéndose añicos.
―¡Joder, que tío más torpe! ―exclamó Rosario, mientras quitaba el tapón de la bañera―. Ahora tendré que recoger los cristales.
Aseo como pudo el lugar para moverse sin riesgos, cogió su teléfono y marcó.
―Tengo uno… ¡Y yo qué sé!, pues treinta y tantos, supongo... Es estupendo, de lo mejorcito… De acuerdo, en una hora lo tendrás disponible. No te retrases como la última vez, y trae el dinero.
Cuando colgó, sacó su maletín, la pequeña nevera portátil, el hielo que guardaba en el congelador del minibar, se lavó las manos y miró el reloj para controlar el tiempo del que disponía hasta que despertara. Sus ojos brillaron. Quien le iba a decir a ella, después de todo lo pasado, que terminaría ejerciendo la cirugía.


Marta Querol Benèch

www.martaquerol.es

2 comentarios:

  1. Interesante relato Marta, gracias Beren por colgarlo.
    Realista como la vida misma.

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  2. Esta Marta es mucha Marta. Me sorprendió el relato cuando lo leí. No esperaba esa "oscuridad".
    Gracias por comentar, Silvia, de verdad.

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