Sin más palabras y sin más dilación, aquí va.
El último duelo- de Jesús Valbuena
Cuando
vi los datos del reo condenado en aquellos viejos ficheros me di cuenta de la
crueldad que se esconde tras cualquier guerra. Eran las siete y cuarto de la
mañana y yo acababa de llegar a la prisión, tras desayunar un poco de café negro
con un trozo de pan en el cuartel.
–Tu hombre te espera en la 122. Estos dos te acompañarán.– El sargento se quitó la gorra, se pasó la mano por la cabeza despejada y sacó un cigarrillo de su petaca–. No os demoréis que en el frente os aguardan para la hora de la comida.
Cogí la ficha del reo y comencé a caminar por las galerías de la prisión, escoltado por los dos hombres asignados por el sargento. Con la mirada fija en el final de cada corredor, ajeno a los gritos y a los insultos del resto de presos, ajeno al pestilente olor que desprendían aquellos calabozos llenos de miseria, retrocedí en el tiempo para intentar aminorar la importancia que yo le daba a la presencia de Julián Revenga Martínez en mi corta vida, que apenas superaba los veinte años y que hoy me brindaba el cargo de cabo primero en el Ejército Nacional, a las órdenes de Franco.
–Como me excita cada mañana darle matarile a uno de estos hijos de puta –dijo riendo uno de los soldados que me acompañaban en tan ingrata tarea.
–¡Le ordeno que se calle!– le corté.
“Quizás no sea tan ingrata, al fin y al cabo es la vida la que te va colocando en uno u otro lugar. Y a él lo ha puesto en el lado de los malos”, pensé. Mi madre me contó que fue su madre, la de Julián, la que la ayudó en el momento de dar a luz. Era Navidad y la matrona se había ido a pasar unos días con su familia al pueblo de al lado. Fue su madre, la de Julián, la que se encargó de calentar el agua, de preparar toallas y de cortar el cordón cuando salí de las entrañas de mi madre.
Para llegar a la 122 debíamos cruzar el patio. La mañana en la cárcel era más fría que en la calle, si cabe. Los altos muros de la prisión impedían que diera apenas el sol en ese patio. La escarcha y las placas de hielo sobrevivían más días que muchos de los reos que entraban un día por una puerta y salían por la otra, al día siguiente, para ser ejecutados.
Julián llevaba solo tres días entre los muros de Ocaña. Su único pecado era ser hijo del maestro del pueblo, al que habíamos matado los de mi bando, los buenos, nada más proclamarse el levantamiento. Aún recuerdo las tardes que compartimos Julián y yo en su casa, leyendo y escribiendo en los cuadernos de caligrafía que su padre nos proporcionaba. Cada tarde, después de la escuela, nos afanábamos en rellenarlos con una letra redonda y clara. Su madre nos daba para merendar bizcochos con un riquísimo chocolate caliente, aunque aquella mañana quise creer que el chocolate no era más que veneno de rojos. Necesitaba espantar aquellos recuerdos. Yo era cabo del ejército franquista y él no era más que un rojo, como su padre el maestro. Un rojo envenenado, como el chocolate de su madre.
Julián estaba en la cuarta celda después de cruzar el patio. Antes de situarme frente a sus rejas me ajusté bien la gorra, tapando cuanto pude mi cara con la visera. Me eché la capa a los hombros y agarré con fuerza las cinchas de mi fusil. Ya frente a él, pronuncié su nombre con la autoridad que me daba ser cabo en el ejército de Franco. Julián se levantó del suelo y se agarró a los barrotes de su celda. Me sorprendió la dignidad que exhibía debajo de esas ropas sucias, rotas, empapadas en sudor. Julián estaba descalzo. En torno a su pie jugueteaba un pequeño ratón de color pardo, al que apartó de una leve patada.
A nosotros, tras la merienda, nos gustaba salir a jugar fuera. Nos gustaba jugar a los duelos. Con varias tablas de un mueble viejo, Julián y yo construimos un precioso revólver para cada uno. Entonces era precioso, hoy no dejarían de ser cuatro tablas preparadas para la muerte de la inocencia. En el descampado que había frente a su casa nos colocábamos espalda contra espalda. Entonces empezábamos a contar hasta diez. Cada número, un paso. Era una cuenta atrás eterna. Emocionante. Casi tanto como las que se narraban en los libros que nos prestaba su padre en la escuela. Al llegar al número diez, ambos dábamos un giro de 180 grados. Uno frente al otro. Dos niños frente a la muerte. Ahí entraba en juego nuestra imaginación: moría el más lento. Mataba el que menos tardaba en guiñar un ojo. Nuestros párpados eran los gatillos de nuestras armas. Un guiño, una bala. La muerte.
–Sígame, por favor –le dije abriendo las rejas de su celda.
–¡Y tú mírame a la cara, si todavía te quedan cojones! –respondió.
Lo saqué de la celda de un culatazo. Él agachó la cabeza y empezó a andar con las manos a la espalda, sin rechistar. Yo le seguía de cerca. Tras de mí, los dos hombres que me había asignado el sargento. Nuestro desfile por los corredores de la prisión provocó un silencio ensordecedor en todas y cada una de las celdas. Apenas se escuchaban las oraciones que susurraban los reos que rezaban por el alma de Julián.
Cuando uno guiñaba el ojo, el otro caía al suelo, fulminado. La madre de Julián nos solía reñir: “¡Al final os vais a hacer daño!” Nosotros reíamos sin parar y acabábamos a tiros ficticios por el descampado: “¡Pum, pum pum!”
Al cruzar el patio Julián se paró en seco e intentó girarse. Se lo impedí de una patada. Noté como mis botas impactaban con sus huesos, apenas recubiertos de pellejo.
–¡Venga coño! ¡No me lo pongas más difícil!
Seguimos andando hasta alcanzar la puerta de la prisión. Desde allí, caminamos otros dos kilómetros, más o menos, hasta la tapia del cementerio. Mis dos esbirros colocaron a mi amigo de espaldas a la pared y regresaron junto a mí. Les ordené colocarse detrás. Obedecieron, sin más. Agarré el fusil y apunté a Julián, que no dudó en aguantarme la mirada. Como cuando éramos niños.
Empezaba a amanecer. El cielo enrojecía con la aparición de los primeros rayos de sol. Las piernas me temblaban, el dedo índice no atinaba en el gatillo.
–¡Venga! ¡Dispara, valiente! –gritó Julián.
Pero no disparé. Al menos a tiempo. Con la mirada de Julián clavada en mis ojos, yo guiñé el derecho y no disparé hasta que no cayó al suelo. El balazo hizo un pequeño rasguño en la tapia del cementerio. Julián, tumbado en el suelo, no se movía. Como cuando niños, supo fingir muy bien la muerte. Sin embargo, dos disparos rompieron el tenso silencio que ambos manteníamos en nuestro último duelo.
–Señor, me pareció que respiraba. Por eso he decidido rematarlo.
–Volvamos a la cárcel, a ver si hay chocolate caliente –dije yo.
Jesús valbuena
–Tu hombre te espera en la 122. Estos dos te acompañarán.– El sargento se quitó la gorra, se pasó la mano por la cabeza despejada y sacó un cigarrillo de su petaca–. No os demoréis que en el frente os aguardan para la hora de la comida.
Cogí la ficha del reo y comencé a caminar por las galerías de la prisión, escoltado por los dos hombres asignados por el sargento. Con la mirada fija en el final de cada corredor, ajeno a los gritos y a los insultos del resto de presos, ajeno al pestilente olor que desprendían aquellos calabozos llenos de miseria, retrocedí en el tiempo para intentar aminorar la importancia que yo le daba a la presencia de Julián Revenga Martínez en mi corta vida, que apenas superaba los veinte años y que hoy me brindaba el cargo de cabo primero en el Ejército Nacional, a las órdenes de Franco.
–Como me excita cada mañana darle matarile a uno de estos hijos de puta –dijo riendo uno de los soldados que me acompañaban en tan ingrata tarea.
–¡Le ordeno que se calle!– le corté.
“Quizás no sea tan ingrata, al fin y al cabo es la vida la que te va colocando en uno u otro lugar. Y a él lo ha puesto en el lado de los malos”, pensé. Mi madre me contó que fue su madre, la de Julián, la que la ayudó en el momento de dar a luz. Era Navidad y la matrona se había ido a pasar unos días con su familia al pueblo de al lado. Fue su madre, la de Julián, la que se encargó de calentar el agua, de preparar toallas y de cortar el cordón cuando salí de las entrañas de mi madre.
Para llegar a la 122 debíamos cruzar el patio. La mañana en la cárcel era más fría que en la calle, si cabe. Los altos muros de la prisión impedían que diera apenas el sol en ese patio. La escarcha y las placas de hielo sobrevivían más días que muchos de los reos que entraban un día por una puerta y salían por la otra, al día siguiente, para ser ejecutados.
Julián llevaba solo tres días entre los muros de Ocaña. Su único pecado era ser hijo del maestro del pueblo, al que habíamos matado los de mi bando, los buenos, nada más proclamarse el levantamiento. Aún recuerdo las tardes que compartimos Julián y yo en su casa, leyendo y escribiendo en los cuadernos de caligrafía que su padre nos proporcionaba. Cada tarde, después de la escuela, nos afanábamos en rellenarlos con una letra redonda y clara. Su madre nos daba para merendar bizcochos con un riquísimo chocolate caliente, aunque aquella mañana quise creer que el chocolate no era más que veneno de rojos. Necesitaba espantar aquellos recuerdos. Yo era cabo del ejército franquista y él no era más que un rojo, como su padre el maestro. Un rojo envenenado, como el chocolate de su madre.
Julián estaba en la cuarta celda después de cruzar el patio. Antes de situarme frente a sus rejas me ajusté bien la gorra, tapando cuanto pude mi cara con la visera. Me eché la capa a los hombros y agarré con fuerza las cinchas de mi fusil. Ya frente a él, pronuncié su nombre con la autoridad que me daba ser cabo en el ejército de Franco. Julián se levantó del suelo y se agarró a los barrotes de su celda. Me sorprendió la dignidad que exhibía debajo de esas ropas sucias, rotas, empapadas en sudor. Julián estaba descalzo. En torno a su pie jugueteaba un pequeño ratón de color pardo, al que apartó de una leve patada.
A nosotros, tras la merienda, nos gustaba salir a jugar fuera. Nos gustaba jugar a los duelos. Con varias tablas de un mueble viejo, Julián y yo construimos un precioso revólver para cada uno. Entonces era precioso, hoy no dejarían de ser cuatro tablas preparadas para la muerte de la inocencia. En el descampado que había frente a su casa nos colocábamos espalda contra espalda. Entonces empezábamos a contar hasta diez. Cada número, un paso. Era una cuenta atrás eterna. Emocionante. Casi tanto como las que se narraban en los libros que nos prestaba su padre en la escuela. Al llegar al número diez, ambos dábamos un giro de 180 grados. Uno frente al otro. Dos niños frente a la muerte. Ahí entraba en juego nuestra imaginación: moría el más lento. Mataba el que menos tardaba en guiñar un ojo. Nuestros párpados eran los gatillos de nuestras armas. Un guiño, una bala. La muerte.
–Sígame, por favor –le dije abriendo las rejas de su celda.
–¡Y tú mírame a la cara, si todavía te quedan cojones! –respondió.
Lo saqué de la celda de un culatazo. Él agachó la cabeza y empezó a andar con las manos a la espalda, sin rechistar. Yo le seguía de cerca. Tras de mí, los dos hombres que me había asignado el sargento. Nuestro desfile por los corredores de la prisión provocó un silencio ensordecedor en todas y cada una de las celdas. Apenas se escuchaban las oraciones que susurraban los reos que rezaban por el alma de Julián.
Cuando uno guiñaba el ojo, el otro caía al suelo, fulminado. La madre de Julián nos solía reñir: “¡Al final os vais a hacer daño!” Nosotros reíamos sin parar y acabábamos a tiros ficticios por el descampado: “¡Pum, pum pum!”
Al cruzar el patio Julián se paró en seco e intentó girarse. Se lo impedí de una patada. Noté como mis botas impactaban con sus huesos, apenas recubiertos de pellejo.
–¡Venga coño! ¡No me lo pongas más difícil!
Seguimos andando hasta alcanzar la puerta de la prisión. Desde allí, caminamos otros dos kilómetros, más o menos, hasta la tapia del cementerio. Mis dos esbirros colocaron a mi amigo de espaldas a la pared y regresaron junto a mí. Les ordené colocarse detrás. Obedecieron, sin más. Agarré el fusil y apunté a Julián, que no dudó en aguantarme la mirada. Como cuando éramos niños.
Empezaba a amanecer. El cielo enrojecía con la aparición de los primeros rayos de sol. Las piernas me temblaban, el dedo índice no atinaba en el gatillo.
–¡Venga! ¡Dispara, valiente! –gritó Julián.
Pero no disparé. Al menos a tiempo. Con la mirada de Julián clavada en mis ojos, yo guiñé el derecho y no disparé hasta que no cayó al suelo. El balazo hizo un pequeño rasguño en la tapia del cementerio. Julián, tumbado en el suelo, no se movía. Como cuando niños, supo fingir muy bien la muerte. Sin embargo, dos disparos rompieron el tenso silencio que ambos manteníamos en nuestro último duelo.
–Señor, me pareció que respiraba. Por eso he decidido rematarlo.
–Volvamos a la cárcel, a ver si hay chocolate caliente –dije yo.
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