Dedicado a todos aquellos que han intentado publicar y han sido rechazados una y otra vez. Pues eso, a gente con más moral que el Alcoyano. Si eres uno de nosotros, acomódate. Y si no...también. Bienvenidos todos a la Generación del Alcoyano
"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"
San Agustín
San Agustín
martes, 22 de febrero de 2011
¡Deusvolt!
Lo siguiente que os voy a presentar es un relato de uno de los más activos blogeros que he encontrado hasta el momento. Sergio G Ross- o Deusvolt como se le conoce en los foros- es una figura volcada en múltiples actividades literarias, como tertulias, colaboraciones varias con revistas como la que edita digitalmente el foro www.prosofagos.com , de gran calidad por otra parte, colaboraciones en páginas de crítica, etc…Tiene además varias novelas escritas, todavía no publicadas, y está esperando como muchos otros que alguien fije sus ojos en alguno de sus manuscritos.
Aunque lo mejor es, para mí, la generosidad para con otros de sus compañeros, ya que siempre que puede los apoya de un modo u otro, anunciando sus libros, escritos, entrevistas, etc. Da gusto encontrarse personas así en este mundo tan competitivo y, sin ninguna duda, se merece lo mejor. Espero que pronto se le reconozca su labor de una forma o de otra.
Estoy seguro de que le llegará el momento.
Por cierto, hablando de su generosidad, aprovecho para avisaros de la presentación de la novela "El final del ave fénix" de Marta Querol el día 23 de febrero en el real Casino de Murcia. El acto será presentado por Patrick Ericson y el mismo Sergio G. Ross, y contará por supuesto con la autora.
Más información en www.martaquerol.es y http://elalmaimpresa.blogspot.com
Y, sin más preambulos, ahí os va el relato...
Recuerda
Se levanta con el ánimo sombrío.
Vestida solo con una camiseta de tirantes, se acerca al cristal de la ventana. Ladea la cortina con una mano y se queda mirando la placita de enfrente, presidida por una palmera curvada, con sus hojas verdes colgando, impertérritas, sin que una brizna de viento las acose. De fondo, se escuchan los chillidos de las cotorras que viven en la copa y que comienzan un nuevo día entre los mortales.
La luz del amanecer hace su aparición rompiendo la enredadera de sombras. Suspira; todavía nota el latido desbocado que se originó en los sueños de los que acaba de huir. Durante un instante, el cristal le devuelve parte de su reflejo: los pechos caídos, las caderas ensanchadas, las raíces negras, los ojos cercados de arrugas. La mano tiembla en la tela de la cortina. Desde atrás, ahogando el estruendo de las cotorras, le llegan los ronquidos de Pedro, entrecortados, rotundos. Yace ocupando casi toda la cama; su reflejo no puede ser más desalentador: gordo, flácido, velludo. Otrora fue un hombre apuesto, musculoso, coqueto.
Piensa: el tiempo lo cura todo, hasta las ganas de hacer deporte.
Antes de ir al lavabo ojea de nuevo la plaza.
Durante la mañana, el ánimo no mejora. El jaleo que arman sus compañeras, correteando por los pasillos de la oficina, mascando chicle, aporreando los teclados y gritando para entenderse por teléfono, le recuerda a las cotorras de la palmera. En cierta forma, parte de ella sigue allí, en esa plaza de ladrillos apretados.
Antes de comer, la jefa la llama a su despacho: mala señal. No se equivoca, después de todo siempre fue buena intuyendo cosas. El discurso comienza sin paliativos, con la consiguiente mención a la crisis. Mientras escucha no puede dejar de mirarle las uñas; necesitan una manicura urgente. Recibe la noticia sin pestañear; podría haber sido peor, al menos le dan a elegir: reducción de jornada con pérdida de seiscientos euros (la mitad de su sueldo) o la calle. Contesta que se lo pensará, se levanta y sale del despacho sin despedirse; sabe que en parte ha decepcionado a su jefa, seguro que esperaba otro tipo de reacción: lagrimeos, lloros, pataleos… lucha. El placer subyugante de la humillación. Pero hoy no es día para luchar.
Vuelve a casa caminando, siguiendo el recorrido que seguramente “él” hacía todas aquellas tardes hasta la placita. Pasa junto al mercado de frutas, compra una manzana que parece sacada de una película de dibujos animados y la muerde mientras contempla el paisaje. Algunos hombres la observan, pero ya no levanta la misma expectación que antaño. Ha perdido parte de ese poder magnético, casi animal, que hacía girarse las barbillas y recibir pescozones a los hombres casados.
Cuando alcanza la placita, de la manzana sólo queda el corazón; la tira en una papelera. Quizá todavía pueda salvarse el día: lo bueno de que Pedro esté desempleado es que no tienen que rendir cuentas a nadie; pueden coger el coche e irse al pueblecito en la sierra donde se encerraron un fin de semana, siendo novios, e hicieron el amor sin parar.
Se detiene junto a la palmera, protegiéndose del sol. Mira hacia lo alto, contando los pisos de su edificio para poder calcular qué ventanas corresponden al suyo. Se da cuenta de que, por primera vez, está mirando desde la misma posición desde la que él la observaba todos los días, durante aquel año en el que le hizo aquella promesa de amor.
La ventana de su dormitorio tiene las cortinas abiertas. Sólo dura un instante pero puede ver a una mujer desnuda, de grandes pechos, asomándose al cristal y que cierra las cortinas. Se queda sin aliento; parpadea. Trata de recomponer la imagen en su memoria. Siente que el corazón le oprime la garganta, traga saliva: cree reconocer a la chica. Podría ser la dependienta de la zapatería que hay en el bajo comercial. Sí, se dice, es ella.
Su mano busca el tronco de la palmera. Primero lo roza levemente, luego, descansa parte de su peso apoyando el hombro. Es un tronco rugoso, curtido con capas y capas que han crecido las unas sobre las otras, como viejas cicatrices.
Se asombra de que no pueda llorar. En cambio, siente un enorme vacío que se abre paso en su interior, a corte limpio entre las entrañas.
En algún momento descubre la inscripción en la corteza del tronco: J., 15 de septiembre de 1993.
¿Qué habrá sido de él?
Invadida por la desazón, cruza la calle; un coche tiene que frenar en seco para no atropellarla. Luego se adentra en un callejón pronunciado, de adoquines húmedos, apretando el paso y sin mirar hacia atrás, ni escuchar el claxon que la increpa.
Piensa: no quiero que las cortinas vuelvan a abrirse.
Tarda como cinco minutos en llegar a la estación; compra un billete. Durante el trayecto en autobús permanece abstraída, con la vista clavada en la ventanilla, ajena al discurrir de asfalto, de edificios primero, y campos de cultivo después. Atraviesan un puerto de montaña donde se ven los únicos atisbos de bosque en kilómetros. ¡Qué hermoso sería vivir en una casita, allá, en medio de la naturaleza, con alguien que te ame de verdad!
Se baja en la última parada, una estación que bulle de actividad. Hasta donde alcanza la vista, los bancos parecen ocupados por personas que llevan su equipaje a cuestas como si arrastrasen toda su vida en su interior. El murmullo que levantan resulta una jerigonza de babel imposible de interpretar. A trompicones, por pura intuición, consigue salvar los pasillos repletos, y salir fuera. Hasta el aire le parece distinto. El ruido de los coches la desvela de sus pensamientos; las colas se hacen interminables en los semáforos, los conductores protestan, los peatones tratan de cruzar la calle por dónde se les antoja, algunos niños se escapan de las manos que los retienen, el vendedor de cupones, que se busca la vida entre los vehículos, grita con estridente voz por encima de los cláxones.
Reanuda su marcha a grandes zancadas por la estrecha acera, sorteando a la gente, a sus hijos, a sus perros, a los carritos de la compra. Todo resulta paradójico para una persona que trabaja a jornada completa, de lunes a viernes, encerrada en una oficina. Se le descubre un mundo nuevo, palpitante de vitalidad. Eléctrico.
Cuando lleva varios minutos caminando, siente dolor en los talones y en los dedos de los pies. Por mucho que pasen los años no termina de acostumbrarse a los zapatos de tacón. No es el calzado más adecuado para caminar, pero tampoco lo tenía planeado. Piensa: qué estoy haciendo. Se detiene; duda. Pregunta una dirección a un anciano que espera junto a una marquesina. El anciano le indica el camino con amabilidad, sin dejar de sonreír. Tiene esa clase de sonrisas surcadas de arrugas que inspiran confianza.
Por fin, llega a un parque en cuyo centro hay una fuente de piedra blanca, atestada de palomas. El parque está rodeado de jardines salpicados de rosales, donde un césped recién cortado brilla bajo el cénit solar. Huele a hierba. Los aspersores lanzan finos chorros de agua, y las gotas son arrastradas al capricho de la brisa.
Encuentra un banco libre, a la sombra. El resto de bancos están ocupados por universitarios y hombres y mujeres con traje que almuerzan tomando el fresco. Es un lugar agradable, una especie de oasis en medio de la vorágine semanal.
Alza la vista. Comprueba el número en el portal del edificio que tiene ante sí: es el número que buscaba. Barre con la mirada los balcones de los pisos, uno a uno, hasta posarse en el sexto. No logra saber con exactitud cuál será el suyo. Solo estuvo una vez aquí, hace ya dos décadas. Ni tan siquiera puede saber si seguirá viviendo en el mismo sitio.
Pasa el tiempo, el sol pierde fuerza. Los usuarios de los bancos son reemplazados por otros, desaparecen los hombres y mujeres de traje, también los universitarios, llegan amas de casa y ancianos que se anticipan a la salida de los colegios en busca de los nietos, luego vuelven con los niños a dar cuenta de la merienda y a dar de comer a las palomas. Es como un oleaje de sonidos: silencio, brisa, jolgorio, arrullo de palomas; otra vez silencio, brisa, jolgorio, arrullo de palomas. Ella permanece ajena a todo. Incluso al tono de su teléfono móvil que suena varias veces en el interior del bolso.
Caída ya la tarde siente frío; las farolas se encienden.
Entonces repara en una figura que aparece en el balcón. Observa las volutas de humo que se pierden en el cielo nebuloso. La silueta del hombre ha ganado volumen y ha perdido gracilidad, pero los gestos y la pose siguen siendo los mismos.
Sonríe tratando, a pesar de la distancia, de escudriñar las añoradas facciones que un día fueron suyas.
Minutos después, un niño sale al balcón. El hombre le alborota el cabello, apaga el cigarrillo y vuelven dentro.
Ella se levanta, sacude los pies, y regresa a la estación de autobuses.
Ya no siente frío.
Le reconforta pensar que, una vez, alguien, la amó de verdad.
Sergio G. Ross
http://elalmaimpresa.blogspot.com (un interesante blog que aconsejo que visites)
http://www.llegirencasdincendi.com (página de crítica literaria donde colabora habitualmente)
www.prosofagos.com (foro para cuya revista digital también colabora y donde podéis hallar varios relatos suyos)
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Muchas gracias, Beren, por acordarte de un servidor.. y por tus gratas palabras. Sinceramente, no estoy acostumbrado a que me halaguen... lo bueno de lo virtual es que puedo encajarlo mejor. Gracias de nuevo, amigo. Un abrazo.
ResponderEliminarA ti, Sergio, por dejar a un lado las envidias inútiles entre colegas y disfrutar de la escritura como lo que debe ser: un placer.
ResponderEliminarHace un tiempo que no paso por aquí, y siempre llego tarde. En fin, siempre he dicho que no entiendo cómo es que nuestro amigo Sergio tiene que estar esperando una oportunidad aún, cuando rezuma calidad.
ResponderEliminarUn saludo a ambos.
Hola J.J! Ya sabes que existen muchos factores ajenos a la calidad, y entre ellos está el tener un padrino... Aunque, por suerte, no siempre ocurre.
ResponderEliminarUn saludete y escribe más, que siempre echo en falta más escritos, y si encima me falla uno de los incondicionales...
¡Escribid los demás, que no cuesta tanto, coñ....! (upps, perdón)