"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

sábado, 26 de febrero de 2011

El Ave del Paraíso


Álvaro De las Casas miraba el cielo. ¿Era el final del intrincado viaje?

Apoyado contra el recién aparecido muro de piedra que se alzaba por sorpresa en medio de la selva, respiraba de forma entrecortada. La Pirámide. Al fin. Era cierto, después de todo. Pero ya tarde.
Solo, abandonado por aquellos indígenas que le habían secundado en su inútil búsqueda. ¡Por Castilla! ¡Por Su Majestad! La esperanza se había marchado junto a aquella india, aquel magnífico ser que había deseado como a ninguna otra mujer.

Dejó su incómodo casco y se recostó pesadamente, agotado, mientras los mosquitos continuaban acribillándole con saña, pues de nada le servía su armadura contra este mal de la foresta, sin duda el peor de todos.
Un paraíso que su hueste había viciado y saqueado. ¿Para qué? Un mundo tan diferente y, sin embargo, tan igual. Un vergel con oportunidades desaprovechadas. En poco tiempo conseguiríamos cambiarlo todo, si no destruirlo.
Por eso huyó.

La Máscara. ¿Leyenda también? Se encontraba en el interior de aquella mole gigantesca cuya entrada se ocultaba entre lianas enmarañadas del trópico. ¿O se trataba de otra invención despiadada y sin sentido como la deseada Fuente de la Juventud?
La necesidad le había empujado a atravesar la mar océana y enrolarse en aquella expedición. Nuevas tierras, muchas promesas incumplidas, el oro, ese maldito sueño dorado…
Un rayo de luz golpeó de súbito su oscura barba, tan negra como su desánimo. No merecía la pena. Ese oro (maldito) le quemaría como en otras ocasiones. Impuestos, mujeres, derroche, y volver a empezar, si antes no había sucumbido asesinado por otros.
“¡Pero si ya he llegado!”, se animó. “¡Un esfuerzo más y el Ídolo y la Máscara serán míos!”
Rico. Sí, el más rico del cementerio. Con una herida emponzoñada que no había dejado que curasen a pesar de la insistencia de su amada no podía llegar muy lejos.
“Un momento”, pensó entonces. “¿Qué es lo que acabo de decir? ¿Amada?”
¿Eso era? ¿Nada de riquezas? ¿Ese era el tesoro? ¿Lo había tenido delante todo ese tiempo?

Comenzó a llover de improviso, con furia. Allí era así, por impulsos, no existía el término medio. O todo o nada. Como la pasión.
Se levantó, sonrió sin saber por qué, en su desvarío, y la cabeza le empezó a dar vueltas. Todo giraba. Su casa en Toledo, sus cerdos, el navío, el cielo azul, las palmeras, los indios, los caníbales, la barbarie, la codicia, el oro…siempre el oro.
Cayó y su armadura salió despedida. Una figura le aguardaba a pocos metros, entre la neblina.
- ¡María! ¡Tú eres el tesoro, ya lo entiendo!- dijo extendiendo su mano hacia la aparición, que sonreía con luz propia.
Tomó su brazo, y al instante se transformó en una rama. Quedó quieto, abrazándola, mientras su alocada risa se fundía en la soledad y la lluvia, de pronto, desaparecía como sus sueños.

Un dulce piar comenzó a oírse, monótono y acompasado, junto al caer de las gotas que resbalaban sobre la tierra desde las enormes hojas del intenso verde forestal. El fluir del tiempo. Ya estaba en el cielo, sin duda.
Abrió los ojos por última vez y observó un pajarillo multicolor que le analizaba curioso desde su elevada rama. Una pequeña y puntiaguda cresta le engalanaba la cabeza.
Comenzó entonces a tararear una melodía que había escuchado a los indígenas, sin dejar de fijar su mente en aquella diminuta figura colorida, hasta que las Sombras lo rodearon, alargando su manto, lentamente pero de manera inexorable. Bien, así debía ser.
No merecía la pena luchar. No merecían conquistar nada, él no merecía conseguirlo.
Y las voces lo acunaron, en su camino postrero, más allá de todo y de todos. Donde nace la luz y brotan las tinieblas, donde el mar baña las costas del olvido.
Y, al final, el agua en sus labios, unos bellos y oscuros ojos que lo observaban cargados de amor.
- ¿María? ¿Eres tú?
- Lo soy, ven conmigo.

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