"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

sábado, 2 de julio de 2011

Un día de playa


Para comenzar el veranito, y antes de colgar una serie de documentos sobre el Amazonas que publiqué en su día en una revista y que creo que merecen ser rescatados por su interés, he preferido dejaros este relato desenfadado y muy divertido sobre lo que te puede ocurrir en un día de playa...según su autor, Jesús García. En fin, mejor que os lo leáis.

Disfrutadlo y refrescaos con él.

Ah, y feliz verano lo paseis como lo paseis.


Un día de playa


Un día mirándome al espejo observé con horror que tenía la piel tan blanca como la leche. ¡Estaba claro! Necesitaba con urgencia un buen baño de sol. Así que, decidí tomarlo.
¿Lo primero? El bañador. Abrí el armario, y después de buscar y rebuscar, revolver toda la casa y recitar aquello de: «San Cocufato, San Cocufato, si no lo encuentro los golondrinos te ato», siguió sin aparecer. ¿Y la toalla de playa? Ni flores. Parecía que la playa no hubiera existido nunca. ¡Qué alegría!, encontré una pala y un cubito de plástico.
Como no era cuestión de ir en ropa interior y con una toalla de baño, de las de cuarto de baño, con mi letra bordada en negro con fondo blanco. Que las tengo muy cucas, por cierto. Decidí equiparme.
Entré en unos grandes almacenes y me dirigí a la planta de ropa para hombre, sección de baño. Busqué un dependiente y, ¡oh, sorpresa!, estaban todos ocupados, todos los hombres, claro, así que esperé. Al rato una dependienta muy amable, y por qué no decirlo, muy guapa aunque algo bajita, se me acercó. «¡Vaya! —pensé—, la única mujer del departamento, y me toca a mí». No es que esté en contra de que una mujer sea dependienta de ropa para caballeros, no, pero eso de tener que explicarle a una mujer desconocida cual es la talla usada por mis caderas, o que sea un tipo de bañador no opresor de las partes más sensibles. ¡Caray, que uno tiene su pudorcito!, y no va por ahí alardeando de cosas grandes.
Por no hacerle un feo respiré hondo y me lancé, a decirle qué quería comprar, claro. Fue nombrarle la palabra bañador, y con un: «Sígame», tuvo suficiente para que yo fuera detrás de ella como un perrito faldero. Al llegar a un mostrador repleto de todo tipo de trajes de baño, surgió la pregunta: «¿Qué talla usa?». Yo podría haberle contestado con firmeza y seguridad: la cuarenta y dos, y no hubiera pasado nada en absoluto. Pero cuando una mujer preciosa te pregunta en un sitio público, mirándote la pernera del pantalón y en voz alta, qué talla de bañador usas, o eres un pasota, o… ¡Caramba, corta al más flamenco!, casi estuve a punto de taparme con las manos.
Con timidez le susurré la cuarenta y dos. Ella, sin perder de vista de mis caderas y haciendo una mueca de desaprobación, dijo: «Le voy a dar la cincuenta y dos, se la prueba y a ver qué tal le va». ¡Pero, bueno, ¿quién piensa que tiene delante?, si soy el George Clooney de la ciudad!, al menos era lo que pensaba hasta verme en un espejo de allí cerca.
Total allá fui, camino de los probadores con varios tipos de bañadores, todos de la talla cincuenta y dos. ¿Los probadores? eran diminutos, para el uno ochenta que mido aquello era un cuartito, y recalco lo de: “ito”, sin techo, con las paredes tan bajas que sin ningún esfuerzo podía casi ver al vecino. Eso sí, tenía un espejo muy estrecho, y una diminuta percha, que más parecía un clavo, y con una cortina que le faltaba tres palmos para llegar al suelo, ¡como para no tener vergüenza, que uno se iba a poner en bolas en aquel…! Bueno, cerré la cortina y comencé el ritual para probarme los bañadores.
Me desnudé de cintura para abajo, y comenzó la primera pelea. Sí, sí, una verdadera lucha con la percha, pues no quería albergar mis pantalones, y acabaron por el suelo a la vista de quien estuviera al otro lado de la cortina. Mis codos, acostumbrados a espacios más anchos, tropezaban con las paredes de madera, ¡qué digo madera, parecían cartón! Me vino a la cabeza una tira de “Quino”, con todos los probadores en el suelo, y un hombre semidesnudo, quieto como una estatua, reflejando en su cara una sonrisa avergonzada.
Después de darme por vencido con aquel clavo, en el que sólo pude colgar mi ropa interior, cogí el primer bañador y me lo probé. ¡Ajá! Qué vista tenía la dependienta. ¡Era mi talla! No pude evitar mirarme en el espejo, y de perfil, que era la única forma en que podía verme, volví a descubrir la barriga cervecera.
Una vez probados todos los bañadores —con muchos malabarismos, todo sea dicho— y elegido el que luciría en la playa, me surgió una duda: ¿Todos esos bañadores habrían sido probados por otros, como yo lo acababa de hacer, así sin ropa interior, con los golondrinos al aire? ¡Qué asco!, abandoné el probador con la idea de lavar la prenda escogida y darme un buen restregón con jabón desinfectante.
La dependienta, sonriente, me preguntó con cual me quedaba. No me preguntó si me venían bien o no, ¡noooo!, bien lo sabía ella. «A saber a cuantos… —pensé mientras la miraba desde arriba—, les habrá elegido prendas». Y luego vino la toalla, ¡já!, las había de todos los tamaños, formas y colores, me costó decidirme, llevándome al final la elegida por la dependienta. Total, salí equipado para pasar un día de playa.
A la mañana siguiente me levanté temprano, desayuné fuerte, me vestí para la ocasión, y cogiendo el coche me encaminé a la playa. Era un día maravilloso, un clásico, ni una sola nube en el cielo y con un sol radiante.
Cuando llegué serían las nueve de la mañana, más o menos, y al encontrarme con todo un enorme espacio vacío, dudé dónde aparcar mi vehículo. Pensé que lo más cerca de la arena sería lo mejor, y así lo hice. La playa estaba desierta, bueno salvo dos o tres personas a lo lejos. Extendí mi toalla con grandes letras que decían: «¡Estoy soltero y busco!», y me tumbé al sol con mi flamante bañador.
¡Qué delicia notar el calorcito del sol sobre la piel!, me sentí tan a gusto que durante un rato no me enteré de nada. Una pelota que impactó en mi tripita desnuda hizo que despertara de aquel sueñecito bajo el sol, y, ¡oh, Dios!, la playa estaba abarrotada. A tan sólo dos centímetros había toda una maraña de toallas ocupadas por cuerpos dorados, morenos e incluso tostados. Vamos, que yo era la gotita de leche que cae en el centro de una taza de chocolate. Y digo yo, si aquella multitud ya había erradicado el blanco de su piel: ¿Por qué seguían tumbados en la playa? ¿Acaso querían cambiar de raza?
En fin, como sentí mucho calor decidí darme un bañito, así que levanté mi metro ochenta, hinché pecho, metí barriga y creyéndome “Tarzán”, me encaminé a la orilla, eso sí, pidiendo perdón y permiso por toda la alfombra humana que ocupaba los cincuenta metros hasta el agua. Cuando mis pies, chamuscados por la ardiente arena, notaron frescorcito respiré aliviado, pero una muralla humana me impedía refrescarme de cuerpo entero. Si la parte seca de la playa estaba que no se podía ver ni un centímetro, la parte húmeda estaba peor, los jugadores ocasionales de Bádminton sorteaban, con sus raquetas recién estrenadas, las cabezas que tenían alrededor. Los niños jugaban a salpicarse, mientras que sus madres o abuelas, sentadas en el agua, les gritaban que no molestaran. Alcé la vista y pude distinguir un lugar libre de multitud, ideal para tomar un buen baño, no había olas y parecía estar todo en calma, y allí me dirigí, volviendo a pedir permiso para pasar, claro está.
Cuando por fin llegué, no sin antes tener que nadar un poco pues no hacía pie, comencé a flotar boca arriba haciendo el muerto y a la deriva. ¡Qué maravilla!, el sol en la cara, mi cuerpo fresquito, y sin que nadie molestara.
Una voz llamó mi atención. Un hombre en una barca, pescador sin duda, se interesaba por mí. Quedé algo sorprendido, ¿qué hacía esa barca tan cerca de la orilla?, la respuesta fue evidente, pues apenas pude distinguir las cabezas de los que invadían la playa. Estaba claro, las corrientes marinas, caprichosas en exceso, me alejaron tanto, que un poco más y tropiezo con el Titanic.
Algo abochornado, le pedí al buen hombre que me acercara a la playa. Dijo que lo tenía prohibido, por aquello de la seguridad de los bañistas. ¿Seguridad? ¡Pero si allí si no estás de pie no te dejan levantarte y te ahogas! En fin, el pescador se ofreció amablemente a llevarme al embarcadero del que salió de madrugada. Cuando llegamos salté a tierra con la misma elegancia que lo habría hecho Colón en tierras americanas. Bueno con tanta gracia posiblemente no, porque casi me doy de morros contra en duro suelo al no calcular la distancia entre la barca y el malecón. Y así fue como con mi bañador nuevo, descalzo y abrasado por el sol, comencé a recorrer el paseo marítimo en busca de la playa donde aquella mañana decidí dorar la piel, piel que comenzaba a tener un color ligeramente rojizo.
Ni que decir tiene que fui el objetivo de toda clase de miradas y comentarios. Los que habían decidido pasear, en lugar de ir a tomar el sol como lagartos, se apartaban sorprendidos, y preguntándose qué narices hacía yo allí y con esa pinta. Cuando divisé la playa respiré aliviado, pero antes de alcanzarla, otra voz, esta con autoridad, sonó fuerte ordenándome que fuera hacia él. Era un guardia municipal, algo alterado al ver un hombre semidesnudo por un lugar tan decente como el paseo marítimo. Cumpliendo las ordenanzas me impuso una multa por desorden público, y otra por deambular indocumentado. A punto estuvo de llevarme a la comisaría, pero al explicarle lo ocurrido comenzó a reírse, y con un: «¡Ande, ande continúe!», me dejó marchar.
Doloridos los pies por andar descalzo por terreno empedrado. Con la piel reseca y rojiza, sediento y con un calor abrasador, llegué al lugar donde por la mañana temprano iba a pasar un día estupendo. Tuve que esquivar, con dificultades, a los lagartos que tumbados al sol dedicaban improperios a mi persona, y a mi santa madre.
Cansado recogí mi toalla y mis pertenencias, que afortunadamente seguían intactas, decidí volver a casa y descansar de un día de asueto, no sin antes volver a oír los piropos dirigidos a mi santa madre camino del coche. Cuando llegué a él y abrí la puerta, una bocanada de aire caliente salió de su interior, tal fue la bofetada que casi me tira de espaldas. Al cabo de un buen rato conseguí airearlo, después de abrir todas las puertas y ventanas, y pude entrar para poner en marcha el motor y el aire acondicionado. Pero aún quedaba un obstáculo.
El espacio para aparcar, se encontraba a rebosar de vehículos, y tuve que hacer gala de todos los conocimientos aprendidos en la autoescuela, para poder salir y encaminarme hacia mi hogar. Cuando lo conseguí, iba cerrado a mi paso todos los espejos retrovisores de los coches aparcados.
Cuando por fin llegué a casa, ¡ah, dulce hogar!, tuve que buscar una farmacia, y comprar toda la crema hidratante existente para aliviar los efectos del sol sobre mi dulce y delicada piel blanca, que se había convertido en la de un cangrejo.
Ahora, cuando miro mi cuerpo blanco como la nieve, me acuerdo de lo ocurrido en la playa. Entonces decido tumbarme en el sillón, con una cerveza bien fría, y pongo en el vídeo: Los vigilantes de la playa. Es lo más cerca que llegaré a estar de ella desde aquel día que se me ocurrió tomar un baño de sol.





Jesús García
http://luzypapel.blogspot.com/

4 comentarios:

  1. ¡Ja,ja,ja,ja!, Qué día de playa, dios mío!, asado como un cangrejo, y encima lleno de arena, sudor y lágrimas, ja, ja, lo que más me gustó fue la parte del probador, ja, ja, talla 42! hay que ver que tienes imaginación... y eso de>:"¡Caray, que uno tiene su pudorcito!, y no va por ahí alardeando de cosas grandes." ja, ja, muy buen cuento, Jesús, no sé si será una experiencia personal, pero te salió buenísimo!

    Besos!
    Blanca

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  2. Gracias , Beren por publicarlo.

    Que pases un buen verano ¡Ah! mi deseo es que mejor que el protagonista.

    Un abrazo
    Jesús

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  3. Este Jesús de es de lo que no hay.
    Aunque me comentó que no es de sus mejores relatos, lo que me captó la atención fue lo versátil que es este hombre: salta de historias de suspense y oscuridad a esta crónica tan divertida y fluida. Para mí una delicia.
    Un saludete y suerte en tus inminentes viajes. Seguro que la tienes.

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  4. Hola Jesús,
    Espero que estés pasando un buen verano. Te imagino escribiendo este divbertido relato pensando en alguna de ¿tus? vivencias...jeje. Porque algo hay de cierto, no?
    Un saludo y siempre es un placer recibirte

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