"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

sábado, 12 de noviembre de 2011

El Valle del Demonio


Ahí os dejo un fragmento escogido de una de las últimas novelas publicadas de Sergio G. Ross, un chico que últimamente no para de publicar, y se merece una atención, la verdad. La novela promete misterio e inquietud o si no leedlo.


El Valle del Demonio (fragmento)

Aparte del morral de piel, el viejo había traído una bolsa de plástico consigo, una de buena calidad, resistente.
Antes de que Pedro se fuera, la había descargado del coche.
La bolsa pesaba bastante, así que la dejó apoyada contra la pared de la casa donde habían almorzado. Luego se santiguó y fue hacia la ermita, campo a través, sorteando las ortigas y mirando bien dónde pisaba, ya que el sendero que conducía hacia ella se había difuminado con la maleza y la falta de tránsito.
De lejos, la antigua capilla no parecía tan deteriorada, pero al acercarse pudo ver los trozos de pared caídos, el techo hundido, y la gran puerta carcomida, cerrada. El sencillo campanario, de un blanco impoluto, era lo único que parecía intacto.
Se acercó hasta la entrada evocando las veces que había estado allí cuando era niño, antes de que todo se descontrolase. Por aquellos tiempos, él debía rondar los diez u once años, todavía no se había construido la iglesia del poblado de Los Girasoles. Los vecinos subían por el sendero que llegaba desde la carretera hasta la base del monte, en una peregrinación que se repetía todos los domingos, hiciese el tiempo que hiciese.
El niño que era Antonio tardó poco en darse cuenta de que la gente de los dos poblados (el de arriba se llamaba “Los Tomillos”) mantenía cierta tirantez, cierta tensión, que era palpable como el frío en invierno. La gente de arriba, del monte, era sumamente reservada, de una religiosidad extrema y extraña. Los hombres llevaban barba, aunque fueran jóvenes, y vestían siempre de negro. Todos parecían conocerse la Biblia de carrerilla. Las mujeres sin excepción cubrían sus cabellos con pañoletas, y nunca hablaban con desconocidos. Muy rara vez con los hombres del otro pueblo.
Las malas lenguas decían que las gentes de ese poblado se casaban entre ellas. Los hermanos con las hermanas, y cosas así. Para Antonio, por aquel entonces la palabra “casarse” sonaba muy distante, se imaginaba que estar casado sólo llegaba cuando uno era viejo. Si se ponía a pensar, sus padres siempre habían sido personas maduras. En los tiempos de la posguerra civil española, tiempos duros, los hombres y mujeres perdían pronto las pinceladas de juventud. La piel curtida, las manos callosas y los cabellos canos eran señales inequívocas de la forma de vida, la forma de ganarse el pan.
Los vecinos de los Girasoles procuraban no subir mucho a la base del monte, sólo para cazar o los domingos para ir a misa. Nadie hablaba abiertamente de ello, y cuando lo hacían, procuraban que ningún niño lo oyera.
Había algo siniestro en ese silencio.
“Si te portas mal te dejaré sólo en el poblado de arriba”.
Fuese cual fuese la auténtica razón, no tardaron mucho en empezar a construir una pequeña iglesia en el poblado de los Girasoles, y con el pasar de los años, se fue perdiendo la poca conexión con los de arriba. Como mucho, el pastor de cabras, el panadero, o pequeños intercambios de productos: queso, y algunas cosas que los de Los Tomillos hacían realmente bien: jabones, sombreros y trajes. Las mujeres del extraño poblado eran consumadas costureras.
Clac.
Una rama se partió bajo la bota del viejo. Dejó de pensar en el pasado y se concentró en el presente. Miró a través de la puerta carcomida. Los bancos de madera estaban llenos de polvo y vegetación, alguna viga de madera del techo obstruyendo el paso, y al fondo, el sitial con una Biblia mohosa. Y el olor a humedad putrefacta.
¿Qué esperabas, viejo? ¿Un grupo de feligreses vestidos de negro rezando?
Suspiró.
Dejó atrás la ermita, bordeándola hasta llegar al recinto trasero. Un cementerio de estacas y cruces apretadas. Sólo unas pocas estaban grabadas con nombres, el resto eran anónimas. Había vegetación por doquier, una frondosa higuera y unos palmitos. Pasó una pierna por encima de la verja astillada y caminó por entre la hierba y las lápidas sin nombre.
La de su hermano pequeño estaba en la octava fila, empezando por el sur.
Padre Nuestro que estás en El Cielo…
La turba bajo sus botas estaba descolorida por el sol. Al pie de la estaca, antaño una cruz cuya tabla horizontal se había perdido, una fila de incansables hormigas arrastraban los restos de un escarabajo. Antonio cayó de rodillas, temblando, entrelazando sus dedos y cerrando los ojos con fuerza.
Santificado sea tu nombre…
¿Cuánto tiempo había pasado?

……..

4:20 a.m.
La Fábrica nunca dormía.
Quizá sus sonidos cambiaban, sus tuberías crujían de un modo distinto, al igual que las chapas de metal que la forraban. Algunas veces eran los cambios que los hombres provocaban en su interior, abriendo y cerrando válvulas, aumentando o disminuyendo la cantidad de producto que circulaba por sus venas. Otras veces, dependía del frío de la noche o del calor de la mañana.
El metal se comportaba de forma curiosa con la temperatura.
Pero no siempre era así. Cuando la gente tenía sueño, cuando los operadores se refugiaban en las casetas a dormitar y ella estaba prácticamente sola… Cuando nadie caminaba por sus pasarelas y los ojos no se fijaban en sus manómetros, ni en los ruidos de sus bombas, la Fábrica se liberaba del yugo de los hombres. Crujía a su antojo, y se desperezaba como un niño travieso.
Un ser vivo, que sudaba por los poros de su piel, que no eran otros que las purgas de sus líneas, con sus propios olores, pestilentes y nauseabundos. Y como ser vivo, tenía sentimientos.
Si estaba triste, los motores giraban más despacio, y si estaba alegre era capaz de dar más brío a los ventiladores y a los filtros rotativos.
Ahora era distinto. Estaba enfadada, realmente disgustada con los hombres.
Él le había dicho que ellos pensaban traicionarla, que estaban tramando desconectar la corriente que alimentaba sus órganos. Luego traerían máquinas que la cortarían a trozos, desmembrándola para siempre, demoliendo sus cimientos.
Estaba tan desquiciada que no se paraba a preguntarse cómo Él sabía esas cosas. Tampoco quién le había enseñado a hablar su lenguaje.
Pero lo cierto es que allí estaba, subido en su nueva torre, en lo más alto, con apariencia de mujer voluptuosa, siseando, murmurando, con aquella voz seductora e irresistible.




Sergio G. Ross
http://elalmaimpresa.blogspot.com

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