Me llamaron por
teléfono aquella tarde, preguntando por mí.
-Llamo del ayuntamiento-me dijeron- Nos gustaría
saber si va usted a asistir a la entrega de premios de Relato Corto, ya que nos
consta que usted participó, ¿no es así?
-Exacto, sí. Iré, por supuesto. ¿Cuándo es?
-Mañana a las seis de la tarde.
-Perfecto, allí estaré.
Al día siguiente estudié un rato y me marché a
correr para desestresar. Aguanté como un campeón y acabé derrengado pero feliz.
Una duchita y después me puse informal, en vaqueros, zapatillas y algo
despeinado, como me gustaba ir siempre. Rehuía de los zapatos y pantalones. Me
parecía estar demasiado arreglado
para casi todas las ocasiones, en fin.
Aspiré antes de salir las páginas del libro antiguo
que mi padre tenía sobre el armario. Páginas amarillas, rugosas. Mis abuelos volvieron a la memoria. Un hábito
diario, una manía más. Después comí en un chino y de nuevo pedí cerdo
agridulce. O, mejor dicho, algo agridulce.
Sin preguntas. Ese sabor me inquietaba a la vez que me gustaba.
Más tarde me encontré a varios amigos que me retuvieron lo
suficiente para casi llegar tarde al evento. Siempre igual, vamos.
Medio sudando y con la respiración a mil por hora,
pasé de puntillas al patio interior donde acababa de comenzar la entrega de
premios. Por detrás, naturalmente. Alcancé una silla libre y me senté lo más
elegantemente que pude, relajándome de la carrera final.
Entregaban en ese instante el mejor premio al relato
infantil. Un niño salió a recoger un bonito diploma de manos del concejal y la
bibliotecaria de turno. Aplausos varios y yo secándome el sudor todavía.
Entonces pasaron a la categoría juvenil, en la que
yo participaba. Nombraron mi relato y mi nombre. Yo no salí, seguro de haber
escuchado mal. Esperé a ver si lo repetían de nuevo. No podía ser, claro. Lo
dijeron de nuevo. Era yo. ¡Había ganado! Pero nadie me había dicho nada. Serán…
Me catapulté de la silla, en un mar de dudas todavía
pero ya seguro de que me llamaban. Y me hicieron entrega del galardón,
mostrando yo una sonrisa nerviosa que todavía no se creía lo sucedido y sudando
de nuevo la gota gorda. Lo sostuve mientras aplaudía el público y me fui a mi
sitio. Después del evento charlé un poco con los organizadores y otros
participantes, y les conté que no me habían dicho nada al llamarme, cosa que
les sorprendió y se rieron, buscando un culpable al hecho en cuestión y
disculpándose. Fue divertido.
¡Si lo llego
a saber ese día sí que me pongo zapatos!
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