Me gusta madrugar. La casa se encuentra en
silencio, descansando, expectante. Soy el primero. Aprovecho para hacer cosas
sin que me molesten, con la paz que necesito: escribo. Concentración máxima y
fuerza matutina. Otras veces salgo a correr o a comprar el periódico. Las
calles todavía no están “puestas”, los comercios cerrados o a punto de abrirse.
Soy el primero.
Pero tengo un problema,
uno gordo. Y es que lo soy. Soy gordo, muy gordo. Dicen que no quepo por la
puerta, pero sí. Al menos por la mayoría. En el metro me cuesta, por otra
parte, y sentarse ni te cuento. Es por el chocolate. Me gusta el chocolate.
Mucho. Su color oscuro, sabor dulce y empalagoso que llena mis entrañas de
placer. Su suave y lujuriosa textura, los momentos de sosiego que sugiere
consiguen que mi mente deje a un lado los problemas. Dicen que es adictivo, y me
rindo y lo admito: quiero caer en sus garras una y otra vez, y no me
arrepiento.
Y no hablemos de que no
soporto la rutina. Qué le vamos a hacer. Soy así. Me gusta lo diferente, lo
distinto. Siempre llevo gorros de colores, aunque no soy gay. Si llevan rojo y
amarillo mejor. Y bufandas de tonos vistosos. No esas sosas del Madrid o del
Barça, no. Lo más chillonas posibles. Además, visto diferente cada día. Yo lo
denomino “discrepante” con la rutina. Y voy al trabajo por un camino distinto.
Qué aburrimiento si no. De hecho cambio de labor en cuanto tengo la
oportunidad. Hay que explorar todas las posibilidades de la vida en todos los
sentidos. Explotarlo al máximo. Y las vacaciones, cada año a un lugar, un país
nuevo, donde no me encuentre, si puede ser, a nadie que hable el mismo idioma
mío. Y si hablo del hogar, mis amigos y conocidos siempre piensan que visitan
una nueva casa cuando vienen. Los muebles ya no están donde ayer, y los cuadros
menos aún. Lástima que no pueda cambiar de casa cada día, aunque…en fin, que si
no fuese por mi último quehacer me volvería loco. Se trata de mi último
trabajo. Eso lo suple en parte, es especial, como yo. No os riais cuando os lo
diga: soy cazador de dragones, tal cual. Menos cachondeo. Sí, a pesar de mi
gordura y mis rarezas. Y de los buenos.
Cuando me mandan una
nueva misión disfruto como un enano. A ver, sé que los enanos disfrutan y
sufren como yo, es un decir…En serio, eso de ir de cacería, sobre todo de
dragones, me hincha la vena de mi orgullo. La gente me apoya, en las tabernas
me invitan a una buena perdiz, las doncellas me lanzan besos y propuestas
sugerentes, me largo sin pagar de la posada y encima me lo aplauden, y me
coloco la brillante armadura de mi abuelo que en paz descanse.
Incluso el paseo hasta
el lugar en cuestión me produce gozada máxima, canturreando músicas de los
últimos pueblos en que moré.
Todo eso se difumina,
sin embargo, cuando oigo su respiración a leguas. El humo de lo destruido, los
cadáveres quemados que asoman por doquier, los niños que pululan desnudos, sin
rumbo, después de haber perdido a sus padres…aunque lo peor no es eso. Lo peor
es su mirada. Siempre he tratado de evitarla, de hallar al enorme bicho de
espaldas, o atacarle por debajo para atravesar su blanda tripa. Pero a veces,
con ese sexto sentido que tienen las bestias, el animal se da la vuelta y me
mira, aunque solo sea un instante antes de lanzar mi letal estocada. Y entonces
veo sus ojos llenos de furia, de sabiduría, de pavor, de venganza. En
resumidas, no me gusta que los dragones me miren con cara de mala uva. Menos
mal que siempre me las arreglo y no pestañeo al acabar el trabajo. Me lanzo con
todo mi letal peso y lo atravieso. En esos momentos solo pienso en el chocolate
que debería estar zampándome. Su lujurioso recuerdo no falla. Mi fuerza se
multiplica por la rabia de la tableta que me falta y pocas veces he necesitado
más de un golpe. Después corto su cabeza, la guardo en un saco que llevo para
esos menesteres y limpio la sangre de mi espada.
Una vez he recibido los honores y premios diversos (cestas cargaditas de chocolate no falta, ya lo saben en los pueblos) me retiro a descansar. Dejo la tremenda armadura a un lado (con un estruendo), me calzo mis sandalias de patito, y en el sofá devoro hasta no dejar ni rastro de mi dulce premio. Un vasito de leche para que pase bien el néctar de la vida (chocolate) y a la cama a leer un buen libro, uno distinto cada noche. Aunque, la verdad, me empieza a aburrir ya lo de leer, aunque sean páginas diferentes en cada ocasión.
Últimamente incluso
pruebo algo nuevo para variar: leo a oscuras; pero no me agrada. No me gusta
leer a oscuras. Mira que lo he intentado, para ahorrar en el gasto de luz; pero
lo único que he conseguido ha sido aumentar el de las gafas. Dentro de poco me
opero de miopía galopante. Pero fue divertido. Poco a poco, intentaba ojear con
menos luz. Empecé quitando una bombilla, después otra, más tarde bajé el
amperaje…Había que conseguir más reto, y más ahorro. Después me propuse hacerlo
en la cama con una linterna, cada vez de menor tamaño, eso sí. Y, una noche, comencé
a leer sin luz. Primero no total, pero a los varios días y tremendos dolores de
cabeza, opté por olvidarme de la luz. Incluso creía ver algunas líneas. Aunque
de eso estoy seguro: desarrollé la imaginación y la intuición. Bueno, y la
locura. En el manicomio me llaman el “ciego imbécil”.
No le veo la gracia.
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