El alpinista
No era un buen día el que emprendió
camino Milan Dadog hacia la cumbre del monte Boñigatepelt. Hacía demasiado buen
tiempo, y eso podría restarle mérito a la escalada. Acostumbrado a superar los
más angustiosos retos deseaba una mayor dificultad, que las inclemencias del
tiempo le acosaran y elevaran al extremo las penalidades del trayecto. Solo
alcanzando la cima con su último aliento sería feliz Milan Dadog, que frente al
Boñigatepelt examinaba la ladera revisando la ruta seleccionada. Rascándose la
barba recordó aquella vez que perdió el ojo izquierdo. La suerte no estuvo de
su lado en esa ocasión. Muchos son los peligros bajo las piedras de los
acantilados inexplorados, pero no se esperaba que aquella cría de abubilla
fuera a excretar de forma tan vigorosa. Desde más de tres metros de distancia
el chorro nefasto de mierda ácida se le metió en un ojo. A pesar del escozor y
mareado por la infección alcanzó una saliente donde quedó dormido con el ojo
abierto a punto de reventar, cosa que atrajo la atención de un cuervo, que no
dudó en picotear aquel suculento bocado. Maldito cuervo.
Pero no todo fueron fracasos. Numerosos
éxitos se asientan en su memoria desde muy temprana edad. Como ejemplo tenemos
aquella vez, cuando aún llevaba pañales, que consiguió subirse a una silla del
comedor. La primera vez que Milan Dadog se puso en pie en su vida fue encima de
aquella silla. La satisfacción de ponerse en pie y elevar la vista alrededor es
una experiencia que revive en sueños por las noches y le sumerge en un mundo de
gratas ensoñaciones.
Desde lo alto de la silla no puede
evitar el recién nacido subirse a la mesa utilizando sus rechonchos dedos del
pie para agarrarse al borde, y quedarse balanceando en una posición muy
arriesgada. Con el pie que aguanta en la silla consigue darse el impulso
necesario para lanzar con determinación el brazo y afianzar la panza sobre la
mesa, manteniendo el equilibrio unos instantes antes de subir. Mira hacia abajo
el niño y se complace ante aquella nueva perspectiva. Prosigue el sueño
superando nuevos retos en los que el retoño salta por los aires para salvar
distancias imposibles, colgándose de lado a lado de las cortinas con
vertiginosos movimientos, trepando por el inodoro o gateando por el pasillo a
gran velocidad.
No lo tiene por mal presagio pero
últimamente, cada vez con más frecuencia, el sueño se convierte en pesadilla y
se adentra en lo pavoroso y demencial. Elucubraciones variadas que terminan de
forma trágica y brutal, cayendo el niño en un pozo o sobre unos pinchos. Muchas
veces se ha despertado Milan Dadog llorando igual que un bebé, sufriendo aún el
ficticio dolor fruto de sus desvaríos, chapoteando dentro del pozo o
retorciéndose de escozor entre las púas. Entre gimoteos y patadas, con el
pulgar en la boca, padece Milan Dadog las vertiginosas caídas y situaciones de
espanto que la onírica demencia propone escarbando entre sus miedos.
La pasión por las alturas estaba escrita
en sus genes y desarrolló muy pronto la afición por la escalada. Todas las
abolladuras de su cráneo fueron producidas en aquellos años en los que el crío
gustaba de subirse por todos lados. En una ocasión, de visita a la ciudad, los
bomberos tuvieron que bajarlo de un semáforo. Con la edad, la calvicie fue
despejando los promontorios y dejó a su paso los localizados penachos que
adornaban su cabeza con la fiel representación de una montaña. No fueron pocos
los insectos que confundidos buscaron cobijo por aquellos parajes. Milan Dadog,
frente al Boñigatepelt, rascaba aquellas concavidades antes de decidirse a dar
el primer paso hacia la cima.
Esta iba a ser la segunda vez en su vida
que se enfrentaría al Boñigatepelt y no estaba dispuesto a consentir que el
trágico desenlace de su anterior intento amenazara ni un mínimo su
determinación y templanza. Cuatro meses en cuidados intensivos, tras múltiples
fracturas y dislocaciones en todos sus huesos, habían alimentado sus ansias y
encendido su deseo de alcanzar la cumbre. No hubo un día que no intentara
levantarse de la cama, y mucho menos hubiera durado su convalecencia de haberse
estado quieto. Una mañana lo encontraron, gravemente herido, en la acera,
agarrado a una persiana. La dentadura postiza fue hallada a más de cinco
metros. Las radiografías revelaron que la escayola de tres dedos de grosor que
llevaba en el torso había amortiguado el golpe despedazándose en mil
fragmentos, salvándole la vida, pues el hueco de la persiana quedó en el tercer
piso. La persiana de su cuarto.
Allí estaba el Boñigatepelt. Oteaba la
montaña Milan Dadog, como hemos dich0, considerando los peligros. Efectuó Milan
Dadog una rápida revisión del equipo y observó que la bolsa de la orina estaba
bastante llena. Tal vez debería pedirle a la enfermera que se la cambiara. La
silla de ruedas estaba bien, mucho mejor que la anterior, pues tenía una rueda
clueca que fue causa principal del anterior fracaso. Miró sus manos para
encontrar en ellas la fuerza necesaria, y se sorprendió al ver que faltaban
tres dedos. Intentó recordar cuándo los había perdido, pero a sus setenta y cuatro
años su memoria no era la de antaño y terminó pensando en su abuela, en la de
veces que lo había bajado del árbol golpeándole con la escoba.
En especial peligroso era el primer
tramo del trayecto, allí donde se frustró su anterior intento. Recordaba bien
Milan Dadog el tremendo porrazo. Pocos dientes le quedaban ya. Bajaba la rampa
a toda velocidad cuando comenzó a dar vueltas la silla de ruedas y desviándose
de su trayectoria con una curva inesperada cayó en la piscina, que en aquel
momento se encontraba vacía. El operario que la limpiaba no podía comprender
tal suceso, pues vio venir la silla girando por los aires. Un enfermero que
vigilaba el contorno, aunque sí fue generoso en gritos y aspavientos, se
abstuvo de entrometerse en el camino de Milan Dadog hacía su funesto destino.
Para darse impulso, Milan Dadog había recorrido todo el pasillo y bajado la
rampa a toda velocidad, cosa que se disponía a hacer, en esos momentos, por
segunda vez. Caer de nuevo en la piscina era una posibilidad que había considerado,
por lo que había comprobado que estuviera llena, y como precaución extra,
puesto que no sabía nadar, había cogido un flotador.
El plan de ruta ya estaba trazado.
Esperaba superar la rampa de bajada con el suficiente impulso para alcanzar el
primer rellano ayudado por la inercia, y desde allí, bajar de la silla y
arrastrarse hasta la cima.
¡Allí va Milan Dadog directo a la rampa!
¡Ánimo Milan Dadog! ¡No cejes, campeón, en tu empeño! ¡Arre, burro, arre! Le
cuesta un poco a la silla coger velocidad a pesar de los gestos de extremo
esfuerzo de Milan Dadog, que impulsa las ruedas con sus raquíticos brazos y
pulso tembloroso. El camino está despejado y aunque es un poco pedregoso coge
las primeras curvas sin mucho peligro y se acerca a la rampa con cierta
aceleración. Se acerca el momento crucial, la rampa de más de treinta metros, y
¡allí va Milan Dadog a toda velocidad!
El final es un poco angustioso para
contarlo, e incluso diría que voy a ser incapaz de describir el mayúsculo
esfuerzo de Milan Dadog intentando quitarse el flotador. En mitad de la cuesta
se le había enganchado a una raíz y lo tuvo parado un buen rato, estirando con
un verraco, jadeando extenuado al máximo. Daba vueltas empeorando la situación
y así estuvo toda la mañana. Terminó subiendo la cuesta en calzoncillos cuando
ya eran las diez de la noche y debía estar todo el mundo cenando. Y aún le
quedaba lo más difícil el desierto de arena, la infinita aridez, las dos
camionadas de arena para la ampliación del jardín.
Tras tragar un par de buenas paladas de arena arrastrando la lengua y sin
fuerzas para proseguir quedó dormido Milan Dadog y gateando como un bebé
alcanzó la cima.
Rafael Homar
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