"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

martes, 18 de octubre de 2011

La tentación


Allá va un relato de lo más intrigante de la magnífica Blanca Miosi. No digo más.
Que lo disfrutéis.


La tentación

La lluvia que retumbaba sobre el techo de zinc de la destartalada casucha a la orilla del camino, hacía difícil escuchar el sonido que emitía un pequeño aparato de radio, tan viejo como casi todo lo que había en la choza. «Lluvias torrenciales y tarde muy nublada», se podía oír apenas. El hombre que había pedido cobijo dibujó una irónica sonrisa en su rostro macilento y lleno de pelos; una barba que le nacía casi en el cuello. Afuera el cielo estaba plomizo y la lluvia no parecía amainar. Lo suyo no era el frío.

Miró por la rendija de la pared de madera una vez más, como si de esa manera el clima se apurase en cambiar, pero no había remedio. Tendría que continuar el viaje, de lo contrario no llegaría a cumplir la misión encargada. Después de medianoche todo estaría perdido. Hizo el ademán de levantarse cuando vio a una muchacha entrar en la pieza principal haciendo a un lado un trapo mil veces sobado. Lanzó un bostezo y se estiró toda ella sin percatar su presencia. La vieja que lo había recibido mostró su desdentada sonrisa.

—Es mi nieta. Se llama Flora.
—Mucho gusto, señorita Flora —saludó el hombre.
—¿Desde cuando está esperando? ¿Por qué no me avisaste, abuela?
El hombre levantó las cejas.
—Hija, es un caminante que entró debido a la tormenta —aclaró la vieja.
—¡Ah! —exclamó la chica con desencanto.

Se ahuecó el abundante cabello de color negro azabache que le caía en cascadas hasta más abajo de los hombros y al acercarse a la estufa, el hombre pudo apreciar a contraluz que debajo del delgado vestido estampado estaba desnuda. Los senos, apenas cubiertos, parecían que irían a salirse en cualquier momento por el amplio escote y que ella no haría nada para evitarlo. Retiró con esfuerzo la vista y trató de posar la mirada en su rostro de labios carnosos y ojos grandes y oscuros como su pelo. A pesar de no ser bonita, tenía un atractivo salvaje. Al forastero le provocó poseerla allí mismo, no le importaba si la abuela se escandalizaba.

Haciendo un esfuerzo retiró su mirada y la volvió a enfocar en lo poco que podía ver a través de la rendija. Cada vez el cielo estaba más oscuro, y la lluvia no dejaba ver más allá de la ranura. La muchacha pasó por su lado y él pudo oler el aroma que emanaba de su cuerpo. Era olor a hembra en celo. Él lo reconocía bien. Ella lo miró y con una sonrisa le ofreció una taza de té caliente que el hombre tomó de un solo trago, sin quemarse.

—¿Qué haces por aquí? —preguntó con aire de desgano, mientras se sentaba a su lado en un banco, cruzando las piernas. Sus muslos estaban al aire y el forastero sabía que más arriba no llevaba nada. Miró su blanca piel con deseo.
—Iba hacia la Hacienda Grande pero mi caballo sufrió un accidente. Tendré que sacrificarlo.
—¡Ah! ¿Sí? Esa es gente rica. ¿Y qué ibas a hacer allá?
—Un encargo —se limitó a decir el hombre.

No podía apartar los ojos de sus muslos, nunca había visto piernas tan hermosas, y los senos... pudo apreciar la punta del pezón asomando en el escote, turgente, rosado. Ella dejó las sandalias y quedó descalza.
Sintió una erección imposible de disimular. La muchacha sonrió. El mohín que hizo con sus labios parecía una invitación. Sacudió la cabeza para llevarse el cabello hacia atrás y se le acercó. El forastero metió sus manos por debajo del vestido y la atrajo hacia él apretándole las nalgas.

—No cobro muy caro —dijo Flora—, ¿vienes?

El hombre respondió con un sonido gutural, agarró la mano que la joven le tendía y fue con ella tras el trapo que hacía de cortina, mientras la vieja enseñaba su mueca por sonrisa. Los gemidos de Flora eran tan fuertes como si la estuviesen desflorando; el hombre no se quedaba atrás. Transcurrió mucho tiempo, tanto, que la vieja se quedó dormida en un rincón sobre una estera. Cuando despertó era de día. Su nieta estaba contando los billetes sobre una mesa que más parecía un banco grande. Había mucho dinero.

—Abuela, maté dos pájaros de un tiro —dijo—. El forastero no llegará a tiempo, y el señorito seguirá con vida. Le hice prometer que no le haría daño. Y antes de partir me dejó todo su dinero.
—Espero que te cases pronto. Dentro de poco seré yo quien parta.
—Me casaré, abuela. No te preocupes. La Hacienda Grande será mía.

Afuera salía el sol, los lodazales se iban secando, y el forastero a medio camino de regreso, trataba de hilvanar una razón que dar por la cual no llevó a cabo el cometido. Su jefe se pondría furioso, pero... había valido la pena. No siempre se la pasaba tan bien en el infierno.


B. Miosi

4 comentarios:

  1. Muy bueno como todo lo que escribe Blanca.

    Gracias por traerlo.

    Un abrazo
    Jesús

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  2. Muchas gracias, por esta publicación, amigo, una agradable sorpresa estar presente en tu blog.

    Besos,
    Blanca

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  3. ¡Hola Jesús! Cuanto tiempo, viejo amigo, ya te echaba de menos. Pues sí, Blanca es otra de mis referencias, por su buen hacer y buena colega trabajadora. Se aprende mucho con ella.
    Un abrazo

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  4. De nada, Blanca. Mis comentarios son sinceros, como siempre intento, y si algo me gusta lo expongo. Véase este relato, que me llamó bastante la atención, como ves.
    Un fuerte abrazo

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