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"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"
San Agustín
San Agustín
domingo, 12 de febrero de 2012
El ladrón de compresas (fragmento)
Aquí os dejo un fragmento de "El ladrón de compresas", sugerente título de otra de las novelas con que nos obsequia Sergio G. Ros, infatigable donde los haya.
No necesita más presentación, porque ya se ha hablado de él (y se hablará más) pero el poco tiempo que llevan sus novelas en Amazon está ayudando a valorar positivamente su forma de escribir, rechazada en principio por editoriales al uso. No hay más que ver el tirón de ventas de esta misma novela.
Ale, a leer la angustiosa historia de un secuestro...
El ladrón de compresas
MIÉRCOLES
1
Es curioso; de pequeña me encantaba esconderme en los recovecos de la antigua casona de mi abuela, allá en la sierra. Me fascinaba aquella soledad artificialmente creada, efímera, donde era más consciente de mí misma. Podía “sentirme” rodeada por el silencio y por la oscuridad de mis escondites. Era agradable poder percibir mi propia respiración o el latido de mi corazón.
Pero había algo que me gustaba aún más: el poder que ejercía sobre las personas que me querían. Me ocultaba para infringirles algo de dolor, una especie de venganza infantil provocada por un enfado ocasional cuando era castigada por causas que creía injustas. Entonces disfrutaba. Allí, acurrucada en mi guarida, los escuchaba llamarme, primero en tonos de voz que lindaban el juego o la indiferencia. Después de un rato aquellos timbres derivaban en gritos, tintados de preocupación, de nerviosismo. Se oían pasos agitados, sillas movidas, chirridos de puertas abiertas precipitadamente… pero yo no aparecía: era mi momento estrella. Me sentaba con el rostro apoyado entre los muslos, las piernas rodeadas por los brazos, y trataba de no hacer el más mínimo ruido. Tensaba la cuerda al máximo. Y, cuando el clímax era insostenible, cuando rayaba el llanto o se descolgaban los teléfonos, entonces y sólo entonces, salía de mi escondrijo y corría al encuentro de mis padres, hermanos o abuelos. Durante unos minutos, durante horas quizás, había ejercido un extraño poder sobre ellos. Era dueña de aquella realidad, la creaba y la destruía a mi antojo.
Pero ahora es distinto.
Me llamo Sofía Jiménez, tengo veinte años, y he sido secuestrada.
Mi captor me tiene encerrada en una habitación donde huele a viejo, como si todo el aire estuviera viciado. En cierta manera estoy escondida, oculta de mis padres, de mis hermanos, de mis amigas… de la gente que me quiere, como cuando era pequeña. Salvo que ahora, no puedo oír sus gritos, ni sus pasos, aunque sé que me estarán buscando. Por eso digo que es curioso, estoy oculta al igual que cuando era una niña pero la situación es bien distinta. Porque aunque pueda escuchar mi respiración y el ritmo de los latidos de mi corazón, he perdido el control. He perdido el poder. Aunque oyera gritar mi nombre no podría salir de mi escondite y correr hacia ellos. No, no podría.
Sólo me queda llorar.
Tampoco sé exactamente el tiempo que ha pasado desde que me secuestró, creo que cuatro días, quizás tres.
Estoy unida a la pared por una cadena.
Es una cadena gruesa, pesada, metálica. Muere en un grillete que me está haciendo polvo la muñeca derecha. Ese cabrón ha calculado la distancia hasta la puerta, y aunque me estire no puedo llegar, es imposible. Ni siquiera alcanzo el único mobiliario que hay, situado en el lateral de la habitación cerca de la puerta que está en la esquina izquierda, una silla y una vieja mesa de escritorio, casi tan viejos como el cuadro que está clavado en la pared de enfrente, iluminado por la bombilla solitaria que cuelga sin gracia del techo y que crepita de cuando en cuando. El cuadro refleja una antigua tabla periódica. Tampoco le presto mucha atención, siempre he odiado la química. Para mí es de locos creer en los electrones, los átomos y todo eso. Es casi una cuestión de fe, y no soy muy creyente, pero me lo estoy planteando. Entre llanto y llanto me da por rezar, aunque sólo me sepa el Padrenuestro, el antiguo, ése que habla de los deudores.
Entonces reparo en una cosa. Estoy casi desnuda, en ropa interior. No recuerdo cómo ocurrió, pero ese fulano tuvo que quitarme la ropa. Debió ocurrir cuando estaba inconsciente. Al menos, podría haber estado depilada, el vello rizado asoma por los laterales de mis bragas, unas bragas marrones feísimas, por cierto. “Eres gilipollas” ―me digo a mí misma― sólo a ti se te ocurre pensar en la depilación en una situación como ésta. Y me río, es una risa histérica, desesperada y triste. Triste porque nadie puede escucharla.
Y de repente vuelvo a coger el hilo de mi pensamiento original, justo antes de que se me fuera la pinza, cosa que me ocurre a menudo. Mis pantalones y mi suéter están ahí mismo, sobre el respaldo de esa silla polvorienta. Se me ocurre una idea, aunque sé que es imposible que el tipo que me ha secuestrado no haya reparado en ella. “Tonta, no puede ser tan necio” ―me digo. Sin embargo, mi pecho se inflama con la esperanza. Me levanto y camino hasta tensar al máximo la cadena. Estoy descalza y la puta cadena pesa, y mucho. Nada, que no llego. Con el brazo derecho extendido, levanto mi pierna izquierda y la despliego con las puntas de los dedos intentando llegar a la silla. Por poco, casi. Descanso un poco y lo vuelvo a intentar. Una, dos, tres veces. Me tiemblan los hombros, los brazos, la pierna de apoyo…todo. No sé cuanto tiempo estoy así, en esa postura incómoda. Pero al final acabo en el suelo, llorando, exhausta.
Después de un rato, cuando se han secado las lágrimas, me levanto, miro hacia la silla con rabia y lo intento de nuevo, alargo la pierna izquierda, agitando mis deditos con las uñas pintadas de rosa y entonces lo consigo. Logro acariciar los vaqueros, y aprieto los dedos aferrando la tela de mis pantalones. Y temblando los sacudo, levemente de arriba hacia abajo. Nada. Aprieto los dientes y vuelvo a hacerlo. Otra vez. Sintiendo un fuerte dolor en la parte de atrás del muslo soy capaz de lograr una sacudida más fuerte. Y entonces ocurre. Y no puedo creerlo.
Mi teléfono móvil ha caído de uno de los bolsillos. Está ahí mismo. Ha quedado entre el respaldo y el asiento de la silla.
Las siguientes horas las paso forzando al máximo mi cuerpo. Me reprocho una y otra vez mi falta de forma. He perdido la elasticidad, esa maravillosa elasticidad que tenía cuando era pequeña, cuando mis padres me llevaban a las competiciones infantiles de gimnasia rítmica, maquillada como a mí me gustaba, con colores chillones que convertían mi rostro en la cara de una pantera. Y a pesar del dolor, sonrío. Siento el sudor que perla mi frente y toda mi piel. Y estiro, estiro hasta que no puedo más. Llego al límite, hasta al punto donde creo que voy a desmayarme. Y sin saber cómo, lo noto. Siento el frío tacto del teléfonol entre los dedos de mi pie izquierdo. Con sumo cuidado, convulsionada por el dolor, intento traerlo hacia mí. Va a ser difícil, he metido el pie por el hueco que hay entre el posabrazos y el culo del asiento, toda mi pierna tiembla descontroladamente, la rodilla de la pierna de apoyo, la derecha, gime de dolor. Pero lo estoy consiguiendo, poco a poco. Casi está. Entonces ocurre lo peor.
Pasos que se acercan.
Quiero gritar, deseo gritar. El terror me invade, el pie se descontrola y tropieza contra el posabrazos. El móvil está a punto de caer y aprieto mi dedo gordo, lo cierro contra los otros dedos lo más fuerte que puedo. Miles de pensamientos se pasan por mi cabeza en menos de un segundo. El último es la monda: me reprendo a mí misma por no tomar clases de pintura para minusválidos, esos que se ven en reportajes de la tele haciendo cosas impensables con los dedos de los pies.
Los pasos se hacen más fuertes. Se acerca. Estoy totalmente fuera de mí. Empiezo a apretar con el dedo gordo los botones del móvil intentando acertar al de llamada, pero es muy pequeño. Mi uña se clava en el botón central, creo. Aprieto, aprieto… el pie se ha liberado del maldito posabrazos, acerco el aparato hacia mí, y continúo pulsando por el camino. No lo hago de manera consciente, es una mezcla de los escalofríos provocados por el miedo y los temblores derivados del dolor. El móvil hace ruidos, se activan cosas. ¿Estará llamando? No oigo la línea, sólo los pasos.
Y de repente la puerta se abre, y el móvil cae al suelo.
Él se acerca; es un tipo corpulento, grande. Lleva un verdugo en la cabeza, de esos que sólo dejan ver los ojos y la boca. Recoge el móvil del suelo y frunce los labios mientras pulsa los botones. Supongo que quiere comprobar si he conseguido llamar a algún sitio. Sin decir nada avanza, estira su brazo hacia mi cara y por un momento pienso que va a golpearme. Percibo el espray con el que rocía mi rostro.
Todo se hace oscuro.
Sergio G. Ross
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Pues parece que nadie se anima, :( En cualquier caso, mil gracis por la deferencia, amigo. Un fuerte abrazo!
ResponderEliminarNo te preocupes, Sergio. La gente es bastante vaga para escribir comentarios, por lo que he visto. Se de varios que sencillamente no "pueden", además, o no saben hacerlo. Por lo menos el contador corre, que es lo que importa, y eso significa que alguien lo ha leído. :)
ResponderEliminarUn saludo y mucha suerte