"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

martes, 9 de julio de 2013

Los restos del abuelo- de Boris Rudeiko

Primer relato del verano que pongo en el blog: Los restos del abuelo, de un escritor amante de los cuentos y antologías varias. Lo poco que he leído de Manuel Navarro, alias Boris Rudeiko en bastante de lo que he leído suyo en foros, denota, como poco, calidad literaria y cultura. Guste o no, lo anterior es innegable.

Sea pues, aquí lo dejo, un relato curioso y probablemente con visos de verdad (o verosímil, al menos) y perteneciente a la novela publicada "Otras cosas que no te conté" del mismo autor.


Los restos del abuelo

El abuelo murió de un infarto un día de febrero de 1941. Había ido a La Alberca de Segura, un pueblecito de la provincia de Jaén, a comprar ganado. Mientras tomaba un plato de lentejas en la pensión donde se hospedaba, sintió una opresión en el pecho, mareos y dolor en el brazo izquierdo. El mesonero acudió a socorrerlo y al comprobar su estado llamó al veterinario. No porque mi abuelo fuera un animal, claro, sino porque el médico que tenía que sustituir al titular del pueblo, que murió de cirrosis, no se había incorporado aún a su nuevo destino. El veterinario, que estaba ayudando a parir a una vaca en una finca situada a una media hora en coche del lugar donde padecía mi abuelo, dejó la vaca a medio alumbrar ante la porfía del posadero. Pese a la prisa que se dio, cuando llegó mi abuelo estaba medio muerto. Le masajeó el pecho con las dos manos, una sobre la otra, le practicó el boca a boca y lo llevó, al fin, en un coche de punto al hospital más cercano, en la ciudad de Jaén. Al ingresar en el servicio de Urgencias, el abuelo estaba más blanco y frío que el mármol de Novelda. Así que el doctor que lo atendió dijo que lo único que se podía hacer por él era la autopsia.

A mi abuela, que lloró y suspiró profundamente cuando le dieron la noticia por teléfono, le entró un hipo que le duró dos semanas, a pesar de la cantidad de agua que bebió aguantando la respiración. Como los trámites administrativos y el coste del viaje eran descomunales para sus escasos recursos económicos, se negó en redondo a trasladar el cuerpo a su ciudad natal y decidió que lo enterraran en el cementerio de Jaén.

Cada año, el Día de Todos los Santos, mi abuela acompañada por mi madre, que tenía a la sazón doce años, tomaban un autobús hasta Jaén. Nada más llegar las dos se dirigían al cementerio, limpiaban la lápida, dejaban un ramo de flores frescas en el suelo, junto a la colmena de nichos, y después de rezar un rosario volvían a casa.

En uno de aquellos viajes mi abuela conoció a Fidel Cuartel, un militar retirado, que perdió un ojo en la batalla del Ebro y a su mujer en un viaje a Palma de Mallorca. Según su versión de los hechos, ella se cayó del barco por el costado de estribor después de vomitar toda la cena, pero mi madre, no sé si por la manía que le tenía a Fidel o porque la historia de la caída al mar no le resultó convincente, pensaba que había sido él quien la había empujado para deshacerse de ella. Fidel Cuartel, que era natural de Jaén, iba también al cementerio cada año, el Día de Todos los Santos. Había hecho construir un panteón de granito y mármol para su difunta esposa, aun cuando el cuerpo de ella habría sido devorado por los peces. Mi madre pensaba que erigió la ostentosa tumba para aliviar sus remordimientos.

Pasados diez años de la muerte del abuelo, este, o lo que quedara de él —es decir, los huesos— debía ser trasladado a una fosa común del mismo cementerio de Jaén, como estipulaba la ley, y así se lo comunicaron a mi abuela por carta certificada por si disponía otra cosa. Ella decidió recuperar los restos y trasladarlos al pueblo para enterrarlos en el panteón familiar, como debía haber hecho cuando murió el abuelo. Tomó el autobús, acompañada como siempre por mi madre, y metió los huesos del abuelo en una maleta de madera de pino que hizo el camino de vuelta en la baca. Nadie conocía el contenido de aquella maleta excepto mi abuela, mi madre y el enterrador de Jaén, que accedió a tal compostura a cambio de unos billetes. Ni siquiera Fidel Cuartel, que se carteaba con mi abuela y la visitaba a menudo, estaba informado de aquel viaje de las dos mujeres y los huesos de mi abuelo.
El autobús fue dejando pasajeros en cada parada a lo largo del camino. Otros subían y se acomodaban en los asientos libres. Mi madre y mi abuela rezaban un rosario tras otro por el alma del difunto abuelo, pues era lo que mandaba el largo luto, y para rogarle a Dios que nadie descubriera el contenido de la maleta de madera de pino. Cuando llegaron al pueblo, después de horas de caminos polvorientos y paradas interminables, marcharon a casa con la susodicha valija. La dejaron en el sótano hasta que hablaron con Don Alejo, el párroco, quien no exigió ningún requisito; les indicó que fueran a ver directamente al sepulturero. Este, un hombre amable a pesar de su desagradable oficio, les propuso que le llevaran la maleta cuando ellas quisieran, que él se ocuparía de todo.

Los restos del abuelo recibieron, al fin, cristiana sepultura en el panteón familiar, donde los bisabuelos ya se habrían convertido en polvo.

Ese mismo día apareció en la casa una mujer, portando una maleta de madera de pino exactamente igual a la que trajeron mi abuela y mi madre en la baca del autobús. Llevaba una etiqueta con el nombre de la abuela y su dirección. Aquella mujer reclamaba la suya, que contenía los restos de su marido. Mi abuela le explicó la situación y ella, una mujer de ojos negros, delgada como una niña, derramó una lágrima y dijo que estaba bien, que después de tanto tiempo mejor se llevaba de nuevo los restos de mi abuelo para enterrarlos en su cementerio, como si fueran los de su propio esposo, y prometió llevarle flores cada año por Todos los Santos. Mi abuela le dijo que haría lo mismo. Y la mujer de ojos negros y cuerpo de niña se marchó con su maleta.

Considerando que después de diez años había guardado el luto debido y cumplido con sus obligaciones cristianas, mi abuela se casó por la Iglesia con Fidel Cuartel. El exmilitar gastó un dineral en la celebración y en el viaje de novios. Según decía mi madre, había heredado una ingente fortuna de su mujer y por eso y porque no la quería la había arrojado al mar Mediterráneo.

Mi abuela tuvo un niño, mi tío Fidel. Dos años después nací yo. Mi madre nos cuidó a los dos como si fuéramos hermanos, mientras la abuela dilapidaba la fortuna de Fidel en viajes al extranjero, ropa, joyas y cruceros, desoyendo los consejos de mi madre de que no subiera a un barco con su nuevo esposo. La abuela decía que quien tenía que llevar cuidado era él, no fuera a caer por la borda.

Fidel no murió en el mar, sino en la cama, de una larga enfermedad. Mi abuela lo enterró en el panteón familiar y, como el cuerpo de su primer marido ya estaba siendo llorado por otra viuda y por el segundo había derramado abundantes lágrimas durante su enfermedad y disponía de su fortuna, no encontró motivos ni tiempo para dejar flores el Día de Todos los Santos, ni a uno ni a otro. Según las malas lenguas, que la señalaron como responsable de la enfermedad fatal de Fidel, murió en alta mar mientras cenaba con su nuevo acompañante, dueño de una cadena de supermercados. Mi tío Fidel y yo crecimos ignorando la complicada saga familiar de viudos y viudas, entremezclados en la vida y en la muerte, pero no nos faltó dinero para disfrutar de los mejores colegios privados.


Manuel Navarro Seva. Relato perteneciente a la novela "Otras cosas que no te conté"
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