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"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"
San Agustín
San Agustín
jueves, 3 de octubre de 2013
La princesa encallada (de Rafael Homar)
La princesa encallada
En la almena la princesa ha quedado encallada subiendo las escaleras. Por una imperfección en las paredes de la torre se estrecha el paso formando un embudo, donde la princesa, que a duras penas podía pasar por los tramos más anchos, ha quedado atascada. ¿Qué estaría haciendo la princesa en lo alto de la torre? ¿A qué se debió tanto empeño por pasar por donde no cabía? Empujó lo más que pudo para seguir adelante quedando tan encajada que no había forma humana de conseguir liberarla, cosa que se intentó de diferentes formas. Como primera tentativa, subiendo a lo alto de la torre con una escalera, entraron por el ventanuco tres fornidos guerreros, que para hacerla retroceder soportaron estoicos los arañazos y mordiscos de la princesa, empujando sin efecto durante un buen rato. Uno de ellos, al que la princesa había desgraciado la cara y arrancado un trozo de oreja de un mordisco, afirmó: Si no se está quieta no hay nada que hacer. Es una idea, contestó el venerable Sir Pardalio, Duque de Pimienten, anciano asesor del Rey, manifestando con una mueca su profunda preocupación.
La alarma por su desaparición se dio cuando, al ser la hora del bocadillo, el personal de cocina se extrañó de no haberla visto por allí y mandaron recado de comunicarle que el almuerzo estaba servido. Es verdad que poco antes se había comido, de aperitivo y sin utilizar cubiertos, un chuletón de buey, pero no dejaba de ser sospechoso que desatendiera el generoso emparedado de pollo trufado con salsa de nueces que le esperaba. ¿Era sensato pensar que después de semejante aperitivo se le antojara subir los más de trescientos escalones de la torre?
Como segunda tentativa decidió Sir Pardalio que se probase estirando por los pies, y considerando que se requería de una notable fuerza y cierta delicadeza, no encontró mejor opción que él mismo para tal menester, cosa que causó cierto estupor entre la guardia real. Ni en sus tiempos mozos pudiera haberse pensado de Sir Pardalio que destacara ni medianamente por su fuerza, y semejante arrebato se debía principalmente a sus cada vez más corrientes desvaríos seniles. Con notable determinación emprendió camino a la torre seguido por cinco caballeros de la guardia real, que no dejaron de aplaudir y jalear su empeño. Sin apenas resuello y apoyándose por las paredes para no caer, estaba finalmente el noble anciano en lo alto de la torre arrepintiéndose de la decisión tomada, pero aún así quiso probar de coger el tobillo de la princesa, por si tal vez con un mínimo esfuerzo se solucionaba el problema. No se esperaba, al levantar la falda, la violenta reacción de la princesa, que de una formidable patada mandó al venerable Sir Pardalio, Duque de Pimienten, escaleras abajo más de la mitad del trayecto, y no vuelve a aparecer por este cuento. Sobrevivió, aunque arrastró el resto de su vida los efectos del batacazo, no pudiendo girar el cuello ni un milímetro, condicionado a mirar siempre hacia su lado derecho. Antes de perder la conciencia mandó tener precaución a los guardias de palacio, no se fuera a repetir semejante percance.
—No ha sido esta sino una demostración que debéis tener como ejemplo para no incurrir en mi poco tacto con una dama.
Los más bravos guerreros del reino hacían cola con sus armaduras viendo pasar a los abatidos compañeros que antes lo habían intentado, muchos de ellos duramente castigados y en estado cercano a la inconsciencia, arrastrándose por el suelo o agarrándose por las paredes. Otros eran sacados en brazos gravemente heridos y ensangrentados. Finalmente, por puro agotamiento de la princesa, un fornido capataz de las mazmorras consiguió agarrarle el tobillo, y cierta alegría reinó entre la soldadesca antes de ver que los furibundos esfuerzos del capataz, estirando de la pierna, simplemente conseguían tornar su faz colorada y humeante. Su rostro era pura lava incandescente y sus ojos estaban a punto de estallar cuando en su ayuda se sumó un guardia real y entre los dos pusieron en alto los pies de la princesa y comenzaron a estirar, siendo reemplazados después por guerreros de refresco, iniciando así una secuencia que duró toda la noche.
En lo alto de la almena había quedado de guardia un monaguillo que con un candil en las manos y agazapado en un rincón a duras penas escapaba a los golpes que la princesa daba en todos lados, enajenada por la rabia y el dolor, gritando improperios y blasfemias tales que el diablo mismo consideraría sacrílegos. Maldiciones escatológicas para todos los santos e insultos vejatorios a la cúpula eclesiástica, sin dejar de mentar a Cristo y la Virgen, salían por su boca junto a escupitajos, bramidos y espuma. Estiraban con brío los de abajo sin ningún resultado hasta que subieron una burra para probar si atándola con una cuerda a los tobillos de la princesa conseguían por fin desencajarla.
Fue duramente azotada la burra sin que con esto se consiguiera mas que llevar al límite las quejas e improperios de la desafortunada princesa, para espanto y consternación del monaguillo, que estaba a punto de poner un huevo. Descartando finalmente este procedimiento subió el Rey a la almena para hablar con su hija.
—Hija mía, ¿cómo es que ahora te encuentras en semejante trance? ¿Qué has venido hacer a lo alto de esta torre? —preguntó el rey con voz temblorosa y ánimo conturbado—. ¿Acaso dentro de ti creció el deseo de soledad? ¿Soy yo el culpable de que no fueras lo más feliz posible?
—Sí—mintió la princesa, que no quiso reconocer que subió a lo alto de la torre en pos de una gaviota que, en un descuido, le había robado el hueso del chuletón, al que quedaba más bien poca carne.
Quiso la princesa aprovechar la coyuntura para culpar de su situación a los guardias de palacio, que, en su opinión, no la hacían suficiente caso. Quería disipar la ociosidad palaciega jugando en los jardines y gustaba de encontrar quien se sometiera a sus antojos. Pretendía ella que la llevaran a caballito por todos lados, no accediendo a ningún descanso hasta ver bajo su cuerpo una persona desfallecida por el cansancio y martirizada a golpes. A más de uno dejó calvo en la consecución de este trance. Columpiarla era en extremo peligroso y su rudeza e inclinación natural al escarmiento hacía de cualquier juego un riesgo para la salud.
—Padre querido, esta mañana quería pasear un poco en los jardines y encontrar quien me acompañase, pero todos parecían esconderse de mí y desolada vine a refugiarme a lo alto de la almena, pensando en suicidarme.
—Suerte los dioses han querido impedir tal desenlace. Preocupémonos ahora de sacarte de aquí que ya hablaremos entonces de tu futuro, pues pronto ha de ser momento de que te encontremos un pretendiente.
Se ruborizó con visible alborozo la princesa al oír aquellas palabras y dejó caer un leve babeo, tal cual le suele pasar al tener un filete en frente.
—He consultado con Mierdín, el mago, y ya está preparando un brebaje depurativo que te liberará de esta prisión como por arte de magia, pero hasta entonces no puedes comer nada.
Esto no preocupó mucho a la princesa que en el escote aún le quedaban tres muslos de pollo y un trozo de queso y una sobrasada en los bolsillos de su corsé.
A la mañana siguiente entró Mierdín, el mago, por el ventanuco de la almena exhibiendo un vistoso atuendo y un cucurucho de considerable altura en la cabeza. Con gran prosopopeya y misterio pronunció unas palabras mientras se dirigía a la princesa con el brebaje en las manos. Alzando la copa parecía en trance, sumido en una mística conexión con el más allá. La princesa le observaba con extrañeza hasta que llegó a sus narices el nauseabundo hedor de la pócima y pudo observar el color amarillento de una sustancia granulosa de aspecto poco apetecible, momento en que agarró con el brazo al mago por el cuello y apretándolo hacia el pavimento consiguió tal torsión de la columna que no le quedaba más remedio al pobre mago que abrir el gaznate, por donde la princesa vertió el repulsivo líquido. Tenía la propiedad el brebaje de inhibir posteriores ingestas provocando nauseas, flojera y ardor en la garganta. Para hacer más llevaderos, e incluso agradables, estos efectos, la pócima incluía jugo de piel de sapo y vejiga de serpiente, entre otros elementos usuales en las pócimas de los magos.
Consiguió salir de la almena el mago por su propio pie y alcanzar el suelo tras una odisea que duró toda la mañana. Entre espasmos y convulsiones regurgitó la sopa mientras daba vueltas sobre sí mismo en el interior de la almena. No había pensado, ni mucho menos, darle de beber el jarro entero a la princesa, sabiendo que con un sorbo hubiera sido suficiente. A la tropa se le juntó gran parte del populacho que atónitos miraban cómo Mierdín, el mago, subía o bajaba la escalera sin ningún sentido y todo el tiempo intentaba ponerse boca abajo, manteniendo en vilo a la gente ante una inminente caída.
Llegaron a oídos del Rey noticias de sus diversas indisposiciones y se apresuró a visitarle en sus aposentos, sorprendiéndose al ver su rostro demacrado y horrorizándose al oír las barbaridades que llegó a decir de su hija, a la que puso de verraca para abajo. Añadió, en tono colérico, y sin eludir epítetos malsonantes relacionados con el ganado, que tan solo con un ayuno estricto podrían liberar a la princesa de su trampa.
La clarividencia del gran mago se puso de manifiesto y a los dos días de ayuno la princesa fue encontrada dormida en la despensa abrazando un jamón.
Fin
Rafael Homar
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