"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

sábado, 2 de junio de 2012

El espíritu del lince- fragmento

Después de observar el éxito que está teniendo en sus presentaciones Javier Pellicer, autor de este nuevo libro de corte histórico llamado "El espíritu del lince" (por cierto, título muy acertado y con fuerza, pienso yo), no puedo más que dejaros un pequeño fragmento, que con el prólogo que colgué en su día me quedo corto.
Leedlo porque atrapa.



El espíritu del lince






Mi llegada al mundo se produjo un

 año después del casamiento,

y estuvo rodeada de fenómenos

 intrigantes y señales prodigiosas.

A fuerza de escuchar la narración

de boca de mis padres,

tengo una imagen nítida de cada detalle que acompañó a mi

alumbramiento, a semejanza de alguien que lo hubiese estado

observando.

Nací en el crepúsculo de una jornada de cuarto creciente, a

la luz de una lámpara de barro, sin dar un solo berrido. Al principio

creyeron que estaba muerto, pero cuando me dieron dos

azotes balbuceé y abrí los ojos con calma.

—Icorbeles… —suspiró mi madre, agotada por el esfuerzo.

La cuestión de mi nombre ni siquiera había sido discutida.

Entre los edetanos y otros pueblos íberos existía la tradición de

que los niños heredaran el nombre de sus abuelos maternos. Mi

madre sólo se permitió una pequeña variación en mi caso.

—Así sea —asintió mi progenitor, mientras me alzaba por

primera vez con una enorme sonrisa en los labios—. Inundarás

de alegría mi corazón, primogénito.

Poco después, Argitiker, el capataz del caserío, entró en la

habitación con los ojos desencajados y el rostro lleno de asombro.

—Mi señor Icortas, debéis asomaros a la ventana.

Mi padre torció el gesto con cierto malhumor.

—¿Qué es tan importante como para que tenga que interrumpir

este momento de felicidad, Argitiker?

—El cielo… ¡Algo le está sucediendo!

Desconcertado, mi padre se acercó a la ventana, abrió los

postigos y miró hacia arriba, a un firmamento al que poco le

faltaba para quedar completamente velado por la noche. Se

frotó los ojos ante la inconcebible visión: una tras otra, pequeñas

estrellas caían del cielo, rasgando el velo oscuro en una lluvia

titilante que se perdía más allá de la vista. Parecían gotas de luz

que, fugaces, desaparecían por detrás de las montañas. Los

hombres y mujeres del caserío observaban desde la plazoleta.

Algunas madres sujetaban a sus hijos, atemorizadas por el fenómeno.

Todos se preguntaban si aquello era un buen augurio

o la más terrible de las maldiciones.

—Acercadme a la ventana —pidió mi madre.

Con la ayuda de Argitiker, arrastraron la cama hasta la abertura.

Los ojos de mi madre brillaron de emoción al contemplar

el hermoso prodigio. Lo supo desde el primer momento. Era

una señal que marcaba mi grandeza. Me levantó un poco para

que yo pudiera observar el fenómeno.


—¿Lo ves, Icorbeles? Esa lluvia tan bonita es por ti, mi pequeño.

Serás alguien grande, alguien importante.

Mi padre asintió con la cabeza, dando por buena tal intuición.

Las palabras de una mujer siempre son respetadas. Los

íberos tenemos en gran consideración a la figura femenina por

su condición de creadora de vida. ¿Es que existe algo más

grande que parir a un hijo?

La lluvia de estrellas se prolongó durante casi una hora. Pero

las sorpresas apenas habían empezado. Urcetices, el encargado

de la guardia, nos anunció que un grupo de viajeros solicitaba

audiencia con mi padre en el portón del caserío.

—Son cuatro hombres armados y una mujer con los hábitos

de sacerdotisa.

Puedo imaginar la expresión de asombro de mi padre, tal vez

más profunda que la que le había provocado el portento celeste.

La presencia de una sacerdotisa en un paraje tan escondido rivalizaba

con cualquier acontecimiento. Nuestras mujeres sagradas

son personalidades tan insignes que rara vez se apartan de

sus santuarios.

Llegados a este punto, quizás sea apropiado un apunte sobre

nuestra religión, pues entiendo que estas memorias serán leídas

cuando el recuerdo de mi pueblo se haya desvanecido.

Los íberos no creemos en decenas de dioses como los griegos

y los romanos. Para nosotros, la divinidad está presente en

el mundo que nos rodea: bestias, árboles, montañas, ríos, el Sol,

la Luna… La vida, en toda su extensión. La Gran Madre. La

Madre Tierra. Nuestras deidades, si se las puede llamar así, son

el toro, por su vitalidad; el lince, enlace con los espíritus de los

Antepasados; el caballo, símbolo de la nobleza; y el lobo, que

personifica nuestro carácter indomable. Las fuerzas de la naturaleza

y los espíritus de nuestros ancestros nos apoyan o nos

rechazan, nos alientan o nos ponen trabas, nos marcan el camino

a seguir. Sin embargo, aceptamos que son nuestros pies

los que deben dar los pasos. Nuestros actos nos definen.


Las sacerdotisas nos representan ante dichas presencias.

Siempre son mujeres, pues su enlace con la vida es más firme.

Se requiere también sabiduría y una completa entrega al ejercicio

de sus funciones. Estas siervas devotas renuncian incluso a su

propio nombre: se convierten en madre, esposa, hermana e hija

de todo aquel que es leal a las creencias íberas. Sus ropajes son

adecuados a tal distinción: visten una túnica azul de exquisito

lino y una mantilla carmesí sobre el pecho; por encima suelen

portar un grueso manto marrón, como protección ante las inclemencias

del tiempo; sus adornos son muy llamativos, pues

además de las joyas en forma de collares lucen dos grandes rodelas

laterales sobre el tocado de la cabeza, sujetas a una tira

afianzada a la frente gracias a unas finas cadenas.

Mi padre recibió a la sacerdotisa con grandes honores, como

correspondía. La mujer, que parecía más anciana que las montañas,

venía de la ciudad sureña de Ilici, en pleno territorio contestano,

a muchos días de marcha. Aunque estaba agotada por

el viaje, no aceptó la hospitalidad de mi padre sin antes nombrar

el motivo de su presencia en Etemiltir.

—Hace varias semanas tuve una visión en la que se me anunciaba

el nacimiento de un elegido de los Antepasados —explicó,

mientras los sirvientes de mi padre le ofrecían un caldo caliente—.

Los espíritus me dijeron que debía partir al norte de

inmediato, y sólo detenerme cuando la señal se manifestara.

—La lluvia de estrellas... —apuntó mi padre, con tono solemne.

—Así es. ¿Es aquí donde encontraré a quien busco? —preguntó

la mujer.

Icortas no habría dudado al responder, pues para los íberos

resulta impensable mentir a una sacerdotisa. Pero antes de que

sus labios hablaran de nuevo, se alzó un berrido desde los aposentos

de mi madre. Yo mismo me anuncié.

Condujo a la mujer hasta la habitación, donde mi madre me

amamantaba por primera vez. Aretaunin la miró con gran respeto,

pero la sacerdotisa apenas reparó en ella. Su destino no

era atender a la joven madre, sino al hijo. Sin pedir permiso

—su posición social se lo permitía—, me tomó en brazos y me

examinó con gestos inquisitivos. Supongo que buscaba alguna

señal que me identificara como el protagonista de su visión. No

me observaba como a un niño recién nacido, sino como el motivo

del trabajo más importante que jamás afrontaría. Me inspeccionó

concienzudamente, pero no halló en mí más que piel

blanca.

—Hay que someterlo a una prueba —dijo, tras meditar un

momento.

Mi padre, que jamás habría osado contradecirla en circunstancias

normales, no pudo evitar replicar.

—¿Qué tipo de prueba?

—De reconocimiento —respondió—. No hay señales que

me indiquen que éste es el niño que busco.

—¿Acaso no basta con la lluvia de estrellas? —arrugó la nariz.

—No. El fenómeno celeste abarca una gran región del firmamento.

Podría deberse al nacimiento de cualquier otro niño.

Si me detuve aquí fue porque era el lugar habitado más cercano

cuando comenzó. Así pues, el niño debe pasar por la prueba.

Me lo entregarás para que lo deje en el bosque, donde permanecerá

hasta que amanezca. —Mi madre lanzó un gemido—.

Si sobrevive al frío de la noche y a los animales, será la señal de

su grandeza.

Icortas se frotó el rostro con la esperanza de que todo fuera

un mal sueño. Pero al apartar las manos nada había cambiado.

—Se trata de una injusticia —replicó, tratando de sonar respetuoso

a pesar de su creciente enojo—. Si el niño no resultara

ser ese elegido, nos habrás arrebatado a nuestro hijo.

—¿Acaso contradices la voz de los Antepasados? —A pesar

de que mi padre había mostrado sin reparos su disconformidad,

la mujer no parecía enfadada... todavía—. Tu esposa es joven,

puede darte otros retoños. Sea como sea, es mi dictamen, y no

puedes oponerte a él sin sumirte en el total desprestigio.

Desesperado, buscó con la mirada a mi madre. Ella nunca

olvidaría lo que vio en sus ojos: un amor absoluto. Una palabra

suya habría bastado para que se enfrentara a la sacerdotisa, un

delito que habría supuesto su inapelable ejecución. Aretaunin
solía decir que aquél fue el día en que se enamoró de su esposo.

Si aceptó entregarme a la sacerdotisa fue sólo para que él no

cayera en desgracia.

La mujer me tomó sin atender al angustioso llanto de mi

madre y me llevó con ella. Los habitantes del caserío la vieron

salir por el portón y adentrarse en el bosquecillo cercano. Volvió

poco después, sola. Mi padre tuvo que tragarse la rabia. Si no

hubiera sido por las leyes, estoy seguro de que la habría arrojado

por encima de los murallones y habría marchado a buscarme.

Pero aquella era una prueba tanto para mí como para él.

Fue una noche muy larga. Los escoltas de la sacerdotisa se

turnaron para vigilar el portón en previsión de que alguien pretendiera

salir a recogerme. Con las primeras luces, mi padre fue

el primero en salir del caserío. Siempre lo he visto como un

hombre dueño de sus actos e impulsos, pero aquel día estaba

tan exaltado que se lanzó a la carrera, cruzando la maleza sin

saber siquiera hacia dónde dirigirse. No tuvo más remedio que

esperar a la sibila y seguir su paso cansino, que no hizo más que

aumentar su crispación.

Al fin llegaron a un pequeño claro. Allí, iluminado por un

mañanero haz de luz, estaba yo, sobre el mismo tocón en el que

me había dejado la mujer. Supieron de inmediato que estaba

vivo porque movía los bracitos y las piernas. Pero lo más sorprendente

fue que, junto al muñón, había un magnífico lince de

pelaje leonado. Estaba recostado en el suelo, en actitud calmada

pero vigilante, atento a la diminuta criatura rosada. Cuando advirtió

a mi padre y a la sacerdotisa no reaccionó con agresividad;

se levantó, se desperezó y luego se acercó a mí. Mi padre estuvo

a punto de lanzarse contra el felino, pero la sacerdotisa lo retuvo

del brazo el tiempo suficiente para que ambos comprobaran las

intenciones del lince. La bestia me lamió como lo haría con una

de sus crías. Luego alzó la mirada hacia Icortas un momento

antes de saltar hacia los matorrales y perderse.

A partir de ese día, mi familia adoptó el emblema del lince:

mi protector.




2 comentarios:

  1. La novela de Javier Pellicer es una verdadera delicia, la recomiendo ampliamente y le auguro un gran futuro!

    Besos!

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    1. La verdad es que este chico entra pisando fuerte, Blanca. ¡Qué envidia! (de la sana) Yo también le auguro un largo futuro en las letras si sigue por este camino.
      ¡Un abrazo!

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