Leedlo porque atrapa.
El espíritu del lince
Mi llegada al mundo se produjo un
año después del
casamiento,
y estuvo rodeada de fenómenos
intrigantes y señales
prodigiosas.
A fuerza de escuchar la narración
de boca de mis
padres,
tengo una imagen nítida de cada detalle que acompañó a
mi
alumbramiento, a semejanza de alguien que lo hubiese
estado
observando.
Nací en el crepúsculo de una jornada de cuarto
creciente, a
la luz de una lámpara de barro, sin dar un solo
berrido. Al principio
creyeron que estaba muerto, pero cuando me dieron dos
azotes balbuceé y abrí los ojos con calma.
—Icorbeles… —suspiró mi madre, agotada por el esfuerzo.
La cuestión de mi nombre ni siquiera había sido
discutida.
Entre los edetanos y otros pueblos íberos existía la
tradición de
que los niños heredaran el nombre de sus abuelos
maternos. Mi
madre sólo se permitió una pequeña variación en mi
caso.
—Así sea —asintió mi progenitor, mientras me alzaba por
primera vez con una enorme sonrisa en los labios—.
Inundarás
de alegría mi corazón, primogénito.
Poco después, Argitiker, el capataz del caserío, entró
en la
habitación con los ojos desencajados y el rostro lleno
de asombro.
—Mi señor Icortas, debéis asomaros a la ventana.
Mi padre torció el gesto con cierto malhumor.
—¿Qué es tan importante como para que tenga que
interrumpir
este momento de felicidad, Argitiker?
—El cielo… ¡Algo le está sucediendo!
Desconcertado, mi padre se acercó a la ventana, abrió
los
postigos y miró hacia arriba, a un firmamento al que
poco le
faltaba para quedar completamente velado por la noche.
Se
frotó los ojos ante la inconcebible visión: una tras
otra, pequeñas
estrellas caían del cielo, rasgando el velo oscuro en
una lluvia
titilante que se perdía más allá de la vista. Parecían
gotas de luz
que, fugaces, desaparecían por detrás de las montañas.
Los
hombres y mujeres del caserío observaban desde la
plazoleta.
Algunas madres sujetaban a sus hijos, atemorizadas por
el fenómeno.
Todos se preguntaban si aquello era un buen augurio
o la más terrible de las maldiciones.
—Acercadme a la ventana —pidió mi madre.
Con la ayuda de Argitiker, arrastraron la cama hasta la
abertura.
Los ojos de mi madre brillaron de emoción al contemplar
el hermoso prodigio. Lo supo desde el primer momento.
Era
una señal que marcaba mi grandeza. Me levantó un poco
para
que yo pudiera observar el fenómeno.
Serás alguien grande, alguien importante.
Mi padre asintió con la cabeza, dando por buena tal
intuición.
Las palabras de una mujer siempre son respetadas. Los
íberos tenemos en gran consideración a la figura
femenina por
su condición de creadora de vida. ¿Es que existe algo
más
grande que parir a un hijo?
La lluvia de estrellas se prolongó durante casi una
hora. Pero
las sorpresas apenas habían empezado. Urcetices, el
encargado
de la guardia, nos anunció que un grupo de viajeros
solicitaba
audiencia con mi padre en el portón del caserío.
—Son cuatro hombres armados y una mujer con los hábitos
de sacerdotisa.
Puedo imaginar la expresión de asombro de mi padre, tal
vez
más profunda que la que le había provocado el portento
celeste.
La presencia de una sacerdotisa en un paraje tan
escondido rivalizaba
con cualquier acontecimiento. Nuestras mujeres sagradas
son personalidades tan insignes que rara vez se apartan
de
sus santuarios.
Llegados a este punto, quizás sea apropiado un apunte
sobre
nuestra religión, pues entiendo que estas memorias
serán leídas
cuando el recuerdo de mi pueblo se haya desvanecido.
Los íberos no creemos en decenas de dioses como los
griegos
y los romanos. Para nosotros, la divinidad está
presente en
el mundo que nos rodea: bestias, árboles, montañas,
ríos, el Sol,
la Luna… La vida, en toda su extensión. La Gran Madre.
La
Madre Tierra. Nuestras deidades, si se las puede llamar
así, son
el toro, por su vitalidad; el lince, enlace con los
espíritus de los
Antepasados; el caballo, símbolo de la nobleza; y el
lobo, que
personifica nuestro carácter indomable. Las fuerzas de
la naturaleza
y los espíritus de nuestros ancestros nos apoyan o nos
rechazan, nos alientan o nos ponen trabas, nos marcan
el camino
a seguir. Sin embargo, aceptamos que son nuestros pies
los que deben dar los pasos. Nuestros actos nos
definen.
Siempre son mujeres, pues su enlace con la vida es más
firme.
Se requiere también sabiduría y una completa entrega al
ejercicio
de sus funciones. Estas siervas devotas renuncian
incluso a su
propio nombre: se convierten en madre, esposa, hermana
e hija
de todo aquel que es leal a las creencias íberas. Sus
ropajes son
adecuados a tal distinción: visten una túnica azul de
exquisito
lino y una mantilla carmesí sobre el pecho; por encima
suelen
portar un grueso manto marrón, como protección ante las
inclemencias
del tiempo; sus adornos son muy llamativos, pues
además de las joyas en forma de collares lucen dos
grandes rodelas
laterales sobre el tocado de la cabeza, sujetas a una
tira
afianzada a la frente gracias a unas finas cadenas.
Mi padre recibió a la sacerdotisa con grandes honores,
como
correspondía. La mujer, que parecía más anciana que las
montañas,
venía de la ciudad sureña de Ilici, en pleno territorio
contestano,
a muchos días de marcha. Aunque estaba agotada por
el viaje, no aceptó la hospitalidad de mi padre sin
antes nombrar
el motivo de su presencia en Etemiltir.
—Hace varias semanas tuve una visión en la que se me
anunciaba
el nacimiento de un elegido de los Antepasados —explicó,
mientras los sirvientes de mi padre le ofrecían un
caldo caliente—.
Los espíritus me dijeron que debía partir al norte de
inmediato, y sólo detenerme cuando la señal se
manifestara.
—La lluvia de estrellas... —apuntó mi padre, con tono
solemne.
—Así es. ¿Es aquí donde encontraré a quien busco? —preguntó
la mujer.
Icortas no habría dudado al responder, pues para los
íberos
resulta impensable mentir a una sacerdotisa. Pero antes
de que
sus labios hablaran de nuevo, se alzó un berrido desde
los aposentos
de mi madre. Yo mismo me anuncié.
Condujo a la mujer hasta la habitación, donde mi madre
me
amamantaba por primera vez. Aretaunin la miró con gran
respeto,
pero la sacerdotisa apenas reparó en ella. Su destino
no
era atender a la joven madre, sino al hijo. Sin pedir
permiso
—su posición social se lo permitía—, me tomó en brazos
y me
examinó con gestos inquisitivos. Supongo que buscaba
alguna
señal que me identificara como el protagonista de su
visión. No
me observaba como a un niño recién nacido, sino como el
motivo
del trabajo más importante que jamás afrontaría. Me
inspeccionó
concienzudamente, pero no halló en mí más que piel
blanca.
—Hay que someterlo a una prueba —dijo, tras meditar un
momento.
Mi padre, que jamás habría osado contradecirla en
circunstancias
normales, no pudo evitar replicar.
—¿Qué tipo de prueba?
—De reconocimiento —respondió—. No hay señales que
me indiquen que éste es el niño que busco.
—¿Acaso no basta con la lluvia de estrellas? —arrugó la
nariz.
—No. El fenómeno celeste abarca una gran región del
firmamento.
Podría deberse al nacimiento de cualquier otro niño.
Si me detuve aquí fue porque era el lugar habitado más
cercano
cuando comenzó. Así pues, el niño debe pasar por la
prueba.
Me lo entregarás para que lo deje en el bosque, donde
permanecerá
hasta que amanezca. —Mi madre lanzó un gemido—.
Si sobrevive al frío de la noche y a los animales, será
la señal de
su grandeza.
Icortas se frotó el rostro con la esperanza de que todo
fuera
un mal sueño. Pero al apartar las manos nada había
cambiado.
—Se trata de una injusticia —replicó, tratando de sonar
respetuoso
a pesar de su creciente enojo—. Si el niño no resultara
ser ese elegido, nos habrás arrebatado a nuestro hijo.
—¿Acaso contradices la voz de los Antepasados? —A pesar
de que mi padre había mostrado sin reparos su
disconformidad,
la mujer no parecía enfadada... todavía—. Tu esposa es
joven,
puede darte otros retoños. Sea como sea, es mi
dictamen, y no
puedes oponerte a él sin sumirte en el total
desprestigio.
Desesperado, buscó con la mirada a mi madre. Ella nunca
olvidaría lo que vio en sus ojos: un amor absoluto. Una
palabra
suya habría bastado para que se enfrentara a la
sacerdotisa, un
delito que habría supuesto su inapelable ejecución. Aretaunin
solía decir que aquél fue el día en que se enamoró de
su esposo.
Si aceptó entregarme a la sacerdotisa fue sólo para que
él no
cayera en desgracia.
La mujer me tomó sin atender al angustioso llanto de mi
madre y me llevó con ella. Los habitantes del caserío
la vieron
salir por el portón y adentrarse en el bosquecillo
cercano. Volvió
poco después, sola. Mi padre tuvo que tragarse la
rabia. Si no
hubiera sido por las leyes, estoy seguro de que la
habría arrojado
por encima de los murallones y habría marchado a
buscarme.
Pero aquella era una prueba tanto para mí como para él.
Fue una noche muy larga. Los escoltas de la sacerdotisa
se
turnaron para vigilar el portón en previsión de que
alguien pretendiera
salir a recogerme. Con las primeras luces, mi padre fue
el primero en salir del caserío. Siempre lo he visto
como un
hombre dueño de sus actos e impulsos, pero aquel día
estaba
tan exaltado que se lanzó a la carrera, cruzando la
maleza sin
saber siquiera hacia dónde dirigirse. No tuvo más
remedio que
esperar a la sibila y seguir su paso cansino, que no
hizo más que
aumentar su crispación.
Al fin llegaron a un pequeño claro. Allí, iluminado por
un
mañanero haz de luz, estaba yo, sobre el mismo tocón en
el que
me había dejado la mujer. Supieron de inmediato que estaba
vivo porque movía los bracitos y las piernas. Pero lo
más sorprendente
fue que, junto al muñón, había un magnífico lince de
pelaje leonado. Estaba recostado en el suelo, en
actitud calmada
pero vigilante, atento a la diminuta criatura rosada.
Cuando advirtió
a mi padre y a la sacerdotisa no reaccionó con
agresividad;
se levantó, se desperezó y luego se acercó a mí. Mi
padre estuvo
a punto de lanzarse contra el felino, pero la
sacerdotisa lo retuvo
del brazo el tiempo suficiente para que ambos
comprobaran las
intenciones del lince. La bestia me lamió como lo haría
con una
de sus crías. Luego alzó la mirada hacia Icortas un
momento
antes de saltar hacia los matorrales y perderse.
A partir de ese día, mi familia adoptó el emblema del
lince:
mi protector.
Javier Pellicer Moscardó
La novela de Javier Pellicer es una verdadera delicia, la recomiendo ampliamente y le auguro un gran futuro!
ResponderEliminarBesos!
La verdad es que este chico entra pisando fuerte, Blanca. ¡Qué envidia! (de la sana) Yo también le auguro un largo futuro en las letras si sigue por este camino.
Eliminar¡Un abrazo!