A ver qué piensas de Lilliam...
Sicario
Asentí en respuesta a la cortesía de la
secretaria y enfilé el pasillo en busca del aula donde tendría lugar mi primera
clase, Historia. Iba a ser una hora muy aburrida, qué podría enseñarle un libro
de instituto a alguien que conoce el mundo desde que se creó.
Mientras el profesor me presentaba,
recorrí con la mirada cada uno de aquellos rostros que me observaban con
curiosidad. La localicé de inmediato. Piel pálida, ojos verdes, larga melena
negra como el ébano; bonito envoltorio, aunque el problema estaba en el
interior .
Me sonrió cuando tomé asiento a su lado
y su luz eclipsó al sol, sumiendo al resto del mundo en las sombras. Le devolví
la sonrisa sin darme cuenta e inmediatamente aparté la vista de su rostro,
consciente de dónde residía su peligro.
–Podemos compartir el mío –dijo en voz
baja.
Su voz sonó como el agua que fluye de un
manantial: clara y fresca, vibrante como el eco de las campanillas de un
carillón. Me rozó el brazo al mover su libro hacia mí y mi cuerpo reaccionó
como si sufriera la sacudida de una descarga eléctrica. Empujé la silla con
disimulo, apartándome de ella todo lo que me permitía el pequeño pupitre. Hice
todo lo posible para ignorarla, algo que resultaba más y más difícil conforme
pasaba el tiempo.
La clase terminó y yo me entretuve
comprobando el horario que me habían facilitado en secretaría.
–¡Vaya, tenemos las mismas clases!
–exclamó ella, inclinándose sobre mí para ver mejor el horario–. Por cierto, me
llamo Lilliam.
Miré la mano que ofrecía, después sus ojos salpicados de máculas doradas, los más bonitos que había visto nunca.
–Lukas –respondí.
Miré la mano que ofrecía, después sus ojos salpicados de máculas doradas, los más bonitos que había visto nunca.
–Lukas –respondí.
–Encantada, Lukas.
Estreché su mano con un rápido apretón y observé como se levantaba y abandonaba el aula abrazando sus libros. Miró una sola vez atrás, y una tímida sonrisa de triunfo se dibujó en su cara al comprobar que yo la miraba fijamente. Se sonrojó y me ocultó sus ojos bajo un lento parpadeo. Aquel gesto me desarmó.
Por primera vez en mi larga vida dudé. ¿Y si no era ella? ¿Y si esta vez las señales no eran correctas?Podía sentir el mal con la misma claridad que la brisa sobre la piel, pero con ella algo fallaba. No conseguía percibir ni el más leve atisbo de su naturaleza, sólo aquellas extrañas sensaciones que se estaban convirtiendo en un dolor físico en mi pecho. Y supe que no sería capaz de llevar a cabo mi cometido, no sin estar seguro de si era Lilliam aquella a quién buscaba. En otro momento no hubiera dudado, habría actuado sin más, una vida a cambio de muchas parecía justo. Aunque esta vez, esa vida parecía un precio muy alto si estaba equivocado.
Estreché su mano con un rápido apretón y observé como se levantaba y abandonaba el aula abrazando sus libros. Miró una sola vez atrás, y una tímida sonrisa de triunfo se dibujó en su cara al comprobar que yo la miraba fijamente. Se sonrojó y me ocultó sus ojos bajo un lento parpadeo. Aquel gesto me desarmó.
Por primera vez en mi larga vida dudé. ¿Y si no era ella? ¿Y si esta vez las señales no eran correctas?Podía sentir el mal con la misma claridad que la brisa sobre la piel, pero con ella algo fallaba. No conseguía percibir ni el más leve atisbo de su naturaleza, sólo aquellas extrañas sensaciones que se estaban convirtiendo en un dolor físico en mi pecho. Y supe que no sería capaz de llevar a cabo mi cometido, no sin estar seguro de si era Lilliam aquella a quién buscaba. En otro momento no hubiera dudado, habría actuado sin más, una vida a cambio de muchas parecía justo. Aunque esta vez, esa vida parecía un precio muy alto si estaba equivocado.
La observé durante dos días: en clase, a
la hora de la comida, en casa. La vigilaba mientras dormía, espiaba sus sueños
y con ello, mi desconcierto aumentaba. Era la inocencia en esencia, tan hermosa
que hacía daño a mis ojos y a ese punto que latía en mi pecho.
Esa mañana, a pocas horas del nuevo
advenimiento, supe que la profecía no iba a cumplirse, no esta vez. Hasta el
más sabio puede equivocarse. Ningún ser es perfecto en su forma, incluidos los
profetas, sólo el que los creó.
Mi misión había terminado sin que mis
manos se mancharan de sangre. Ahora tenía por delante otros cien años de paz,
cien años hasta que las señales iluminaran de nuevo el cielo, marcando el punto
donde despertaría aquel capaz de conjurar el caos. Y yo iría a su encuentro y
acabaría con su vida en el momento exacto. Tal y como había hecho tantas otras
veces, ése era mi cometido, para eso fui creado.
Palpé la hoja de la daga bajo mi camisa,
sentir su contacto me ayudaba a no olvidar para qué estaba allí. La luz de la
habitación que había estado vigilando se encendió y a través de la ventana pude
ver su silueta paseando de un lado a otro. Vi cómo se desvestía y se ponía
aquel pijama tan inocente e infantil. La luz se apagó.
Aguardé oculto entre las sombras del
callejón, con aquel nudo en el estómago que me acompañaba los últimos días.
Otra sensación desconocida, abrumadora, que amenazaba con poner patas arriba
siglos de autocontrol. Salí de mi escondite con la vista puesta en el cielo,
debía terminar con aquello que había venido a hacer, y debía hacerlo ya.
Mis pies se posaron sobre el alfeizar y
la ventana se abrió con un leve roce de mis dedos. Dentro olía a nubes de
azúcar y a su perfume. Me colmó el olfato y mi respiración se aceleró, como la
primera vez que aquel aroma a limón y menta llegó hasta mi como una estela
sinuosa a través del aire, golpeándome como una bofetada.
Miré el reloj sobre la mesita, faltaba
un minuto para medianoche, y cuando llegara ese momento, mi tiempo allí habría
terminado. Me senté a su lado, en la cama. Aún no entendía por qué en esta
ocasión me costaba tanto regresar. Sabía que tenía que ver con Lilliam, pero no
conseguía vislumbrar aquel lazo invisible que me mantenía atado a ella. El
deseo de tocarla ocupó mi pensamiento. Con la primera campanada, mi mano se
deslizó por su larga melena desparramada sobre la almohada. Mis dedos
acariciaron su mejilla hasta rozar sus labios entreabiertos, eran suaves y
estaban húmedos. Sentí un leve cosquilleo en los míos y sin saber muy bien por
qué, me incliné sobre ella buscando el contacto de su aliento. La respiración
me silbaba en la garganta, y se transformó en un gemido cuando mi boca se posó
en la suya.
Entonces, sonó la última campanada, y
Lilliam abrió los ojos. Pude ver mi reflejo en ellos, ya no eran verdes sino
negros. Moví mi brazo, saqué la daga y la alcé en el aire. Tras de mí, el
umbral se abrió inundando de luz la habitación. Sólo disponía de una décima de
segundo, no necesitaba más.
–¿Lukas?
Noté su filo abriéndose camino en mi
pecho, llegó hasta mi corazón y se clavó en lo más profundo, pero no dejó de
latir, al contrario, su palpitar cobró fuerza. Podía sentirlo en la garganta,
ascendiendo hasta adueñarse de mi cabeza. La daga se escurrió de entre mis
dedos y cayó al suelo con un golpe sordo, mientras el umbral se cerraba con la
misma rapidez con la que había aparecido.
Me llevé la mano al pecho, para
comprobar asombrado que no tenía ni la más mínima herida. Me había desarmado y
vencido con una sola palabra. El sonido de su voz al pronunciar mi nombre fue
lo único que necesitó para despojarme de mi voluntad.
–Lukas –susurró ella mientras se
incorporaba.
Cerré los ojos extasiado.
–Dilo otra vez.
–Lukas –repitió posando su mano sobre la
mía.
Me estremecí al descubrir el deseo en el
tono de su voz. Estaba condenado, supe que jamás podría vivir sin ese sonido.
Abrí los ojos y la miré. Lilliam sonrió al ver mi cara de sorpresa, con un
rápido movimiento se sentó a horcajadas sobre mi y me abrazó. Sobre nosotros
estalló la tormenta, los edificios comenzaron a desmoronarse y bajo nuestros
pies el suelo escupía fuego. Nada me importaron los gritos, ni los lamentos,
sólo su cuerpo entre mis brazos y sus labios susurrando junto a mi oído.
“No hay mayor poder que la fuerza del
amor. No lo olvides nunca, Lukas. Cada vez que levantes tu daga, piensa en
estas palabras y aleja tus remordimientos”, eso me decía mi padre cada vez que
afloraban mis dudas, y yo le creía. Por eso mataba una y otra vez, para salvar
vuestras almas, porque mi amor por vosotros era infinito.
Y mi padre tenía
razón, no hay mayor poder que la fuerza del amor, por eso alzo mi daga una y
otra vez. Vuestros cuerpos se extienden como una alfombra a mis pies y mis
remordimientos desaparecen bajo la sonrisa de Lilliam al recibir vuestras
almas. No hay nada más fuerte que el amor, y mi amor por ella es infinito
María Martínezhttp://anxana.blogspot.com.es/
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